En ese
jueguecito de
Cómo-tener-ocupada-a-su-asistencia-domiciliaria-durante-tres-cuartos-de-hora,
Marcel Mauvinier, antiguo propietario de una tienda de electrodomésticos, se
había hecho el rey. Manelle siempre se preguntaba por qué la palabra sirviente
no sería solo del género femenino. Echó un segundo vistazo a la lista de
encargos, haciendo un esfuerzo por adivinar dónde ese vicioso había podido
ocultar hoy el billete de cincuenta euros. Habría apostado que en el ficus. El
billete se había convertido en el grial diario de Manelle. Descubrir su
ubicación suponía un desafío para la joven, y daba un toque picante a los
cuarenta y ocho minutos que la esperaban. Un año antes, cuando había
descubierto por primera vez la guita inocentemente puesta encima de la mesilla,
se había quedado paralizada al ir a coger el billete. Las palabras peligro y
terreno minado emitían destellos furiosos dentro de su cabeza. Aquel billete de
cincuenta euros, bien visible y todo estiradito en medio del tapete de la
mesilla, olía un poco a chamusquina, para ser honesta. Marcel Mauvinier no era
de los que se dejaban olvidado el dinero suelto, y menos aún un billete
semejante. Sin embargo, durante unos segundos, Manelle había pensado en todo lo
que habría podido hacer con una cantidad como esa. Restaurantes, cines, ropa,
tiendas, zapatos habían desfilado por su cabeza. Por un instante, habían
cautivado su pensamiento cosas tan concretas como ese par de sandalias
fosforito que había visto el día anterior en el escaparate del San Marina
rebajado a 49,90 euros. Finalmente, la chica había decidido ignorar el billete,
hacer la cama y salir de la habitación sin volver a mirar aquellos cincuenta
euros puestos encima del joyero de encaje que parecían burlarse de ella. Marcel
Mauvinier había dejado de contemplar la pantalla de la tele para asomar su
nariz por la cocina. «¿Va todo bien?», había preguntado el viejo mientras ella
rellenaba el formulario de asistencia. Nunca hasta ese día el viejo se había
preocupado por su bienestar. «Sí, todo va bien», había respondido ella
sosteniéndole la mirada. «Sin problemas, ¿no?», había añadido él, receloso,
trotando a pequeños pasos hasta el dormitorio. «¿Es que debería haber algún
problema?», melindreó ella a sus espaldas. La visión de aquella cara
desconcertada que licuaba sus rasgos mientras ella regresaba a la cocina había
satisfecho a Manelle. Un desconcierto que, a sus ojos, valía mucho más que
cincuenta cochinos euros.
Desde
entonces, el billete con la numeración U18190763573 —la chica había comprobado
en varias ocasiones ese número para verificar que se trataba siempre del mismo—
viajaba por todo lo largo y ancho del piso de Marcel Mauvinier. Someter a
Manelle al suplicio de la tentación parecía haberse convertido en una de las
razones de vivir para aquel viejo. Las cámaras habían hecho su aparición un
poco más adelante. Ni más ni menos que una auténtica red de cámaras en
miniatura cabalmente diseminadas de modo que cubriesen la casi totalidad de los
ciento diez metros cuadrados. La joven había contabilizado cinco. Una en la
cocina, otra en el dormitorio, otra que abarcaba todo lo largo del pasillo,
otra en el cuarto de baño y una más en el salón. Cinco ojos negros y fríos que
no se perdían el menor de sus gestos y movimientos. En cierta ocasión había
sorprendido al viejo vicioso visionando las grabaciones de la víspera. A la
mínima oportunidad que tenía, Manelle cegaba aquellos cíclopes en miniatura. Un
objeto desplazado inopinadamente para obturar el visor o, más a menudo, un
desafortunado golpe dado sin querer con la bayeta tenían como objetivo desviar
el ángulo de la cámara hacia el suelo o hacia el techo. Insidiosamente, el
octogenario había caído en su propia trampa al crearse aquella adicción idiota,
consistente en tratar de pillar in fraganti a su asistenta domiciliaria en el
momento justo de robarle el dinero. Ni una sola vez Manelle había hecho alusión
a ese billete viajero, cosa que seguía dejando perplejo a Mauvinier e
irritándolo sobremanera. Varias veces había intentado la joven darle la vuelta
al billete o doblarlo en cuatro, con el fin de hacerle ver al viejo que no era
víctima de sus tejemanejes, pero finalmente había creído que lo mejor sería
devolverle el suplicio al remitente ignorando aquellos cincuenta euros. Así
pues, cada día la esperaba el billete. Sobre la alfombra del cuarto de estar,
sobre la cubierta de la lavadora, sobre el frigo, atrapado entre dos libros,
puesto al lado del teléfono, en el mueble de los zapatos, encima de una pila de
toallas dentro del armario del cuarto de baño, en la cesta de la fruta,
entremetido entre la correspondencia. O, como hoy, cerca del ficus que tenía
que regar. El billete se encontraba medio deslizado debajo del tiesto de barro
cocido. Mientras subía el correo después de haberlo recogido del buzón, Manelle
se preguntó de repente, no sin cierta inquietud, cuál sería la reacción de
Marcel Mauvinier si un día terminaba por cansarse de esos jueguecitos y se
metía definitivamente el billete en la cartera. Había acabado por encariñarse
con ese billete de cincuenta euros que daba a sus tareas domésticas un cierto
aire de intriga y de búsqueda del tesoro. A las 9.45 en punto, una vez
finalizado su trabajo, la asistenta domiciliaria se quitó la bata y firmó su
formulario de presencia laboral. Como se lo había visto hacer muchas veces,
ella sabía que en ese preciso momento Marcel Mauvinier sacaba del bolsillo de
su chaleco el cronómetro que llevaba allí medio escondido, con el fin de
asegurarse de que los cuarenta y ocho minutos se habían cumplido
escrupulosamente.
Jean-Paul Didierlaurent, El Resto
de sus Vidas
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