jueves, 29 de noviembre de 2018

UN GHOSTWRITER



Básicamente, un ghostwriter es una persona que escribe en lugar de otra que, no obstante, es quien firma el libro. Por ejemplo: un escritor que ha empezado a trabajar en televisión y ya no tiene tiempo para escribir su novela. Un cómico que quiere publicar toda una colección de monólogos pero no es capaz de escribir tantos a la vez. Un VIP que ha prometido publicar su propia autobiografía pero que escribe como un niño de seis años. O también: un médico que ha inventado una nueva terapia pero no sabe expresarse con la suficiente claridad como para explicarla en un artículo; un estadista acostumbrado a responder a entrevistas pero no a escribir algo ex novo; un empresario que debe aparecer en televisión pero es mejor que no hable porque destrozaría nuestra lengua inventando tecnicismos absurdos como branding, «customizar», business-oriented y briefing. En casos como éstos, los editores dicen sin pestañear: «Usted no se preocupe, será todo un éxito», abren toda una lista de nombres de esclavos y, en ese momento, entramos nosotros en acción.

Nos proporcionan dos o tres directrices acerca de los contenidos, toda una lista de materiales para consultar si es necesario, un plazo máximo generalmente muy corto, un salario de miseria para que nos ocultemos de nuevo en las sombras sin decirle a nadie que lo hicimos nosotros. Y así es como se hace el libro/el discurso/el artículo.

Éste es el momento en el que generalmente, cuando explico mi profesión, la gente exclama: «¡Wow!».

¡Wow! Por supuesto que no resulta fácil en absoluto meterse en los zapatos de este o ese o aquel personaje y adoptar su voz, sus conocimientos, su estilo expresivo. Es necesaria una buena dosis de ductilidad, de velocidad de aprendizaje, de empatía.

Nada más cierto. Cualquier escritor fantasma digno de este nombre debe poseer todas estas cualidades. Debe ser capaz de salir de sí mismo, por decirlo así, entrar en los zapatos del autor en turno para imaginar no sólo aquello que escribiría, sino incluso la mejor manera de hacerlo. Y a continuación, hacerlo él. Todo buen escritor fantasma es un líquido que adopta la forma del recipiente en que lo vacían, un espejo que replica su rostro, un mutante que absorbe su carácter. Por supuesto, una especie de juez lúcido e imparcial que, mientras se lleva a cabo todo este trabajo de identificación, logra mantenerse imperturbable y elige la manera más eficaz para enunciar las cosas que el autor tiene que decir. Un maldito camaleón multitasking: esto es justamente un escritor fantasma digno de tal nombre. Suena complicado, ¿verdad? Pues sí, lo es.

Ésa debe de ser la razón por la que somos tan pocos. Una especie de camaleones en peligro de extinción.

Alice Basso, El Inesperado Plan de la Escritora sin Nombre

miércoles, 28 de noviembre de 2018

LAS QUE TIENEN QUE SERVIR Y AGUANTAR



En ese jueguecito de Cómo-tener-ocupada-a-su-asistencia-domiciliaria-durante-tres-cuartos-de-hora, Marcel Mauvinier, antiguo propietario de una tienda de electrodomésticos, se había hecho el rey. Manelle siempre se preguntaba por qué la palabra sirviente no sería solo del género femenino. Echó un segundo vistazo a la lista de encargos, haciendo un esfuerzo por adivinar dónde ese vicioso había podido ocultar hoy el billete de cincuenta euros. Habría apostado que en el ficus. El billete se había convertido en el grial diario de Manelle. Descubrir su ubicación suponía un desafío para la joven, y daba un toque picante a los cuarenta y ocho minutos que la esperaban. Un año antes, cuando había descubierto por primera vez la guita inocentemente puesta encima de la mesilla, se había quedado paralizada al ir a coger el billete. Las palabras peligro y terreno minado emitían destellos furiosos dentro de su cabeza. Aquel billete de cincuenta euros, bien visible y todo estiradito en medio del tapete de la mesilla, olía un poco a chamusquina, para ser honesta. Marcel Mauvinier no era de los que se dejaban olvidado el dinero suelto, y menos aún un billete semejante. Sin embargo, durante unos segundos, Manelle había pensado en todo lo que habría podido hacer con una cantidad como esa. Restaurantes, cines, ropa, tiendas, zapatos habían desfilado por su cabeza. Por un instante, habían cautivado su pensamiento cosas tan concretas como ese par de sandalias fosforito que había visto el día anterior en el escaparate del San Marina rebajado a 49,90 euros. Finalmente, la chica había decidido ignorar el billete, hacer la cama y salir de la habitación sin volver a mirar aquellos cincuenta euros puestos encima del joyero de encaje que parecían burlarse de ella. Marcel Mauvinier había dejado de contemplar la pantalla de la tele para asomar su nariz por la cocina. «¿Va todo bien?», había preguntado el viejo mientras ella rellenaba el formulario de asistencia. Nunca hasta ese día el viejo se había preocupado por su bienestar. «Sí, todo va bien», había respondido ella sosteniéndole la mirada. «Sin problemas, ¿no?», había añadido él, receloso, trotando a pequeños pasos hasta el dormitorio. «¿Es que debería haber algún problema?», melindreó ella a sus espaldas. La visión de aquella cara desconcertada que licuaba sus rasgos mientras ella regresaba a la cocina había satisfecho a Manelle. Un desconcierto que, a sus ojos, valía mucho más que cincuenta cochinos euros.

Desde entonces, el billete con la numeración U18190763573 —‌la chica había comprobado en varias ocasiones ese número para verificar que se trataba siempre del mismo— viajaba por todo lo largo y ancho del piso de Marcel Mauvinier. Someter a Manelle al suplicio de la tentación parecía haberse convertido en una de las razones de vivir para aquel viejo. Las cámaras habían hecho su aparición un poco más adelante. Ni más ni menos que una auténtica red de cámaras en miniatura cabalmente diseminadas de modo que cubriesen la casi totalidad de los ciento diez metros cuadrados. La joven había contabilizado cinco. Una en la cocina, otra en el dormitorio, otra que abarcaba todo lo largo del pasillo, otra en el cuarto de baño y una más en el salón. Cinco ojos negros y fríos que no se perdían el menor de sus gestos y movimientos. En cierta ocasión había sorprendido al viejo vicioso visionando las grabaciones de la víspera. A la mínima oportunidad que tenía, Manelle cegaba aquellos cíclopes en miniatura. Un objeto desplazado inopinadamente para obturar el visor o, más a menudo, un desafortunado golpe dado sin querer con la bayeta tenían como objetivo desviar el ángulo de la cámara hacia el suelo o hacia el techo. Insidiosamente, el octogenario había caído en su propia trampa al crearse aquella adicción idiota, consistente en tratar de pillar in fraganti a su asistenta domiciliaria en el momento justo de robarle el dinero. Ni una sola vez Manelle había hecho alusión a ese billete viajero, cosa que seguía dejando perplejo a Mauvinier e irritándolo sobremanera. Varias veces había intentado la joven darle la vuelta al billete o doblarlo en cuatro, con el fin de hacerle ver al viejo que no era víctima de sus tejemanejes, pero finalmente había creído que lo mejor sería devolverle el suplicio al remitente ignorando aquellos cincuenta euros. Así pues, cada día la esperaba el billete. Sobre la alfombra del cuarto de estar, sobre la cubierta de la lavadora, sobre el frigo, atrapado entre dos libros, puesto al lado del teléfono, en el mueble de los zapatos, encima de una pila de toallas dentro del armario del cuarto de baño, en la cesta de la fruta, entremetido entre la correspondencia. O, como hoy, cerca del ficus que tenía que regar. El billete se encontraba medio deslizado debajo del tiesto de barro cocido. Mientras subía el correo después de haberlo recogido del buzón, Manelle se preguntó de repente, no sin cierta inquietud, cuál sería la reacción de Marcel Mauvinier si un día terminaba por cansarse de esos jueguecitos y se metía definitivamente el billete en la cartera. Había acabado por encariñarse con ese billete de cincuenta euros que daba a sus tareas domésticas un cierto aire de intriga y de búsqueda del tesoro. A las 9.45 en punto, una vez finalizado su trabajo, la asistenta domiciliaria se quitó la bata y firmó su formulario de presencia laboral. Como se lo había visto hacer muchas veces, ella sabía que en ese preciso momento Marcel Mauvinier sacaba del bolsillo de su chaleco el cronómetro que llevaba allí medio escondido, con el fin de asegurarse de que los cuarenta y ocho minutos se habían cumplido escrupulosamente.

Jean-Paul Didierlaurent, El Resto de sus Vidas

martes, 27 de noviembre de 2018

EL DOCTOR PROCTOR Y LOS POLVOS TIRAPEDOS



Enviado por Pedro:

Había una vez una hermosa princesa que vivía en un palacio rodeado de un jardín repleto de rosas y orquídeas. Pero eso es otra historia. Esta trata de pedos. Pero no de esos pedetes que sueltas sin que nadie se dé cuenta. No, aquí estamos hablando de pedos como cañonazos, de pedos que revientan los pantalones y lanzan a los niños por los aires.

Esta es la historia de Tapón, un niño diminuto, pelirrojo de un rojo chillón, que se ha mudado a la calle de los Cañones. Allí viven también unos malvados gemelos, Truls y Trym, los matones oficiales del colegio; Lise, que pronto se hará su amiga, y el doctor Proctor, que se define a sí mismo como un científico casi chiflado y cree que sus inventos son poco prácticos.

Su última creación son unos polvos que sólo sirven para tirarse pedos. A Tapón se le ocurre modificar la formula para vender petardos a los niños. Lo malo es que se equivocan, y el resultado se lo querrán vender a la Nasa, hasta que se enteran los padres de los gemelos…

Si a esto añadimos una rata de agua de Mongolia, un flan de metro y medio, una anaconda hambrienta suelta en la red de alcantarillado, y una historia de amor imposible, la diversión está asegurada al unir los elementos escatalógicos con las situaciones disparatadas y el humor.

Esta historia de Jo Nesbø, el famoso autor novela de novela negra, comienza  el año 2007, cuando su hija le pidió que le explicara un cuento mientras cenaban, y la serie tiene ya varios volúmenes.

lunes, 26 de noviembre de 2018

UN DÍA CUALQUIERA


Hace tiempo que nos odiamos.
Es mutuo, supongo. A él nunca le he gustado. La diferencia es que ahora, desde que mi madre no está, ya ni siquiera lo disimula. Yo tampoco lo hago, la verdad. Pero por lo menos intento controlarme. Sé que, a las malas, llevo las de perder, porque ser menor de edad limita mucho, así que me trago la rabia y me aguanto. Aunque controlarme me cuesta casi tanto como escribir en esta mierda. Una Olivetti que debería estar en un museo y que, sin embargo, mi padre me obliga a usar cada vez que tengo que entregar un trabajo de clase. Como el que supuestamente estoy escribiendo ahora.
¿Que describa cómo es un día con mi familia? ¿Otra vez? Llevo escribiendo sobre los mismos temas desde que empecé el colegio. Siempre lo mismo, aunque los de literatura le den alguna que otra vuelta para que suene diferente. Total, luego sólo buscan las faltas y nadie lee una mierda entre líneas. Pongas lo que pongas… Esta vez se supone que nos toca construir una corriente de conciencia, algo que no tengo muy claro en qué consiste y que, según el de lengua, se resume en «dejarse llevar». Lo malo es que, si me dejo llevar, puede que me rinda y acabe estallando. Eso es lo que pasarla, que no contendría ni un minuto más las ganas de decirle a mi padre cuánto lo detesto, cuánto daño me hace, cuántas ganas tengo de perderlo de vista para siempre.
Cuando le conté a Raúl que en esta redacción iba a pasar de los topicazos habituales, se sorprendió. Normalmente, en un trabajo así, evitaría ser honesto y me limitaría a hablar de lo estupendos que son mis hermanos, de lo mucho que echo de menos a mi madre, de lo que nos gustaba hacer a todos juntos cuando ella seguía aquí. Si ésta fuera la misma redacción de los demás cursos, dibujaría de nuevo el retrato de la familia hiperfeliz que todos ven en nosotros. Todos menos yo, claro, que debo de ser un asocial y un raro, pero que de hiperfeliz no tengo nada. De todos modos, no creo que sincerarse aquí sirva de mucho. Mientras que las tildes estén en su sitio, seguro que lo demás no importa demasiado. Raúl dice que no, que el de lengua de este año es diferente —en eso tiene razón: no entendemos nada de lo que nos cuenta— y que hasta puede que le mole lo de mi experimento literario. ¿O es biográfico? Joder, qué difícil es poner las interrogaciones con este trasto.
Me canso. Es un rollo tener que golpear las teclas con tanta furia para que se marque la tinta sobre el papel. Y eso que a mí, furia hoy no me falta. Ni hoy ni casi nunca… Echo de menos la línea roja esa tan cómoda del Word, la que te avisa cuando cometes un error y evita que el profesor de turno te baje la nota. «Así aprendes a escribir como Dios manda», dice mi padre, que cada vez que pronuncia esa palabra parece que se hubiera comprado a Dios para él solito. Y no sé cómo coño escribe Dios, pero seguro que no lo hace como yo, peleándose con una Olivetti del siglo pasado… Claro que Dios no tiene a mi padre encima todo el día, dándole la brasa con lo que debe y lo que no debe hacer. Con lo que está bien y con lo que está mal. Con lo que le gusta (casi nada) y lo que no le gusta (casi todo) Dios, a su lado, debe de ser un liberal de la hostia. Fijo.
A mi madre también la sacaba de quicio, aunque ella no lo expresara demasiado. O tal vez sí lo hacía y yo no me di cuenta hasta muy tarde, no sé, es que la infancia es una mierda, no te enteras de nada y luego, de repente, te salta todo a la cara, como si con los quince te dieran una entrada gratis para el infierno. Toma, aquí la tienes: la puta realidad. Lo que me cabrea es no haberme despertado antes, cuando ella todavía estaba viva y sí tenía sentido ponerse de su lado, darle la razón en los combates que imagino que tuvo que librar sola. Porque yo era un crío bobo y tontorrón —inocencia, lo llaman— que no se enteraba de nada de lo que sucedía en su propia casa. Ignacio sí que se daba cuenta de todo, claro, porque siendo el mayor de los cuatro tuvo que despertarse mucho antes, aunque estuviera demasiado ocupado deslumbrando a todo el mundo con sus dieces como para prestarnos atención a los demás.
—¿Vas a parar o no? Venga, tío, déjalo ya, que mañana tengo un examen importante.
Está intentando estudiar —cómo no— y le molesta el ruido de la máquina. Desde que ha empezado la universidad se ha vuelto aún más insufrible que de costumbre… Sólo por eso merece la pena seguir escribiendo, para evitar que mi hermano, el hombre diez, conquiste su nueva mención de honor en ese palmarés que mi padre nos restriega tan a menudo. «Eso sí que son unas notas como Dios manda» y de nuevo me pregunto si Dios tendrá un baremo de calificaciones o si por allá arriba no le preocuparán lo más mínimo mis boletines de la ESO. «El Bachillerato ya no es un juego, Marcos. Recuérdalo», me dijo mi padre al empezar este curso, y luego me dio una palmada supuestamente amistosa para jugar por una décima de segundo al viejo severo pero enrollado. El padre que sabe cómo tienes que ser, porque se ha agenciado una línea directa con Dios desde la que le dan todos los datos. Una especie de GPS bíblico que nadie debería saltarse nunca. Ignacio, desde luego, cumple bien el modelo. Yo, me temo, ni siquiera me acerco.
¿Los otros? Bueno, los otros dos no son geniales, pero tampoco molestan demasiado. Adolfo todavía es un crío. Con doce años está a un paso de darse de bruces con la realidad, pero de momento sigue creyéndose el buenrollismo dictatorial de mi padre. Y Sergio, no sé, a Sergio sólo le llevo un año y es un tío callado, muy discreto, nunca se puede adivinar qué está pensando. Pero estar en silencio no molesta, y ser un crío tampoco, así que mi padre no se mete demasiado con ellos. Con joderme a mí, él y su Dios ya tienen suficiente.
—¿Lo dejas de una vez?
Ignacio sube el tono —siempre lo hace: le encanta provocar la tensión hasta hacerla estallar— y yo, fingiendo no oírle, escribo cada vez más deprisa. Las teclas suenan brutales sobre el papel. Golpean. Hieren. Humillan. La tinta casi hace sangrar el folio mientras mi hermano, cada vez más rayado, exige silencio.
—Tengo que estudiar. —Intenta quitarme los dedos del teclado, pero me basta un solo manotazo para apartarlo—. ¿No me escuchas o qué?
Mi padre, con su radar habitual para las broncas, viene hasta mi cuarto y le da la razón. Se planta junto a mí mientras Ignacio sigue gritándome. Está rabioso. Mucho. Le ha dolido comprobar que sigo siendo más fuerte que él. Que no me aguantaría ni medio asalto. Al fondo, mis hermanos se asoman desde sus cuartos para saber qué ocurre. Acojonados, claro. Como siempre. Pero hoy ya me da igual. Hoy todo me da igual.
—¿No has oído a tu hermano, Marcos?
Asiento sin abrir la boca mientras continúo peleándome con la Olivetti para acabar esta maldita redacción en la que se supone que tenía que contar cómo era mi familia. ¿Que cómo somos? Somos como Dios manda. Eso seguro… Si no sintiera tanta rabia creo que hasta me reiría. ¿No te hace gracia a ti también, papá?
La bronca —gracias a las voces de ambos— es ya monumental. El ruido de las teclas, ensordecedor. Cada letra suena como si fuera una bala. Un disparo. Un maldito disparo con el que me encantaría poder mandarlo todo a la mierda de una vez. Mi padre me da un ultimátum y yo accedo a dejar de escribir. Me trago la bilis y le digo que vale, que se espere un segundo, que sólo me queda cerrar este trabajo con una línea más. Sólo una línea más.
—¡Que dejes de ya de provocarme, joder!
La bofetada de mi padre me para en seco. Contundente. Brutal. Como a él le gustan. Me aguanto las lágrimas —no pienso dejar que me vea llorar— y, mientras me imagino el placer de estallar y devolverle el golpe, pongo el punto final a este maldito texto.

Trabajo para la asignatura de Lengua
Castellana y Literatura I
Alumno: Marcos Álvarez
Curso y grupo: 1.º Bachillerato E
(IES Rubén Darío)

Fernando J. López, La Edad de la Ira

FINALISTA PREMIO NADAL 2010

domingo, 25 de noviembre de 2018

NOLI ME TANGERE



Había cogido el autobús para ir al embarcadero aquella misma mañana. La pequeña maleta que llevaba no pesaba demasiado y, afortunadamente, no tuvo que detenerse para hablar con nadie de camino a la estación. Una vez en el autobús, después de comprar el billete y de respirar con algo más de tranquilidad al verificar que nadie se acercaba a ella con la intención de averiguar qué era lo que estaba haciendo y adónde se dirigía, decidió que lo mejor sería sentarse cerca del conductor e, inmediatamente, abrir un libro para esconderse dentro y no apartar los ojos de él hasta haber llegado a su destino.
Cuando el autobús se puso en marcha, se fijó en los demás pasajeros: un hombre de unos sesenta años se había sentado al otro lado del pasillo, en la segunda fila, junto a la ventana, y cuando sus miradas se cruzaron él sonrió abiertamente en su dirección, como si conociera a Julia desde hacía tiempo pero estuviera intentando ser discreto. Aunque lo cierto era que no se conocían en absoluto. Detrás de ella, tres asientos más allá, una pareja había comenzado a discutir en el mismo instante en que arrancaba el motor. Seguramente habían empezado a pelearse ya en la calle o quizá incluso antes, en su casa. Si pusiera un poco de atención, podría entender por qué discutían y qué era lo que se estaban diciendo con voz ronca en parte por el sueño del que todavía no se habían desprendido del todo y en parte por los esfuerzos que hacían los dos por disimular el tono de sus reproches. En una ocasión, Julia pudo oír claramente cómo ella decía: «¿Quieres hacer el favor de bajar la voz? ¿Es que quieres que se entere todo el mundo?»
Los demás, tres chicos de unos dieciocho años, se habían acomodado en los asientos de la última fila, donde podían estirar las piernas e incluso, como harían más tarde, encender un cigarrillo.
Una vez supo con certeza que allí dentro nadie sabía quién era, por fin pudo dejarse llevar por la velocidad de los árboles. Mantenía su libro abierto (un árbol… Otro árbol…), pero por el momento, y aunque conociera bien el paisaje de la isla, iba a dedicarse a mirar por la ventana. Todas sus dudas previas habían desaparecido, se habían evaporado, en el momento en que había comenzado el acto mismo del viaje, el movimiento. Tal vez porque, de repente, sus expectativas debían centrarse en el destino y, por ello, las personas y los objetos que se quedaban en el lugar que acababa de abandonar dejaban de tener tanta importancia. O tal vez porque la suave vibración del desplazamiento le producía una calma extraña, una espontánea entereza que le recordaba que su recorrido de las próximas horas ya no iba a depender de ella y que cualquier decisión, cualquier propósito, debía quedar pospuesto hasta el momento de la llegada.
Entre las páginas de su libro llevaba el billete del ferry que iba a sacarla de la isla en la que había vivido durante cuatro largos años. Lo cierto era que se sentía extrañamente tranquila en aquel autobús.
Casi una hora después, el vehículo comenzó a moverse más despacio. Estaba frenando. Habían llegado y la gente empezaba a recoger sus bolsos. La estación fue apareciendo poco a poco con toda la parafernalia propia de todas las estaciones de autobuses: cafetería, vitrinas amarillentas que guardan los carteles de los horarios, llegadas, salidas… Así que también ella se levantó y, tras cruzarse en el estrecho pasillo con el hombre que tan ampliamente le había sonreído al principio, bajó los dos escalones del autobús con su pequeña maleta en una mano.
—¿Te ayudo? —escuchó. Estaba decidiendo si lo mejor sería tomarse un café antes de dirigirse al embarcadero o si quizá debiera ir a los lavabos de la estación para verificar que su aspecto era aceptable. El pelo en orden, la ropa sin demasiadas arrugas… Miraba su reloj de pulsera mientras intentaba llegar a alguna conclusión, sin centrarse del todo en lo que indicaban las agujas, cuando volvió a escuchar—: Oye. Te lo estoy diciendo a ti, preciosa. Te he preguntado que si necesitas ayuda. Pienso que una chica tan delgadita como tú, con esos bracitos y esas piernecillas, no debería cargar con ninguna maleta.
Julia no estaba muy segura de que estuvieran hablando con ella. Giró la cabeza lentamente, con un deje de extrañeza en la cara, para descubrir, justo delante y más inmensa que nunca, la sonrisa de aquel hombre mayor que viajaba también en el autobús.
—No gracias —respondió—. No pesa mucho.
—¿Cómo no va a pesar, criatura? —respondió él—. Anda trae, que yo me encargo.
Julia no pudo evitar que él le quitara la maleta.
—Pero ya le he dicho que no pesa.
Estiró una mano de inmediato para recuperar su maleta, pero el hombre la retiró de repente, sin dejar de sonreír, y se la colocó a la espalda, fuera de su alcance.
—Quieta, fierecilla… Que no quiero robarte nada. ¿Es que vas a dudar de un viejo como yo?
—Devuélvame la maleta. O llamo a la policía.
Tenía que recuperar su maleta, tenía que tranquilizarse y, sólo más tarde, al cabo de unos segundos que para ella serían años de inexistencia y de terror, tendría que comenzar a maquinar nuevas tretas para no conmoverse. Para lograr que el tiempo se deslizara mansamente por encima de ella sin apenas producirle un roce en la piel.
—Pero si yo no quiero tu maleta para nada, niña. ¿Es que uno no va a poder comportarse como un caballero delante de una señorita guapa? Yo no entiendo eso de que a las mujeres ya no os guste que se os piropee ni que se os ceda la silla o el paso. Vamos, que no me lo creo… Además —dijo acercándose a ella, con la maleta aún pegada a su espalda—, yo te podría dar todo lo que me pidieras. Todo, reina. ¿Quieres verlo? Mira…
Julia intentó alejarse del hombre, pero no podía hacer nada mientras él no le devolviese su maleta.
—Quiero que me deje en paz.
—¿Te gusta el oro, reina?
Ella miraba a su alrededor, en busca de alguien que viera lo que estaba sucediendo, y no se fijó en cómo él sacaba con disimulo de uno de los bolsillos de su chaqueta una increíble acumulación de pulseras, cadenas y pequeños objetos dorados que, al quedar sobre sus dedos un tanto temblorosos, se movían y chocaban entre sí como seres vivos retorcidos e informes.
—¡Yo no quiero nada de eso! —exclamó mientras retrocedía unos pasos.
—¿Por qué no vamos un momentito los dos juntos a los servicios? —le preguntó él entonces, acercándose de nuevo a Julia, ahora con unos labios menos sonrientes y mucho más separados, y aún mostrándole aquel montón de pulseras y cadenas—. No vamos a tardar nada. Todo muy rapidito… Anda, vamos… No te lo pienses más. Todo esto va a ser para ti si lo quieres. Y ya verás como te va a gustar…
—Déjeme en paz —murmuró ella mientras retrocedía dos pasos más.
Pero él volvió a acercarse:
—¿Qué te pasa, boba? Si sólo es un momentito. Allí, en los baños… Nadie se da cuenta de nada y yo te regalo esto, todo esto, para ti. Venga, boba. Si no es nada malo. Y con el gustito que da…
Julia entonces comenzó a encogerse y a doblarse sobre sí misma como si estuviera a punto de dejarse caer al suelo y, cruzándose de brazos, gritó:
—¡Quiero que me deje en paz!
El hombre dejó de sonreír y al instante, al comprender que su voz podría atraer hacia ellos la atención de los demás viajeros, escondió en el bolsillo de su chaqueta la mano en la que sostenía todas sus riquezas doradas.
—Más tarde te vas a arrepentir… —dijo. Y a continuación soltó la maleta de Julia, que cayó de golpe al suelo—. Tampoco es para ponerse así. Vamos, digo yo.
Ella llevaba escrita en un papel la dirección a la que debía dirigirse cuando bajara del ferry. Había buscado aquel trozo de papel arrugado tantas veces, y tantas veces había repasado el nombre de la calle, los números de teléfono, que se los sabía de memoria. Y fue al recordar aquellas ocasiones, al revivir el pánico que la había llevado a aferrarse con desesperación a unos números de teléfono, cuando Julia cerró los ojos con fuerza y, en un segundo, volvió a tenerlo todo encima: el olor ácido que despedía el hombre que se había quedado en su casa y del que debía huir, el color oscuro de sus trajes, el temblor de sus manos y de su boca, las palabras, los gestos, el tono quemado de su piel… En un segundo sintió que él, de nuevo, se había subido sobre ella, sobre su vientre, para poner las manos inmensas sobre su pecho, y supo que no iba a poder soportarlo más. Los ecos de la estación estaban desapareciendo, la gente que subía y bajaba de los autobuses ya no existía… No había conductores ni personas ni maletas que trasladar de un lugar a otro, ni horarios que cumplir. Sólo contaba aquel segundo que estaba a punto de llegar y que ella no iba a poder soportar.
Se llevó una mano a los labios, pero no pudo evitarlo, y comenzó a vomitar. Una sustancia blancuzca y espesa cubrió los dedos de su mano derecha. Para limpiarse tenía que sacar unos pañuelos de papel de uno de los bolsillos exteriores de su maleta. Así que se agachó más, rebuscó y, finalmente, después de emplear varios pañuelos, pudo deshacerse de la cálida suciedad de su propio vómito. Quiso eliminar también lo que había caído al suelo. Estaba intentando no llorar, no debía llorar, pero le resultaba imposible contener unas lágrimas que parecían venir asociadas a la misma náusea.
—¿Estás bien, hija? —Julia elevó la cabeza mientras conseguía cerrar la cremallera del apartado en que había vuelto a guardar su pequeño paquete de pañuelos. Distinguió a dos mujeres que se inclinaban hacia ella, con un gesto de preocupación en la cara.
Ella se puso de pie y se pasó el borde de una mano por los ojos.
—Estoy bien, gracias —dijo.
—¿Seguro? ¿Quieres que te acompañemos a algún sitio?
Miró a su alrededor. El hombre se había ido. Así que se agachó para recoger su maleta, e intentó sonreír, pero notó cómo los ojos se le humedecían otra vez, y supo que en esa ocasión no le iba a resultar tan sencillo retener el llanto. Levantó tímidamente una mano para despedirse de las dos mujeres sin pronunciar una sola palabra, y caminó hacia los lavabos adivinando, más que viendo en realidad, por dónde debía ir. Atravesó una estación que súbitamente se había llenado de extrañas formas curvas y de colores borrosos. Una y otra vez se pasó los dedos por los ojos, y una y otra vez éstos volvieron a empaparse, completamente indiferentes a la voluntad de Julia de dejar de llorar. Indiferentes a todos sus esfuerzos.
Cuando llegó a los lavabos, comprobó con cierto alivio que no debía introducir ninguna moneda para que las puertas se abrieran. No había mucha gente, lo que también hizo que se sintiera algo mejor. Sólo dos chicas que se hablaban en voz muy baja mientras terminaban de lavarse las manos, y la mujer que se encargaba de la limpieza y que le había dado los buenos días al entrar.
—Cualquier cosa que necesite, más papel o jabón o lo que sea, tiene que pedírmelo a mí —dijo mientras se levantaba del taburete en el que había estado sentada hasta entonces—. ¿De acuerdo? ¿Me ha entendido?
Ella hizo un rápido movimiento con una mano indicando que sí, que había comprendido el mensaje a la perfección, e inmediatamente después alcanzó uno de los baños.
Pero la mujer de la limpieza estaba decidida a ir detrás de ella:
—Oye… —volvió a decir—. Chica… ¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?
Julia se giró. De nuevo intentó sonreír y, de nuevo, lo único que consiguió fue llorar más mientras negaba con la cabeza repetidas veces.
Todo lo que deseaba era poder encerrarse en ese baño, dejar la maleta en el suelo y repasar la dirección del lugar al que debía dirigirse. El lugar en el que sabrían cómo portarse con ella, en el que le dirían cómo evitar aquellos vómitos, aquel miedo terrible, y en el que sabrían también cómo portarse con él.
Unos minutos más tarde, ya sola, se puso una mano en la frente y suspiró. Lo que tenía que hacer ahora era subir a aquel ferry y dejar atrás la isla para siempre. Se secó los ojos con los dedos, y leyó algunos de los textos escritos con bolígrafo en las paredes y en la puerta del baño.
—No me toques… —murmuró.
Comenzó a mecerse a sí misma muy lentamente.
«No me toques…»
Quizá no necesitara llorar más.
Pilar Adón

viernes, 23 de noviembre de 2018

EL REY RECIBE



Enviado por Pedro:

Barcelona, 1968. Rufo Batalla recibe su primer encargo como plumilla en un periódico: cubrir la boda de un príncipe en el exilio con una bella señorita de la alta sociedad. Coincidencias y malentendidos le llevan a trabar amistad con el príncipe, que le encomienda, entre otras cosas, escribir la crónica de su peculiar historia. El opresivo ambiente de la gris España franquista pronto se quedará pequeño para Rufo, que viajará a Nueva York con poco dinero, grandes esperanzas y el difuso objetivo de hacer algo emocionante con su vida.

                Rufo Batalla será testigo de los fenómenos sociales que se inician en los años setenta, como la igualdad racial, el feminismo, el movimiento gay o el desplazamiento de los grandes centros culturales y la deriva de la cultura hacia nuevas formas de expresión, fenómenos que en buena parte hicieron del presente lo que es hoy. Y dejará constancia, no tanto de los hechos como de la forma en que lo vivieron quienes los presenciaron.

                Con la conocida unión de maestría narrativa y refinamiento estilístico del autor, personajes reales e imaginarios, típicos del universo de Eduardo Mendoza, se dan la mano en esta novela, brillante inicio de la trilogía Las Tres Leyes del Movimiento, que recorrerá los principales acontecimientos de la segunda mitad del siglo XX. Con un tono humorístico, realiza una crítica de nuestro entorno y nuestra historia: el marxismo, el psicoanálisis, los derechos civiles, las libertades individuales, el mayo del 68, el feminismo, la contracultura de los años 70... Por medio, guiños a la estética pop del momento: los Beatles, el gato Fritz de Robert Crumb, etc..

La novela cuenta con dos de las características de Mendoza: la creación de personajes y relaciones, entre el realismo y un humor paródico, bordeando lo absurdo y lo inverosímil, y el desarrollo de digresiones sobre el contexto del relato.

PREMIO CERVANTES 2017

jueves, 22 de noviembre de 2018

CUÉNTAME UNA HISTORIA


Las historias que no se cuentan caen en el olvido y horadan la memoria. Eso lo sabía bien Heródoto de Halicarnaso, «el padre de la historia», como lo llamó Cicerón. El primer historiador publicó sus «investigaciones» con el fin de que «no llegue a desvanecerse con el paso del tiempo la memoria de las gestas de los hombres». Viajó por todo el mundo conocido, indagando, preguntando, observando… y recopiló sus «historias», es decir, el informe de sus indagaciones —según la traducción fiel del griego—, en una obra grandiosa que ha pasado a la posteridad con el desnudo título de Historia.

Ante la obra de Heródoto, las diferentes ediciones titubean entre llamarla Historia o Historias. A mi juicio, aquí el número gramatical es indiferente, pues el infatigable viajero de Halicarnaso quiso hacer las dos cosas: contar historias e interpretar la historia. La primera tarea lleva a la segunda y la segunda ayuda a entender la primera. Las historias conforman la historia y ésta da sentido a aquéllas. El plural y el singular se necesitan mutuamente.

Muchos han criticado el método utilizado por Heródoto. Lo consideran poco científico, poco histórico, poco profesional. Pero lo hacen a toro pasado, no tienen en cuenta que el que abre camino no dispone del mapa de carreteras que está confeccionando, que, como decía el historiador italiano Arnaldo Momigliano, «no hubo ningún Heródoto antes de Heródoto». Yo, sin embargo, admiro profundamente al pionero de Halicarnaso porque supo conjugar el trabajo de campo con la reflexión histórica, porque fue honesto presentando las pruebas como pruebas y las habladurías como tales, y porque te hace, en fin, admirar la historia. En este sentido, Heródoto es más que un historiador; es un historiófilo, un amante de la historia, como un filósofo es un amante de la sabiduría o un filólogo lo es de la palabra.

El amante de la historia se echa a los caminos. Así, el «Marco Polo de la antigüedad», como lo llamará el helenista Jaime Berenguer, viaja hasta los confines del mundo, desde Iberia hasta Babilonia y desde el Alto Nilo hasta el norte del mar Negro, para investigar, preguntar, indagar las historias de los diferentes pueblos, sus costumbres, sus creencias, sus construcciones, sus formas de vida, sus victorias y sus derrotas… con tal de entender por qué los bárbaros lucharon contra los griegos, por qué entraron en liza Oriente y Occidente, por qué la paz se cobra tanta violencia, por qué los hombres se empeñan en ser como dioses.

Contar historias llevará a Heródoto a intentar formular una ley general de la Historia. Los acontecimientos parecen ir a la deriva, incluso, muchas veces, resultan contradictorios; no obstante, siempre tienden al equilibrio. Se trata de la «ley del ciclo» que el historiador pone en boca del rey Creso: «en el ámbito humano existe un ciclo que, en su sucesión, no permite que siempre sean afortunadas las mismas personas» (I, 207). A un momento de esplendor le sigue tarde o temprano la desgracia; la soberbia, la altanería, el exceso, la prepotencia (hybris, en griego) provocan lo celos o «envidia divina» (theios phthónos). La desmedida del hombre soberbio le lleva irremediablemente a caer en el error, la ceguera y sordera de espíritu (ate) y, como consecuencia, es castigado por los dioses, porque existe una ley transhistórica, que rige la historia, cuyo cometido es poner las cosas en su sitio cuando los hombres sobrepasan los límites. Esta norma no escrita se puede formular de una manera más cercana: la felicidad humana no dura para siempre porque la divinidad envidia al hombre excesivamente feliz.

Para exponer esa ley universal e inquebrantable Heródoto echa mano de un concepto que sus contemporáneos entendían bien: el Destino. El equilibrio, por lo general en forma de castigo, se impone siempre valiéndose de pretextos aparentemente nimios. El Destino utiliza hombres particulares para provocar enfrentamientos entre pueblos, para desatar enemistades entre naciones, para hacer saltar la chispa de la guerra. Frecuentemente se manifiesta en un oráculo o un sueño; cuando eso ocurre, la historia alcanza un momento crítico que se resuelve, como en las obras de Sófocles, de forma trágica.

La guerra suele ser el medio tanto de desequilibrar los acontecimientos como de generar el equilibrio; sin ella, probablemente, no habría historia; sin ella, probablemente, Heródoto no habría escrito su Historia, en la que, como seguimos leyendo en el Proemio, quiere «exponer con esmero las causas y motivos de las guerras que se hicieron mutualmente» los griegos y los bárbaros. La guerra obedece a la ley de la historia, pero su origen hay que buscarlo en un deber sagrado inscrito en el corazón humano: la venganza.

Tres siglos antes, Homero había explicado estas mismas ideas componiendo una gran epopeya: la Ilíada, donde los griegos se embarcan contra Troya por desquite de una afrenta sufrida por uno de los suyos. Heródoto lo va a intentar de forma no poética, sino racional, aportando datos, investigando, escribiendo historias que demuestren que existe una Historia, por eso, es a él a quien con todos los honores le corresponde el título con que le bautizó Cicerón.

Sea o no válida la ley que establece Heródoto, lo que no puede someterse a discusión es que su obra tiene un gran atractivo. Ya lo tuvo para los antiguos, quienes la dividieron en nueve libros y pusieron a cada uno el nombre de una Musa (lo que denota su inestimable carga literaria), y lo tiene también para nosotros, más necesitados que ellos de que nos cuenten historias. Ellas nos llevarán hasta nuestros orígenes y harán que no se nos olvide quiénes somos.

Leer a Heródoto no es únicamente mera curiosidad —y, por supuesto, un gran placer—, sino también una necesidad de nuestro tiempo; no sólo porque, como dice Alain Minc, «la historia nos tiene cogidos por la garganta», sino porque no podemos dejar que nos ahogue. El olvido, contra el que lucha la disciplina que cultivó el de Halicarnaso, nos devuelve a un estadio prehumano, mientras que la memoria nos hace humanos porque ella conforma el alma de la humanidad.

Heródoto es un contador de historias. Nos ofrece un mosaico precioso compuesto de narraciones o logoi, cuya base histórica a veces no está muy clara. Pero eso no importa; lo que importa es que el indagador ha registrado lo que ha visto con sus propios ojos (autópsia) y lo que han referido las personas con las que ha hablado: todo ello conforma lo que ha quedado en la memoria de las gentes y eso constituye la verdadera historia. Hemos de tener en cuenta que, en ocasiones, la memoria desdibuja la realidad y da lugar a leyendas o mitos, cuya relación con la historia nadie es capaz de ponderar en su justa medida.

Digámosle a Heródoto: «Cuéntame una historia», y vayamos de su mano a recorrer el mundo antiguo, tan lejano y tan cercano, tan viejo y tan nuevo, tan asombroso y tan bello. Después de cada historia intentemos sacar alguna enseñanza de la que es, una vez más en palabras de Cicerón, «magistra vitae», maestra de la vida.

Carlos Goñi

miércoles, 21 de noviembre de 2018

TRAMA PARA UNA HISTORIA DE SHERLOCK HOLMES



Esta trama para un cuento jamás escrito de Sherlock Holmes fue descubierta por Hesketh Pearson, que lo incluyó en su biografía de Conan Doyle.
Una joven visita a Sherlock Holmes, presa de una gran angustia. Se ha cometido un asesinato en su pueblo: su tío ha sido encontrado muerto de un balazo en su dormitorio, y todo hace pensar que le dispararon a través de la ventana. Su novio ha sido arrestado. Se sospecha de él por diferentes motivos:
1) Había tenido una discusión violenta con el anciano, que había amenazado con cambiar su testamento —a favor de la joven—, si volvía a hablar alguna vez con él.
2) Se encontró un revólver en casa del novio con sus iniciales grabadas en la culata, y con una bala de menos. La bala extraída del cadáver del anciano encaja con dicho revólver.
3) Posee una escalera ligera, la única que hay en el pueblo, y las huellas de las patas de la escalera se ven en la tierra que hay debajo de la ventana del dormitorio, mientras que una tierra similar (fresca) aparece en los extremos de la escalera.
Su única respuesta es que jamás ha poseído un revólver, y que había sido descubierto en el cajón del sombrerero de su recibidor, donde a cualquiera le habría resultado fácil dejarlo. En cuanto a la tierra de la escalera (que él no ha usado en un mes) carece de explicación.
Sin embargo, y sin hacer caso de estas pruebas incriminatorias, la muchacha insiste en creer que su novio es inocente, al tiempo que sospecha de otro hombre que también ha intentado seducirla, aunque no tiene ninguna prueba en su contra, excepto que la intuición le dice que es un villano que no se detendría ante nada.
En compañía del detective a cargo del caso, Sherlock Holmes y Watson se dirigen al pueblo a inspeccionar el lugar del crimen. Las marcas de la escalera atraen de forma especial la atención de Holmes. Medita —mira a su alrededor— y pregunta si hay algún sitio donde se podría ocultar algo grande. Lo hay: un pozo de agua en desuso, y que no ha sido inspeccionado porque en apariencia no falta nada. No obstante, Holmes insiste en que se inspeccione el pozo. Un niño del pueblo se presta a bajar con una vela. Antes de descender Holmes le susurra algo al oído... el chico se muestra sorprendido. Entonces lo bajan y, a una señal, lo vuelven a subir. ¡Trae a la superficie una pareja de zancos!
—¡Santo cielo! —exclama el detective—. ¿Quién habría esperado esto?
—Yo —replica Holmes.
—Pero, ¿por qué?
—Porque las marcas en la tierra del jardín fueron hechas por dos palos perpendiculares... Las patas de una escalera, que se halla inclinada, habrían producido unas depresiones más pronunciadas hacia la pared.
El descubrimiento eliminaba el peso de la prueba de la escalera, aunque aún quedaban las otras.
El siguiente paso, de ser posible, era rastrear a la persona que había utilizado los zancos. Pero ésta se había conducido de forma muy cauta y en dos días de búsqueda no fue posible descubrir nada.
En la vista preliminar el jurado encuentra culpable al joven... pero Holmes sigue convencido de su inocencia. En tales circunstancias, y como última esperanza, decide emplear una estratagema extraordinaria.
Holmes se marcha a Londres y regresa la noche anterior al día del entierro del anciano. Watson, el detective y Holmes se dirigen a la cabaña del individuo del que sospecha la muchacha, y llevan con ellos a un hombre que Holmes ha traído de Londres, el cual ha adoptado un disfraz que le convierte en la viva imagen del viejo asesinado: cuerpo marchito, cara arrugada y cenicienta, gorro y todo lo demás. También va provisto de la pareja de zancos.
Al llegar a la cabaña el hombre disfrazado se monta en los zancos y se dirige hacia la ventana abierta del dormitorio del otro, al tiempo que grita su nombre con voz espantosamente sepulcral. El individuo, que ya está medio loco por los terrores de la culpabilidad, corre a la ventana y contempla bajo la luz de la luna el terrorífico espectáculo de su víctima que avanza hacia él. Retrocede lanzando un aullido al tiempo que la aparición, que se acerca a la ventana, dice con la misma voz sobrenatural:
—¡Tal como tú viniste a matarme, ahora vengo yo por ti!
Cuando el grupo corre escaleras arriba, hacia su cuarto, el tipo se lanza a sus brazos, aferrándose a ellos, jadeando y señalando hacia la ventana, donde la cabeza del muerto mira con ojos coléricos, y entonces grita:
—¡Sálvenme! ¡Dios mío! Ha venido a matarme tal como yo lo maté a él...
Se derrumba después de esta escena dramática y realiza una confesión total. El talló la culata del revólver y lo ocultó en el lugar donde lo encontraron... También fue él quien manchó las patas de la escalera con tierra del jardín del viejo. Su objetivo era quitar de en medio a su rival con la esperanza de conseguir a la muchacha y entrar en posesión de su herencia.

martes, 20 de noviembre de 2018

NICK Y EL GLIMMUNG



Ésta es la única novela juvenil de Philip K. Dick, que hasta hace poco ha permanecido inédita en castellano, y que fue publicada poco después de la muerte de su autor.

Nick está metido en un lío. Tiene un gato llamado Horace, y los gatos son bastante ilegales en la Tierra. De hecho, todas las mascotas son ilegales en la Tierra y Horace ha sido denunciado al agente antimascotas. La única manera que tienen Nick y su familia de quedarse con Horace es emigrar al Planeta del Labrador. Pero en vez de aterrizar en el paraíso que habían imaginado, se encuentran en un planeta en guerra con un ente conocido como Glimmung, un conflicto en el cual Nick y Horace jugarán un papel esencial.

Es un texto fácil de leer y, en algunos aspectos, bastante curioso: nos presenta un planeta Tierra superpoblado, donde el estado se encarga de sus habitantes y trabajar, aunque no sea más que unas pocas horas a la semana, un auténtico privilegio. En este mundo las mascotas están prohibidas pues la comida escasea. Un mundo donde un profesor, gracias a la tecnología, da clases por medio de una pantalla a 10 clases de unos 75 alumnos a la vez, y en esas aulas, mediante asamblea, los alumnos deciden lo que es correcto o no.


En el mundo, el Planeta del Labrador, donde emigra la familia para evitar la ley antimascotas, vamos a encontrar una serie de criaturas extraterrestres: wubs, trobes, nunks, impresores… algunas colaboran con el ser humano; otras quieren sobrevivir a la aniquilación que trae el glimmung.

La edición que ha publicado Minotauro cuenta con otro aliciente: las ilustraciones de Phil Parks.

lunes, 19 de noviembre de 2018

AQUEL AÑO PODÍA BORRARLO SIN PENA DEL CALENDARIO



En realidad, los últimos años habrían estado mejor situados en otra galaxia, en la antimateria, o directamente en la basura.
Me alegraba de que Cloe hubiera encontrado a alguien a quien abrazar y no solo al chelo, ¡claro que me alegraba! Pero, de alguna manera, eso me convertía en un planeta en órbita diferente.
Intentaba tomarme a risa aquel vacío que sentía, más negro que uno de esos agujeros por donde se pierden hasta las estrellas, si entran. Procuraba estar siempre ocupada con algo, preferentemente urgente; por eso yo me encargaba de los bolos, de buscar las partituras, ¡de lo que fuera! Sobre todo este año, sin insti y solo con el conservatorio.
¿¿¡¡Solo!!??
Lo dicho, estoy peor que mal.
Yo también necesito alguien de carne y hueso para reposar mi cabeza y dejar de darle vueltas a esta especie de dolor sordo que me atrapa desde el estómago y me deja al borde de todos los abismos.
¡Quiero ser normal! Una más del cuarteto, como Carmen, Carla y Cloe con las caras iluminadas por una especie de felicidad serena y apasionada. ¡Madre mía, me estoy poniendo cursi! Lo dicho, me siento como un planeta disidente.
¡Un planeta disidente!
Por suerte aún puedo reírme de mí misma. Algo que todo el mundo espera de mí, naturalmente, de la pelirroja con ojos verdes, autodefinida como venus de burdel. En realidad, paria planetaria.
Y menos mal que están ellas.
Tan iguales y tan diferentes. Como los planetas, vaya. Como cuatro planetas, sin casi nada más en común que la música. Cada una con su propia órbita, sus miedos y sus traumas. Cuando ensayamos juntas tengo la impresión de ver cómo se reúnen esos cuatro planetas, con su pasado y sus partituras. Entonces, me invade la sensación de que juntas, en esos momentos, creamos un universo diferente.
Recién nacido.
¡Me estoy poniendo poética!
Me pregunto por qué voy siempre corriendo.
Bueno, más que siempre, cuando salgo de mi casa, es como si necesitase salir huyendo a toda pastilla. A veces, temo volverme medio loca, o loca completa. Menos mal que esta temporada está Pedro, y mi madre tiene razón cuando me dice: incluso vuelves a vivir en esta casa, hija. Claro que mi casa es más un hospital que un hogar en estricto sentido, si es que esto existe y no se trata solo de un invento de cuentos y novelas, de esas que Carla devora. ¿Qué le encontrará esa niña a tanta literatura?
Bueno, a la carrera, y no porque llegue tarde sino porque desayunaré con Cloe en Los Tres Reyes, ante la mirada atenta del camarero ese que nos mira como si fuéramos divas, o diosas, o algo especial.
Lo dicho, de mi casa huyo.
Estoy hasta el moño de ver a mi santa madre ejerciendo de paciente enfermera de un padre que, habrá sido un genio en pintura, pero ahora está casi muerto y no debe de enterarse ni siquiera de la cantidad de horas que se pasa ella, mi madre, la abnegada Anne, sentada a su lado, tomándole la mano y hablándole como si él pudiera entenderla.
—¿Por qué lo hace, Pedro?
—Porque se quieren, pequeñaja.
—¿Se quieren? Pero si él ni se entera.
—Eso no lo sabemos, Celia. No lo sabemos.
Pensé que, de alguna manera, nos consuela imaginar que aquel ser que fue nuestro padre, no es una momia vegetal, sino alguien «que se entera». ¿De qué? Pues eso, ponemos donde no hay todo cuanto nos gustaría que hubiera. Dicen que, justamente, en eso consiste el enamoramiento. Eso sí, ahora mi madre goza de vía libre para «poner» sobre mi padre, lo que le parezca oportuno. Total, el hombre ni lo rebatirá, ni lo negará, o sea, no se entera.
Esta misma madrugada, antes de las seis, hora de tocar diana, allí estaban, en la cristalera del antiguo estudio paterno, sentados como dos estatuas. Pedro también los estaba mirando, pero, está claro, no lo vemos del mismo modo.
¡No lo sabemos! Lo que pasa es que a todos les gustaría creer que el derrame cerebral del famoso pintor no le ha matado todas las neuronas y que, a fuerza de palabras, cariño y atención, un día de estos despertará del letargo.
¡Como si fuera la Bella Durmiente, vaya!
En serio, me temo que no soportaré mucho tiempo más ese simulacro de familia feliz donde se ha instalado mi señora madre. Ella, que renunció a su propia carrera de diseñadora para ponerse al servicio del genio.
¡Qué fuerte!

Blanca Álvarez, Silencio de Flauta

domingo, 18 de noviembre de 2018

ME ABURRO




Me aburro.
Me aburro.
¡Cómo en Roma me aburro!
Más que nunca me aburro.
Estoy muy aburrido.
¡Qué aburrido que estoy!
Quiero decir de todas las maneras
lo aburrido que estoy.
Todos ven en mi cara mi gran aburrimiento.
Innegable, señor.
Es indisimulable.
¿Está usted aburrido?
Me parece que está usted muy aburrido.
Dígame, ¿a dónde va tan aburrido?
¿Que usted va a las iglesias con este aburrimiento?
No es posible, señor, que vaya a las iglesias
con ese aburrimiento.
¿Que a los museos –dice– siendo tan aburrido?
¿Quién no siente en mi andar lo aburrido que estoy?
¡Qué aire de aburrimiento!
A la legua se ve su gran aburrimiento.
Mi gran aburrimiento.
Lo aburrido que estoy.
Y sin embargo... ¡Oooh!
He pisado una caca...
Acabo de pisar –¡santo Dios!– una caca...
Dicen que trae suerte el pisar una caca...
¿Suerte, señores, suerte?
¿La suerte... la... suerte?
Estoy pegado al suelo.
No puedo caminar.
Ahora sí que ya nunca volveré a caminar.
Me aburro, ay, me aburro.
Más que nunca me aburro.
Muero de aburrimiento.
No hablo más...
Me morí.


Rafael Alberti

viernes, 16 de noviembre de 2018

REDSHIRTS



El alférez Andrew Dahl acaba de ser destinado al Intrepid, buque insignia de la Unión Universal desde 2456. Es un destino de prestigio, y Andrew está más emocionado si cabe por el hecho de que lo hayan asignado al laboratorio de xenobiología de a bordo, lo que le dará la oportunidad de servir en misiones de desembarco junto a los famosos oficiales de la nave.

Sus perspectivas no podrían ser mejores... hasta que Andrew empieza a comprender que cada misión de desembarco implica algún tipo de enfrentamiento letal con fuerzas alienígenas, que el capitán de la nave, su oficial científico jefe, el oficial médico y el atractivo teniente Kerensky siempre sobreviven a estos enfrentamientos, y que lamentablemente, al menos uno de los tripulantes de bajo rango siempre, siempre, muere.

Por tanto no sorprende que los tripulantes de las cubiertas inferiores eviten como la peste las misiones de desembarco. Y cuando Andrew tropieza con una información que transforma completamente tanto su propia visión como la de sus compañeros de lo que realmente es el Intrepid, surgirá la arriesgada oportunidad de salvar sus propias vidas.

                Con esta novela John Scalzi realiza un original y divertidísimo homenaje al universo de Star Trek, desde el mismo título que hace referencia al uniforme de los oficiales de bajo rango de la serie original, y estos son prescindibles. Y a esa primera trama, que hemos expuesto, se le va a unir más tarde otra, ese mundo que rodea a las series de televisión, productores, guionistas y actores incluidos.

                El planteamiento es bueno, y, en muchas ocasiones, divertido, al reírse de los tópicos y convencionalismos del género, y, especialmente cuando los protagonistas (Dahl, Duvall, Hanson, etc…) creen que no son más que marionetas, y se disponen a luchar contra esa idea. Estos personajes nos hacen un guiño desde el principio, y están bien diseñados (a veces, nos recuerdan al Augusto Pérez, de la novela Niebla de Unamuno, cuando empiezan a hablar de autor y personajes).

El libro termina con tres codas o capítulos finales (narrados, respectivamente, en primera, segunda y tercera persona), donde en una de ellas critica a los malos guionistas.

PREMIO HUGO 2013
PREMIO LOCUS 2013

jueves, 15 de noviembre de 2018

DEL NACIMIENTO Y CRIANZA EN CÁDIZ DE JUAN CANTUESO


Contigo, embustes no. De ti me fío, hijo. Y si así no fuese, igual tendría que fiarme a la fuerza, como del boticario el que está malo.
Tú repara bien en lo que es ese San Tribunal bendito y ponlo todo según nos convenga. Pero si has de quitar y de inventar, inventa y quita luego, no ahora, y que te tengan por gente honrada y por mala bestia presidiaria a mí que, aun en este calabozo y con estos pies encadenados, te diré verdad sin adobos ni afeites.
Va a pesarme, eso sí, volver a cuanto ya te conté estos días atrás. Aunque no fuera mucho. Mas como me dices que no es bueno comenzar la casa por el tejado, y que ha de quedar todo en su sitio y color, pues ea, vámonos al principio, que contrimás dure mi historia mejor para mi salud, según me has dicho también, y que ese quehacer de tus papeles podría alargarme la vida: lo que es por otra cosa, nada me importa que vaya luego a saberse que yo he estado en este mundo.
Lo que sí quiero que se sepa es que no tuve que ver, y vuelvo a jurártelo, con todo aquello por lo que vienen llamándome La Fiera, por Dios que no, esas chapuzas del puto pastelero de Puerto Chico que traen revuelta a media Andalucía. Yo no, hijo, yo es que estaba allí. Y nadita más. Que lo sepas. Y que lo sepa bien tu tío, el señor alcaide… Fíjate si no es contradiós: tantas como llevo hechas y verme aquí, en cautiverio y a sentencia, por lo que no hice.
Tú ten ojo con esos papeles; hazlo todo tal cual me dijiste y te tienes tan bien cavilado, no vayamos a acabar de paseo en el potro de tormento con el de la imprenta y, si a más no viene, hasta con tu señor tío a la grupa, aun con todas sus finezas y mandos. Y que a lo mejor él, vengo oliéndomelo en más de una cosa, ya ha empezado a saberme inocente de esos crímenes de los pasteles, maldito sea ese alemán bujarrón.
Pero vamos, vámonos ya con tu historia, que es la mía.
Entérate bien.
Mi padre, natural de Córdoba según supe, se llamaba don Luis de Cantueso, mata que dicen ser de buen olor pero que para mí fue pura peste. Yo nací cuando ya habían acabado de poner como nueva la Iglesia Mayor, donde él era clérigo.
No más de ocho o diez veces lo vi, como a mis catorce años la última, que fue aquélla en que lo dejé en mitad de la calle dando gritos de «¡al ladrón!», y hablarle no le hablé nunca. Aun así, tengo su figura muy presente, con el rostro carilargo pero de buen ver. Era hombre galán, al que parecían sobrarle los hábitos. Aseado, alto, con maneras de hidalgo, el porte alegre y una buena labia que no había más que verlo recogerse el manteo, en esta esquina sí y aquélla no, para darles palique y brometas a unas y a otros, aunque sin perder la compostura ni dejar sus apariencias. Dios lo castigue.
Con esas mañas digo yo que llegaría a arrimarse a mi madre, una mozuela del arroyo, corta de talla pero de buenas carnes, tostadilla y graciosa; de seguro que, apenas beneficiársela y preñarla, mi padre ya no quiso saber más de ella.
Soy ahora casco en desguace o leño a la deriva, las greñas blanqueando, esta zanja fea de la frente que me entrecierra el ojo, encorvado el lomo y a medio desdentar: lo que se dice empezando ya a buscar la tierra como si fuese bien anciano, aunque no he de haber cumplido más de cuarentiséis, según mi cuenta, ni menos de cuarentitrés. Pero de mozo, y de hombre en todo su brío, fui trigueño, moreno de la mar y de ojos vivos, no porque yo lo diga; despierto de cabeza, de los que calan muchas cosas antes de tenerlas vistas ni aprendidas, y bien memorioso, que eso me ha ido a más en vez de a menos. Si le caí en gracia a mucha gente, fue por salir a mi madre en el donaire, y a mi padre en la buena planta y el agrado del semblante, aunque todo lo haya ido perdiendo aun antes de llegar a viejo.
Mi madre, que vivía de lo que iba saltando, me parió en la playa grande que mira a la mar de Berbería, por donde las barracas de salazón y más allá del corral de pesca, a una media legua de la Puerta de Cádiz. Para mí que, sin un techo como ella estaba, andaría igual que las gatas, buscando donde echarse a parir, y que si acudió a esa almadraba del Conde no sería por su gusto, sino por no haber dado con sitio de más arreglo.
Ya de mocillo, me dijo un hombre del arrastre que, al escoger mi cuna, juntáronsele a mi madre lo mejor y lo peor del lugar. Lo mejor, por la estación del año sin grandes calores, entre la primavera y un verano tirando a viento de poniente, y lo peor, por el aperreo y el bullerío de la levantada de los atunes, que es por ese tiempo cuando se cogen. No quise llevarle la contraria al que me lo decía, pero eso tampoco sería malo porque, fuera de las levantadas, toda aquella parte es como los desiertos del África y anda en un desamparo grande, y más todavía para quien, como mi madre, no se crio a orillas de la mar.
Mi primer berrido en el mundo lo escucharon la arena caliente y el tinglado que en ella se apañó mi madre por atrás de una barraca, hecho con lienzos de velas rotas, palitroques y cañizo trenzado con juncos de las dunas, como nido de pájaro. Y allí se quedó luego.
La ayudó en su trance una mujer de la vecindad, pues no era sólo mi madre la que andaba al abrigo de la almadraba; no me acuerdo mucho si de invierno, pero en lo demás del año sí que vi por allí cobijos parecidos de otras y de otros, cada cual viviendo solo, nadie en pareja, y quitándose de encima por lo menos los nortes, las levanteras o el solazo.
Y aquel mismo hombre, que ya le perdí nombre y cara aunque la voz se la sigo oyendo, me contaba que mi madre me tuvo a eso del mediodía y que los jaladores del atún, y quienes están a limpiarlos y a salarlos, andaban compadeciéndose al oír las voces y lamentos del parto entre el chillerío de las gaviotas; tan cerca de la faena se había echado ella que, a no ser porque los embebía el arenal, su sangre y humores al parirme se hubieran arrebujado con la sangraza de los atunes, todavía temblones y cargados en hombros por la truhanería. De ahí me vendrá, y de aquellos años playeros, que me guste el olor del pescado crudo tanto o más que el mejor perfume de la Arabia, cuando es olor que a todos disgusta, y que tampoco me haya hecho nunca gran impresión la vista de la sangre.
En la almadraba fui creciendo, y a la ciudad no iba más que cuando le daba a mi madre por llevarme para limosnear, porque yo de chico nunca quise moverme de la ribera; por las calles me veía roto y puerco, y, de piojos, raro era que no volviese con diez docenas, mientras que en la playa, aun con aquella miseria, ni había tantos ni medran porque dicen que los mata el salitre.
Así que yo me valía de todo por no dejar mis arenas, zambulladas y zapatetas, y hasta me jugaba el comer con tal de no ir a Cádiz. Allí estaba la escudilla con la sopa boba de los conventos o, como menos, un puñado de avellanas y algarrobas, si no era de castañas pilongas. Pero en la ribera, con buscarlos más lejos de las dunas y escarbar, siempre daba con uno o dos palmitos, cuando no le echaba mano a huevos de pájaros de la mar, algún pescado de la playa o, por atrás de ella, tirando bahía abajo para el castillo nuevo de Los Puntales, a un lenguado distraído de los que orillan el verdín. Y más de una mañana tiré de un cantazo con suerte alguna gaviota, que es bocado durillo y de hervir largo pero te apaña bien el buche.

Fernando Quiñones, La Canción del Pirata

miércoles, 14 de noviembre de 2018

BAILE DE ESPADAS



Aquella velada, la última de la visita oficial, el Ordo Número Tres amenizó a su nuevo prepósito con una muestra de baile de espadas. Habían trasladado la pesada silla del alojamiento del comandante y la habían colocado justo en la entrada del viejo refugio de carromatos, con balas de paja apiladas a ambos lados para que se pudieran sentar Alexios y los oficiales. Y desde su puesto al lado del prepósito, Alexios contempló el resplandor de los braseros colocados delante de la entrada, y vio el espacio vacío de la Plaza de Baile bordeado de antorchas, y las sombras que se movían en la oscuridad entre ellas, y oyó el primer rumor del despertar de los tambores.
Desde las sombras en el extremo más alejado surgieron dos filas de hombres, cada uno con un par de puñales nativos, y avanzaron hasta el centro del espacio abierto. Casi siempre empezaban con la instrucción en el manejo del puñal, que era una especie de calentamiento; y era lo más parecido a la instrucción, en el sentido que daban las Legiones a la palabra, que todo lo que iba a venir después. Alexios vio cómo se desplegaban hasta que cada hombre sólo podía cruzar la punta del puñal con el hombre que tenía más cercano, y tomaba posición con los pies un poco separados, preparados y esperando. Los tambores somnolientos despertaron de repente y llenaron la noche. Las hojas se alzaron y extendieron, captando la luz de las antorchas, se hundieron y giraron para tocar la punta de la hoja que tenían más cercana —Alexios oyó el beso ligero de metal contra metal—, después se alzaron de nuevo perfectamente acompasados con el ritmo de los tambores. Un ritmo lento al principio, pero volviéndose cada vez más rápido, producido con dedos rápidos y duros, y el canto y la palma de la mano, hasta que las hojas giraron tan rápidas que el ojo casi no podía seguirlas; hasta el final, cuando con un rugido de los tambores, cada hombre lanzó sus puñales girando hacia el aire y los atrapó de nuevo por la hoja cuando caían también girando. Y eso no se podía encontrar en ningún manual de instrucción. Ni nada de lo que vino después, durante esa noche.
El Ordo se estaba llenando de orgullo y enorgulleciendo también a su comandante, un comandante que, contemplando el espectáculo con ojo de espadachín, lo sabía, y sintió una oleada cálida de orgullo por ellos mientras veía los pasos cambiantes de las danzas de guerra y de caza perfectamente ejecutadas, y escuchó los gritos entrecortados de los bailarines, y vio cómo las armas reflejaban la luz de las antorchas y cortaban la oscuridad con la velocidad del rayo. Y las armas no estaban embotadas. Cuando dos hombres se destacaron de los demás y dispusieron en el suelo sus espadas cruzadas, y dibujaron una telaraña de pasos a través, alrededor y sobre ellas, un paso en falso podría haber costado el pie al hombre que lo diera; y cuando las filas de lanceros gritando a pleno pulmón se lanzaron la una contra la otra, un cálculo erróneo podría haber significado la muerte de alguien.
El baile estaba llegando al final y sólo faltaba las «Lanzas del Lobo», que era la pieza con la que terminaba siempre. La Plaza de Baile estaba de nuevo vacía, esperando a la luz de las antorchas. Alexios era consciente de un frío nuevo e inquietante; de una dureza en el aire, de una especie de humo dorado que se arremolinaba alrededor de las antorchas. La niebla subía desde el estuario. También era consciente, al dar un paso al frente los bailarines escogidos, del optio más veterano plantado delante de él, sosteniendo dos lanzas, la suya y otra más. El hombre sonrió.
—¿Señor? —y le hizo un pequeño gesto con las cejas en dirección a una de las lanzas.
Alexios dudó durante un instante. Los Lobos de la Frontera le habían enseñado bien durante el año que había pasado desde el incidente de los Terneros del Toro, pero tenía una idea bastante clara de lo que pensaría el prepósito del comandante del Ordo que se unía a la danza de espadas bárbara de sus hombres.
Entonces se puso en pie y dejó caer la capa, y pasó al lado del brasero, atrapando limpiamente la lanza que le lanzó el sonriente optio, y ocupó su lugar en la formación del círculo.
Los tambores de piel de venado despertaron de nuevo, y él se movió hacia adelante, dando una patada con el pie derecho, después con el izquierdo, después girando, agachándose muy bajo con las rodillas dobladas.
La tierra pisoteada devolvía un pulso rítmico bajo sus pies, como si fuera el latido de un corazón que se encontrase a gran profundidad. El golpeteo rápido de los tambores le estaba despertando, como ocurría siempre, viejos recuerdos de sangre que en otros tiempos no sabía que poseía, impulsándolo a fundirse con sus compañeros en la danza, de manera que mientras durase el baile todos formaban parte de los demás… Pero la danza estaba llegando a su clímax lleno de giros; la voz de los tambores se elevó hasta un aullido retumbante antes de quedarse completamente en silencio. Y los bailarines se giraron y cargaron con las lanzas dispuestas directamente hasta el lugar en que se encontraba sentado el nuevo prepósito. En el último instante se quedaron parados, lanzando el largo aullido de lobo, y alzaron las lanzas en señal de saludo.
Y eso fue todo.
Alexios entregó su lanza a otro hombre y regresó a la bala de paja en la que había estado sentado. Respiraba con rapidez, mientras el sudor le caía bajo la túnica de cuero. Parecía que el ritmo de la danza le seguía atravesando mientras se puso de nuevo la capa, para protegerse del frío que procedía de la niebla que se iba espesando.

Rosemary Sutcliff, Los Lobos de la Frontera