lunes, 12 de noviembre de 2018

EXAMEN EN UNA LIBRERÍA



El interior de la tienda era cálido y confortable y sentí un estremecimiento de satisfacción.
—Espera aquí, voy a traerte algo con lo que secarte. ¡Pero no toques nada! Me retiré el pelo mojado de la cara y miré a mi alrededor.
El suelo de madera se lamentaba a cada paso que daba, lo que denotaba la vetustez del local. Su débil iluminación confería a aquel lugar una sutil tristeza, como si el paso de los años hubiera dejado huella en cada una de sus paredes.
Pude observar al fondo una chimenea de piedra en donde ardían algunos pequeños leños. Quizás fuera el frío o la curiosidad lo que hizo acercarme a ella para calentarme un poco. Pensé que no era muy normal que algo así estuviera en una librería, pero, al mismo tiempo, agradecí el calor que desprendía.
Por lo demás, un enorme mostrador, estanterías llenas de volúmenes de diversos tamaños, un pequeño globo terráqueo sobre una robusta mesa...
La única decoración en las paredes eran algunos cuadros de estilo medieval que mostraban a caballeros y princesas dibujados con suaves colores junto a vistosos escudos de armas.
Respiré hondo: adoraba el aroma que desprendían los libros, especialmente si eran antiguos.
Cuando me aproximé para leer algunos títulos en los diversos lomos cuidadosamente ordenados, apareció el librero con una toalla.
Sin decir nada, me la tendió y yo comencé a secarme el pelo, que quedó todo enmarañado.
—Quítate la cazadora, caramba, no quiero que empapes la madera.
Hice lo que me pedía y la colgué en un perchero de color negro que había cerca del mostrador.
—¿Por qué has querido entrar?
Su pregunta volvió a asombrarme. ¡Qué hombre más raro!
Me fijé en su aspecto. Bajo una desgastada chaqueta de lana, asomaba una descolorida camisa azul que contrastaba con una estrecha corbata de color granate. Sus ojos negros brillaban intensamente tras sus gafas, pero no supe descifrar si era de irritación o de interés. Tenía una tez blanquecina en la que las arrugas habían dejado profundos surcos y unas manos grandes pero finísimas que dejaban traslucir sus venas.
—¿Y bien? —insistió.
—Creo que es obvio que me gustan los libros.
Su rostro reflejó escepticismo.
—No pareces la clase de persona a quien le apasione la lectura.
Aquello logró herir mi orgullo.
—Oiga, usted no sabe nada de mí —dije dejándome llevar por una repentina emoción—. Los libros siempre han sido mi salvación, leo cada uno de ellos como si fuera mi propia vida la que estuviera impresa en el papel; a menudo sueño con que soy un personaje más y me alejo de este insulso mundo para vivir nuevas y excitantes aventuras sabiendo que nunca podrán sucederme en mi vacía existencia. Para mí los libros lo son todo. Y puede que este convencimiento me haya aislado en mi propia burbuja, pero ¿sabe una cosa?, eso no me importa, merece la pena.
Dios mío, ¿por qué había dicho todo aquello?
Supongo que tenía tal presión en mi interior que la afirmación de aquel hombre me desbordó por completo haciéndome reaccionar de aquella forma.
Le miré un tanto enfurruñada y él esbozó una media sonrisa.
—Vaya, vaya, así que una lectora empedernida, ¿eh? Entonces no te importará que lo compruebe.
«¿Pero a qué juega?», pensé con inquietud.
Sin embargo, me pareció divertido. ¿Quería saber sobre mi pasión por la literatura? Perfecto.
—Como quiera —dice convencida, pero sin tener muy claro a dónde me llevaría todo aquello.
—Bien —murmuró acariciando lentamente su mentón—. Comenzaré con algo fácil: ¿quién es Emma Rouault?
Una sonrisa iluminó mi rostro. ¡Aquella pregunta era demasiado sencilla!
—Es el nombre de soltera de Madame Bovary. —Mi voz sonó con un tono alegre. No podía creer que me hubiera preguntado por uno de mis libros preferidos.
Su autor, Flaubert, había creado un personaje que estaba cansado de su monótona vida y que, en cierta forma, se parecía a mí.
Él asintió secamente mientras el brillo de sus ojos negros se acentuaba.
—¿Y Virginia Otis?
Tuve que pensar un poco para hallar la respuesta.
Mi interrogador mantuvo una sonrisa mordaz al percatarse de mis dudas.
—Es la bella protagonista de El fantasma de Canterville de Oscar Wilde —contesté finalmente.
El gesto de su rostro cambió de la ironía al asombro.
No había sido una pregunta fácil, pero me encantaban los relatos de Wilde.
—La última cuestión, si me lo permites.
—Adelante —dije con confianza. Era como si estuviera en un concurso cultural de televisión o en un examen de literatura.
—¿Quién es don Félix de Montemar?
Cerré los ojos un instante y rebusqué en la biblioteca de mi memoria. Cuando los abrí segundos más tarde, tenía la respuesta.
—Es el personaje principal creado por el español José de Espronceda en El estudiante de Salamanca. Por cierto, soy española. —Hice una breve pausa para calibrar la reacción del librero, pero parecía perplejo—. ¿Satisfecho?
—Evidentemente, no eres una lectora común y menos a tu edad —dijo con voz más afable, como si de repente hubiera comprendido el porqué de mi estancia en su librería.
—Veo que nos vamos entendiendo —respondí con una leve sonrisa.
—No nos hemos presentado todavía. Soy Alban Blanchard, el dueño de esta librería —dijo tendiéndome una mano.
La estreché con firmeza mientras le desvelaba mi nombre.
—Lara, me dices que tu pasión por los libros no es un simple hobby...
Bajé la mirada al suelo.
—Exacto —murmuré—, aunque eso me traiga problemas. Él pareció interesado.
—¿Por qué lo dices? Leer no suele conllevar consecuencias negativas, más bien todo lo contrario.
Yo me encogí de hombros. No me gustaba hablar de este tema.
—Es cierto, pero... mi pasión por los libros... bueno, nadie la comprende. No suelo encontrar amigos con facilidad.
Sus ojos me mostraron una mirada que yo traduje como de afecto.
—Entiendo —nos quedamos en silencio unos instantes, hasta que Monsieur Blanchard continuó hablando—. Pero no deberías preocuparte por eso. Eres especial, eso es todo.
Me aclaré la garganta.
—He venido para...
—Sí, lo sé, buscas un buen libro —me interrumpió con naturalidad—, pero los ejemplares que aquí tengo no son como los que tú sueles comprar.
Aquella misteriosa afirmación consiguió despertar de nuevo mi curiosidad. Tal y como sospechaba, no era una librería como las demás. Comencé a sentir cómo un hormigueo de expectación recorría mi cuerpo.
—¿Qué quiere decir? —inquirí, sintiéndome parte de un secreto todavía no revelado.
—Si verdaderamente deseas un libro distinto a todos los que hayas conocido, has venido al lugar adecuado, pero no te lo mostraré hoy. Ven mañana a esta misma hora.
Dicho esto, cogió mi cazadora y me la ofreció, invitándome a salir.
—Ha sido un placer, Lara. Te estaré esperando.

Sara Andrés Belenguer, Ex Libris

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