El interior de
la tienda era cálido y confortable y sentí un estremecimiento de satisfacción.
—Espera aquí,
voy a traerte algo con lo que secarte. ¡Pero no toques nada! Me retiré el pelo
mojado de la cara y miré a mi alrededor.
El suelo de
madera se lamentaba a cada paso que daba, lo que denotaba la vetustez del
local. Su débil iluminación confería a aquel lugar una sutil tristeza, como si
el paso de los años hubiera dejado huella en cada una de sus paredes.
Pude observar
al fondo una chimenea de piedra en donde ardían algunos pequeños leños. Quizás
fuera el frío o la curiosidad lo que hizo acercarme a ella para calentarme un
poco. Pensé que no era muy normal que algo así estuviera en una librería, pero,
al mismo tiempo, agradecí el calor que desprendía.
Por lo demás,
un enorme mostrador, estanterías llenas de volúmenes de diversos tamaños, un
pequeño globo terráqueo sobre una robusta mesa...
La única
decoración en las paredes eran algunos cuadros de estilo medieval que mostraban
a caballeros y princesas dibujados con suaves colores junto a vistosos escudos
de armas.
Respiré hondo:
adoraba el aroma que desprendían los libros, especialmente si eran antiguos.
Cuando me
aproximé para leer algunos títulos en los diversos lomos cuidadosamente
ordenados, apareció el librero con una toalla.
Sin decir
nada, me la tendió y yo comencé a secarme el pelo, que quedó todo enmarañado.
—Quítate la
cazadora, caramba, no quiero que empapes la madera.
Hice lo que me
pedía y la colgué en un perchero de color negro que había cerca del mostrador.
—¿Por qué has
querido entrar?
Su pregunta
volvió a asombrarme. ¡Qué hombre más raro!
Me fijé en su
aspecto. Bajo una desgastada chaqueta de lana, asomaba una descolorida camisa
azul que contrastaba con una estrecha corbata de color granate. Sus ojos negros
brillaban intensamente tras sus gafas, pero no supe descifrar si era de
irritación o de interés. Tenía una tez blanquecina en la que las arrugas habían
dejado profundos surcos y unas manos grandes pero finísimas que dejaban
traslucir sus venas.
—¿Y bien?
—insistió.
—Creo que es
obvio que me gustan los libros.
Su rostro
reflejó escepticismo.
—No pareces la
clase de persona a quien le apasione la lectura.
Aquello logró
herir mi orgullo.
—Oiga, usted
no sabe nada de mí —dije dejándome llevar por una repentina emoción—. Los
libros siempre han sido mi salvación, leo cada uno de ellos como si fuera mi
propia vida la que estuviera impresa en el papel; a menudo sueño con que soy un
personaje más y me alejo de este insulso mundo para vivir nuevas y excitantes
aventuras sabiendo que nunca podrán sucederme en mi vacía existencia. Para mí
los libros lo son todo. Y puede que este convencimiento me haya aislado en mi
propia burbuja, pero ¿sabe una cosa?, eso no me importa, merece la pena.
Dios mío, ¿por
qué había dicho todo aquello?
Supongo que
tenía tal presión en mi interior que la afirmación de aquel hombre me desbordó
por completo haciéndome reaccionar de aquella forma.
Le miré un
tanto enfurruñada y él esbozó una media sonrisa.
—Vaya, vaya,
así que una lectora empedernida, ¿eh? Entonces no te importará que lo
compruebe.
«¿Pero a qué
juega?», pensé con inquietud.
Sin embargo,
me pareció divertido. ¿Quería saber sobre mi pasión por la literatura?
Perfecto.
—Como quiera
—dice convencida, pero sin tener muy claro a dónde me llevaría todo aquello.
—Bien —murmuró
acariciando lentamente su mentón—. Comenzaré con algo fácil: ¿quién es Emma
Rouault?
Una sonrisa
iluminó mi rostro. ¡Aquella pregunta era demasiado sencilla!
—Es el nombre
de soltera de Madame Bovary. —Mi voz sonó con un tono alegre. No podía creer
que me hubiera preguntado por uno de mis libros preferidos.
Su autor,
Flaubert, había creado un personaje que estaba cansado de su monótona vida y
que, en cierta forma, se parecía a mí.
Él asintió
secamente mientras el brillo de sus ojos negros se acentuaba.
—¿Y Virginia
Otis?
Tuve que
pensar un poco para hallar la respuesta.
Mi
interrogador mantuvo una sonrisa mordaz al percatarse de mis dudas.
—Es la bella
protagonista de El fantasma de Canterville de Oscar Wilde —contesté finalmente.
El gesto de su
rostro cambió de la ironía al asombro.
No había sido
una pregunta fácil, pero me encantaban los relatos de Wilde.
—La última
cuestión, si me lo permites.
—Adelante
—dije con confianza. Era como si estuviera en un concurso cultural de
televisión o en un examen de literatura.
—¿Quién es don
Félix de Montemar?
Cerré los ojos
un instante y rebusqué en la biblioteca de mi memoria. Cuando los abrí segundos
más tarde, tenía la respuesta.
—Es el
personaje principal creado por el español José de Espronceda en El estudiante
de Salamanca. Por cierto, soy española. —Hice una breve pausa para calibrar la
reacción del librero, pero parecía perplejo—. ¿Satisfecho?
—Evidentemente,
no eres una lectora común y menos a tu edad —dijo con voz más afable, como si
de repente hubiera comprendido el porqué de mi estancia en su librería.
—Veo que nos
vamos entendiendo —respondí con una leve sonrisa.
—No nos hemos
presentado todavía. Soy Alban Blanchard, el dueño de esta librería —dijo
tendiéndome una mano.
La estreché
con firmeza mientras le desvelaba mi nombre.
—Lara, me
dices que tu pasión por los libros no es un simple hobby...
Bajé la mirada
al suelo.
—Exacto
—murmuré—, aunque eso me traiga problemas. Él pareció interesado.
—¿Por qué lo
dices? Leer no suele conllevar consecuencias negativas, más bien todo lo
contrario.
Yo me encogí
de hombros. No me gustaba hablar de este tema.
—Es cierto,
pero... mi pasión por los libros... bueno, nadie la comprende. No suelo
encontrar amigos con facilidad.
Sus ojos me
mostraron una mirada que yo traduje como de afecto.
—Entiendo —nos
quedamos en silencio unos instantes, hasta que Monsieur Blanchard continuó
hablando—. Pero no deberías preocuparte por eso. Eres especial, eso es todo.
Me aclaré la
garganta.
—He venido
para...
—Sí, lo sé,
buscas un buen libro —me interrumpió con naturalidad—, pero los ejemplares que
aquí tengo no son como los que tú sueles comprar.
Aquella
misteriosa afirmación consiguió despertar de nuevo mi curiosidad. Tal y como
sospechaba, no era una librería como las demás. Comencé a sentir cómo un
hormigueo de expectación recorría mi cuerpo.
—¿Qué quiere
decir? —inquirí, sintiéndome parte de un secreto todavía no revelado.
—Si
verdaderamente deseas un libro distinto a todos los que hayas conocido, has
venido al lugar adecuado, pero no te lo mostraré hoy. Ven mañana a esta misma
hora.
Dicho esto,
cogió mi cazadora y me la ofreció, invitándome a salir.
—Ha sido un
placer, Lara. Te estaré esperando.
Sara
Andrés Belenguer, Ex Libris
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