La exposición
empezó bien. Había preparado un powerpoint con un montón de imágenes de Luxor,
de la tumba de Tutankamón y del Valle de los Reyes. No necesitaba ningún guion,
sabía perfectamente lo que quería contar: quería hablar de las altas columnas
de Karnak, con sus capiteles en forma de flores de papiro. Y de la diosa Bastet
con cara de gato. Del dios Thot, que tiene rostro de ibis e inventó la
escritura, por lo que los hombres le estarán eternamente agradecidos. Y de
Osiris y de la barca del Sol, que cada noche navega por un mar de oscuridad
hasta emerger al otro lado del mundo.
Quería hablar
de todo eso. Y lo estaba consiguiendo. Les enseñé a mis compañeros los
cartuchos con el nombre de los faraones en escritura jeroglífica. Hablé de
Champollion y del hallazgo de la piedra Rosetta, y de Howard Carter, el
descubridor de la tumba de Tutankamón. Hablé del Alto Nilo y del Bajo Nilo, de
Tebas y de Menfis, de las crecidas que inundaban los campos cada año y
fertilizaban la tierra, del dios Sobek con su rostro de cocodrilo y del otro
río, el que los egipcios creían que fluía sobre sus cabezas, en el cielo,
derramando de cuando en cuando sobre ellos sus riquezas en forma de lluvia.
Dejé para el
final a mi preferida: Nefertiti, la esposa del revolucionario faraón Akenatón,
que intentó acabar con el culto a las otras deidades para que los egipcios solo
lo adorasen a él, encarnación en la Tierra del dios Sol. Nefertiti, la reina de
belleza sobrecogedora, una belleza que todavía podemos admirar gracias al busto
encontrado por arqueólogos alemanes a principios del siglo XX y que aún hoy se
conserva en un museo de Berlín. Nefertiti, la del rostro encendido de vida, la
del largo y delicado cuello en el que se aprecia el suave relieve diagonal de
los músculos bajo la piel morena.
Nefertiti.
Nefertiti. Nefertiti. Nefertiti.
Ya está: siete
veces. Lo he repetido siete veces. Aquí es fácil, solo se trata de un diario.
Nadie va a leerlo, puedo escribir el nombre de la reina del Nilo tantas veces
como quiera.
Pero en clase
no era tan fácil. Sobre todo en ese momento, en medio de la exposición, cuando
todas las miradas estaban fijas en mí y yo me sentía casi normal, hablando de
lo que más me gusta delante de mis compañeros.
Creo que todo
empezó cuando vi el gesto de Laura, una chica que se sienta en la tercera fila.
Vi que le daba un codazo a su compañera Eva, que las dos se miraban y que
intercambiaban una sonrisa burlona. Se estaban riendo de mí. No solo de mí,
también de ella. De Nefertiti, de su rostro casi perfecto, casi, solo casi,
porque uno de sus ojos no conserva la pintura y mira ciego, fijo, como si ella
nunca hubiese estado viva, como si solo fuese la ruina de un cuerpo, un
recuerdo, solo un recuerdo que se va, que se esfuma, que se deja tragar por el
olvido y la decadencia.
Ana Alonso y Javier Pelegrín, El Sueño de Berlín
PREMIO ANAYA DE LITERATURA JUVENIL 2015
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