Había cogido
el autobús para ir al embarcadero aquella misma mañana. La pequeña maleta que
llevaba no pesaba demasiado y, afortunadamente, no tuvo que detenerse para
hablar con nadie de camino a la estación. Una vez en el autobús, después de
comprar el billete y de respirar con algo más de tranquilidad al verificar que
nadie se acercaba a ella con la intención de averiguar qué era lo que estaba
haciendo y adónde se dirigía, decidió que lo mejor sería sentarse cerca del
conductor e, inmediatamente, abrir un libro para esconderse dentro y no apartar
los ojos de él hasta haber llegado a su destino.
Cuando el
autobús se puso en marcha, se fijó en los demás pasajeros: un hombre de unos
sesenta años se había sentado al otro lado del pasillo, en la segunda fila,
junto a la ventana, y cuando sus miradas se cruzaron él sonrió abiertamente en
su dirección, como si conociera a Julia desde hacía tiempo pero estuviera
intentando ser discreto. Aunque lo cierto era que no se conocían en absoluto.
Detrás de ella, tres asientos más allá, una pareja había comenzado a discutir
en el mismo instante en que arrancaba el motor. Seguramente habían empezado a
pelearse ya en la calle o quizá incluso antes, en su casa. Si pusiera un poco
de atención, podría entender por qué discutían y qué era lo que se estaban
diciendo con voz ronca en parte por el sueño del que todavía no se habían
desprendido del todo y en parte por los esfuerzos que hacían los dos por
disimular el tono de sus reproches. En una ocasión, Julia pudo oír claramente
cómo ella decía: «¿Quieres hacer el favor de bajar la voz? ¿Es que quieres que
se entere todo el mundo?»
Los demás,
tres chicos de unos dieciocho años, se habían acomodado en los asientos de la
última fila, donde podían estirar las piernas e incluso, como harían más tarde,
encender un cigarrillo.
Una vez supo
con certeza que allí dentro nadie sabía quién era, por fin pudo dejarse llevar
por la velocidad de los árboles. Mantenía su libro abierto (un árbol… Otro
árbol…), pero por el momento, y aunque conociera bien el paisaje de la isla,
iba a dedicarse a mirar por la ventana. Todas sus dudas previas habían
desaparecido, se habían evaporado, en el momento en que había comenzado el acto
mismo del viaje, el movimiento. Tal vez porque, de repente, sus expectativas
debían centrarse en el destino y, por ello, las personas y los objetos que se
quedaban en el lugar que acababa de abandonar dejaban de tener tanta
importancia. O tal vez porque la suave vibración del desplazamiento le producía
una calma extraña, una espontánea entereza que le recordaba que su recorrido de
las próximas horas ya no iba a depender de ella y que cualquier decisión,
cualquier propósito, debía quedar pospuesto hasta el momento de la llegada.
Entre las
páginas de su libro llevaba el billete del ferry que iba a sacarla de la isla
en la que había vivido durante cuatro largos años. Lo cierto era que se sentía
extrañamente tranquila en aquel autobús.
Casi una hora
después, el vehículo comenzó a moverse más despacio. Estaba frenando. Habían
llegado y la gente empezaba a recoger sus bolsos. La estación fue apareciendo
poco a poco con toda la parafernalia propia de todas las estaciones de
autobuses: cafetería, vitrinas amarillentas que guardan los carteles de los
horarios, llegadas, salidas… Así que también ella se levantó y, tras cruzarse
en el estrecho pasillo con el hombre que tan ampliamente le había sonreído al
principio, bajó los dos escalones del autobús con su pequeña maleta en una
mano.
—¿Te ayudo?
—escuchó. Estaba decidiendo si lo mejor sería tomarse un café antes de
dirigirse al embarcadero o si quizá debiera ir a los lavabos de la estación
para verificar que su aspecto era aceptable. El pelo en orden, la ropa sin
demasiadas arrugas… Miraba su reloj de pulsera mientras intentaba llegar a
alguna conclusión, sin centrarse del todo en lo que indicaban las agujas,
cuando volvió a escuchar—: Oye. Te lo estoy diciendo a ti, preciosa. Te he
preguntado que si necesitas ayuda. Pienso que una chica tan delgadita como tú,
con esos bracitos y esas piernecillas, no debería cargar con ninguna maleta.
Julia no
estaba muy segura de que estuvieran hablando con ella. Giró la cabeza
lentamente, con un deje de extrañeza en la cara, para descubrir, justo delante
y más inmensa que nunca, la sonrisa de aquel hombre mayor que viajaba también
en el autobús.
—No gracias
—respondió—. No pesa mucho.
—¿Cómo no va a
pesar, criatura? —respondió él—. Anda trae, que yo me encargo.
Julia no pudo
evitar que él le quitara la maleta.
—Pero ya le he
dicho que no pesa.
Estiró una
mano de inmediato para recuperar su maleta, pero el hombre la retiró de
repente, sin dejar de sonreír, y se la colocó a la espalda, fuera de su
alcance.
—Quieta,
fierecilla… Que no quiero robarte nada. ¿Es que vas a dudar de un viejo como
yo?
—Devuélvame la
maleta. O llamo a la policía.
Tenía que
recuperar su maleta, tenía que tranquilizarse y, sólo más tarde, al cabo de
unos segundos que para ella serían años de inexistencia y de terror, tendría
que comenzar a maquinar nuevas tretas para no conmoverse. Para lograr que el
tiempo se deslizara mansamente por encima de ella sin apenas producirle un roce
en la piel.
—Pero si yo no
quiero tu maleta para nada, niña. ¿Es que uno no va a poder comportarse como un
caballero delante de una señorita guapa? Yo no entiendo eso de que a las
mujeres ya no os guste que se os piropee ni que se os ceda la silla o el paso.
Vamos, que no me lo creo… Además —dijo acercándose a ella, con la maleta aún
pegada a su espalda—, yo te podría dar todo lo que me pidieras. Todo, reina.
¿Quieres verlo? Mira…
Julia intentó
alejarse del hombre, pero no podía hacer nada mientras él no le devolviese su
maleta.
—Quiero que me
deje en paz.
—¿Te gusta el
oro, reina?
Ella miraba a
su alrededor, en busca de alguien que viera lo que estaba sucediendo, y no se
fijó en cómo él sacaba con disimulo de uno de los bolsillos de su chaqueta una
increíble acumulación de pulseras, cadenas y pequeños objetos dorados que, al
quedar sobre sus dedos un tanto temblorosos, se movían y chocaban entre sí como
seres vivos retorcidos e informes.
—¡Yo no quiero
nada de eso! —exclamó mientras retrocedía unos pasos.
—¿Por qué no
vamos un momentito los dos juntos a los servicios? —le preguntó él entonces,
acercándose de nuevo a Julia, ahora con unos labios menos sonrientes y mucho
más separados, y aún mostrándole aquel montón de pulseras y cadenas—. No vamos
a tardar nada. Todo muy rapidito… Anda, vamos… No te lo pienses más. Todo esto
va a ser para ti si lo quieres. Y ya verás como te va a gustar…
—Déjeme en paz
—murmuró ella mientras retrocedía dos pasos más.
Pero él volvió
a acercarse:
—¿Qué te pasa,
boba? Si sólo es un momentito. Allí, en los baños… Nadie se da cuenta de nada y
yo te regalo esto, todo esto, para ti. Venga, boba. Si no es nada malo. Y con
el gustito que da…
Julia entonces
comenzó a encogerse y a doblarse sobre sí misma como si estuviera a punto de
dejarse caer al suelo y, cruzándose de brazos, gritó:
—¡Quiero que
me deje en paz!
El hombre dejó
de sonreír y al instante, al comprender que su voz podría atraer hacia ellos la
atención de los demás viajeros, escondió en el bolsillo de su chaqueta la mano
en la que sostenía todas sus riquezas doradas.
—Más tarde te
vas a arrepentir… —dijo. Y a continuación soltó la maleta de Julia, que cayó de
golpe al suelo—. Tampoco es para ponerse así. Vamos, digo yo.
Ella llevaba
escrita en un papel la dirección a la que debía dirigirse cuando bajara del
ferry. Había buscado aquel trozo de papel arrugado tantas veces, y tantas veces
había repasado el nombre de la calle, los números de teléfono, que se los sabía
de memoria. Y fue al recordar aquellas ocasiones, al revivir el pánico que la
había llevado a aferrarse con desesperación a unos números de teléfono, cuando
Julia cerró los ojos con fuerza y, en un segundo, volvió a tenerlo todo encima:
el olor ácido que despedía el hombre que se había quedado en su casa y del que
debía huir, el color oscuro de sus trajes, el temblor de sus manos y de su
boca, las palabras, los gestos, el tono quemado de su piel… En un segundo
sintió que él, de nuevo, se había subido sobre ella, sobre su vientre, para
poner las manos inmensas sobre su pecho, y supo que no iba a poder soportarlo
más. Los ecos de la estación estaban desapareciendo, la gente que subía y
bajaba de los autobuses ya no existía… No había conductores ni personas ni
maletas que trasladar de un lugar a otro, ni horarios que cumplir. Sólo contaba
aquel segundo que estaba a punto de llegar y que ella no iba a poder soportar.
Se llevó una
mano a los labios, pero no pudo evitarlo, y comenzó a vomitar. Una sustancia
blancuzca y espesa cubrió los dedos de su mano derecha. Para limpiarse tenía
que sacar unos pañuelos de papel de uno de los bolsillos exteriores de su
maleta. Así que se agachó más, rebuscó y, finalmente, después de emplear varios
pañuelos, pudo deshacerse de la cálida suciedad de su propio vómito. Quiso
eliminar también lo que había caído al suelo. Estaba intentando no llorar, no
debía llorar, pero le resultaba imposible contener unas lágrimas que parecían
venir asociadas a la misma náusea.
—¿Estás bien,
hija? —Julia elevó la cabeza mientras conseguía cerrar la cremallera del
apartado en que había vuelto a guardar su pequeño paquete de pañuelos.
Distinguió a dos mujeres que se inclinaban hacia ella, con un gesto de
preocupación en la cara.
Ella se puso
de pie y se pasó el borde de una mano por los ojos.
—Estoy bien,
gracias —dijo.
—¿Seguro?
¿Quieres que te acompañemos a algún sitio?
Miró a su
alrededor. El hombre se había ido. Así que se agachó para recoger su maleta, e
intentó sonreír, pero notó cómo los ojos se le humedecían otra vez, y supo que
en esa ocasión no le iba a resultar tan sencillo retener el llanto. Levantó
tímidamente una mano para despedirse de las dos mujeres sin pronunciar una sola
palabra, y caminó hacia los lavabos adivinando, más que viendo en realidad, por
dónde debía ir. Atravesó una estación que súbitamente se había llenado de
extrañas formas curvas y de colores borrosos. Una y otra vez se pasó los dedos
por los ojos, y una y otra vez éstos volvieron a empaparse, completamente
indiferentes a la voluntad de Julia de dejar de llorar. Indiferentes a todos
sus esfuerzos.
Cuando llegó a
los lavabos, comprobó con cierto alivio que no debía introducir ninguna moneda
para que las puertas se abrieran. No había mucha gente, lo que también hizo que
se sintiera algo mejor. Sólo dos chicas que se hablaban en voz muy baja
mientras terminaban de lavarse las manos, y la mujer que se encargaba de la
limpieza y que le había dado los buenos días al entrar.
—Cualquier
cosa que necesite, más papel o jabón o lo que sea, tiene que pedírmelo a mí
—dijo mientras se levantaba del taburete en el que había estado sentada hasta
entonces—. ¿De acuerdo? ¿Me ha entendido?
Ella hizo un
rápido movimiento con una mano indicando que sí, que había comprendido el
mensaje a la perfección, e inmediatamente después alcanzó uno de los baños.
Pero la mujer
de la limpieza estaba decidida a ir detrás de ella:
—Oye… —volvió
a decir—. Chica… ¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?
Julia se giró.
De nuevo intentó sonreír y, de nuevo, lo único que consiguió fue llorar más
mientras negaba con la cabeza repetidas veces.
Todo lo que
deseaba era poder encerrarse en ese baño, dejar la maleta en el suelo y repasar
la dirección del lugar al que debía dirigirse. El lugar en el que sabrían cómo
portarse con ella, en el que le dirían cómo evitar aquellos vómitos, aquel
miedo terrible, y en el que sabrían también cómo portarse con él.
Unos minutos
más tarde, ya sola, se puso una mano en la frente y suspiró. Lo que tenía que
hacer ahora era subir a aquel ferry y dejar atrás la isla para siempre. Se secó
los ojos con los dedos, y leyó algunos de los textos escritos con bolígrafo en
las paredes y en la puerta del baño.
—No me toques…
—murmuró.
Comenzó a
mecerse a sí misma muy lentamente.
«No me
toques…»
Quizá no
necesitara llorar más.
Pilar Adón