Poco tiempo
después, una noche de otoño, la princesa Electra salió de Micenas por la puerta
grande de los leones y bajó al estrecho valle de las tumbas. Llevaba una cesta
con ofrendas, miel y leche y blanca harina, las que se hacen a las sombras de
los muertos. Mas no se detuvo delante de ninguno de los grandes túmulos que
flanqueaban el camino. Siguió con paso veloz hasta un lugar en el que una gran
losa de piedra cubría una cisterna excavada en la roca del fondo y allí se
detuvo. Vertió la leche sobre la piedra y luego la miel, y acto seguido esparció
la harina invocando la sombra de su padre. Unos grandes grumos cuajados
indicaban las veces que su mano había vertido sin parsimonia aquellas ofrendas
y eran prueba de que ni los animales, ni los perros vagabundos ni los zorros
habían osado disputárselas al fantasma colérico del Gran Atrida. Se postró
sobre la roca desnuda y apoyando la mejilla contra la inmensa losa lloró
cubriéndola de lágrimas.
El sol se
había puesto detrás de los montes y una masa oscura de nubes que avanzaban
desde un punto lejano del horizonte se tragaba su luz. El viento comenzó a
soplar en el valle, y en la estrecha garganta su soplo parecía un lamento. La
princesa se incorporó sobre las rodillas sin quitar la mano derecha de la
piedra, como si la acariciara, y mantuvo la cabeza gacha. Se oyó el piar de los
pájaros, que buscaban un refugio para la noche, y las últimas golondrinas
volaron bajas sobre la hierba reseca cruzando entre los amarantos agostados y
los ciruelos espinosos.
El valle había
quedado completamente invadido por las sombras y Electra se levantó.
–Adiós, padre
-musitó llevándose la mano a los labios para lanzarle un beso-. Regresaré en
cuanto me sea posible.
Cuando lo vio
por última vez estaba ensangrentado, con la garganta cercenada, y lo
arrastraban vergonzosamente por el suelo como un animal descuartizado. La
despertaron en plena noche los gritos que provenían de la gran sala, y
precisamente por eso pudo verlo todo desde la galería del piso superior, pero
no pudo gritar para dar rienda suelta al horror y la desesperación que le
atenazaban el corazón, y su alma quedó desgarrada por el dolor e invadida luego
por el odio más implacable. Sin embargo, cada vez que iba a visitar aquella
tumba indigna, aquella sepultura miserable, trataba de recordar al padre como
lo había visto el día en que partiera para la guerra. Había entrado en sus
aposentos cuando ella estaba sentada en un rincón, en el suelo, tratando de
tragarse las lágrimas. Le había puesto una mano sobre la cabeza y le había
dicho: «Ifigenia partirá mañana para desposar a un príncipe, pero tú vela por
tu hermano que es pequeño, y respeta a tu madre. Pensaré en ti todas las
noches, cuando el sol se haya puesto detrás de los montes o entre las olas del
mar y soñaré que te estrecho entre mis brazos y te acaricio el pelo».
Ella se había
levantado para abrazarlo. Había notado el frío contacto del bronce que le
revestía el pecho y sintió una especie de congoja, la misma que sentía ahora
cada vez que apoyaba la cara sobre aquella piedra siempre fría, incluso en las
noches estivales más tórridas.
«Adiós,
padre», le había dicho sollozando y lo había mirado a los ojos. En su rostro
vio las marcas de una negra desesperación, y en sus ojos el brillo incierto de
las lágrimas. Él le había dado un beso y después había salido; ella se quedó
entonces sola escuchando la cadencia de sus zancadas al bajar la escalera y el
resonar de las armas sobre los potentes hombros. Nunca más volvería a verlo con
vida.
Valerio Massimo Manfredi, La
Conjura de las Reinas
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