Las historias
que no se cuentan caen en el olvido y horadan la memoria. Eso lo sabía bien
Heródoto de Halicarnaso, «el padre de la historia», como lo llamó Cicerón. El
primer historiador publicó sus «investigaciones» con el fin de que «no llegue a
desvanecerse con el paso del tiempo la memoria de las gestas de los hombres».
Viajó por todo el mundo conocido, indagando, preguntando, observando… y
recopiló sus «historias», es decir, el informe de sus indagaciones —según la
traducción fiel del griego—, en una obra grandiosa que ha pasado a la
posteridad con el desnudo título de Historia.
Ante la obra
de Heródoto, las diferentes ediciones titubean entre llamarla Historia o
Historias. A mi juicio, aquí el número gramatical es indiferente, pues el
infatigable viajero de Halicarnaso quiso hacer las dos cosas: contar historias
e interpretar la historia. La primera tarea lleva a la segunda y la segunda
ayuda a entender la primera. Las historias conforman la historia y ésta da
sentido a aquéllas. El plural y el singular se necesitan mutuamente.
Muchos han
criticado el método utilizado por Heródoto. Lo consideran poco científico, poco
histórico, poco profesional. Pero lo hacen a toro pasado, no tienen en cuenta
que el que abre camino no dispone del mapa de carreteras que está
confeccionando, que, como decía el historiador italiano Arnaldo Momigliano, «no
hubo ningún Heródoto antes de Heródoto». Yo, sin embargo, admiro profundamente
al pionero de Halicarnaso porque supo conjugar el trabajo de campo con la
reflexión histórica, porque fue honesto presentando las pruebas como pruebas y
las habladurías como tales, y porque te hace, en fin, admirar la historia. En
este sentido, Heródoto es más que un historiador; es un historiófilo, un amante
de la historia, como un filósofo es un amante de la sabiduría o un filólogo lo
es de la palabra.
El amante de
la historia se echa a los caminos. Así, el «Marco Polo de la antigüedad», como
lo llamará el helenista Jaime Berenguer, viaja hasta los confines del mundo, desde
Iberia hasta Babilonia y desde el Alto Nilo hasta el norte del mar Negro, para
investigar, preguntar, indagar las historias de los diferentes pueblos, sus
costumbres, sus creencias, sus construcciones, sus formas de vida, sus
victorias y sus derrotas… con tal de entender por qué los bárbaros lucharon
contra los griegos, por qué entraron en liza Oriente y Occidente, por qué la
paz se cobra tanta violencia, por qué los hombres se empeñan en ser como
dioses.
Contar
historias llevará a Heródoto a intentar formular una ley general de la
Historia. Los acontecimientos parecen ir a la deriva, incluso, muchas veces,
resultan contradictorios; no obstante, siempre tienden al equilibrio. Se trata
de la «ley del ciclo» que el historiador pone en boca del rey Creso: «en el
ámbito humano existe un ciclo que, en su sucesión, no permite que siempre sean
afortunadas las mismas personas» (I, 207). A un momento de esplendor le sigue
tarde o temprano la desgracia; la soberbia, la altanería, el exceso, la
prepotencia (hybris, en griego) provocan lo celos o «envidia divina» (theios
phthónos). La desmedida del hombre soberbio le lleva irremediablemente a caer
en el error, la ceguera y sordera de espíritu (ate) y, como consecuencia, es
castigado por los dioses, porque existe una ley transhistórica, que rige la
historia, cuyo cometido es poner las cosas en su sitio cuando los hombres
sobrepasan los límites. Esta norma no escrita se puede formular de una manera
más cercana: la felicidad humana no dura para siempre porque la divinidad
envidia al hombre excesivamente feliz.
Para exponer
esa ley universal e inquebrantable Heródoto echa mano de un concepto que sus
contemporáneos entendían bien: el Destino. El equilibrio, por lo general en
forma de castigo, se impone siempre valiéndose de pretextos aparentemente
nimios. El Destino utiliza hombres particulares para provocar enfrentamientos
entre pueblos, para desatar enemistades entre naciones, para hacer saltar la
chispa de la guerra. Frecuentemente se manifiesta en un oráculo o un sueño; cuando
eso ocurre, la historia alcanza un momento crítico que se resuelve, como en las
obras de Sófocles, de forma trágica.
La guerra
suele ser el medio tanto de desequilibrar los acontecimientos como de generar
el equilibrio; sin ella, probablemente, no habría historia; sin ella,
probablemente, Heródoto no habría escrito su Historia, en la que, como seguimos
leyendo en el Proemio, quiere «exponer con esmero las causas y motivos de las
guerras que se hicieron mutualmente» los griegos y los bárbaros. La guerra
obedece a la ley de la historia, pero su origen hay que buscarlo en un deber
sagrado inscrito en el corazón humano: la venganza.
Tres siglos
antes, Homero había explicado estas mismas ideas componiendo una gran epopeya:
la Ilíada, donde los griegos se embarcan contra Troya por desquite de una
afrenta sufrida por uno de los suyos. Heródoto lo va a intentar de forma no
poética, sino racional, aportando datos, investigando, escribiendo historias
que demuestren que existe una Historia, por eso, es a él a quien con todos los
honores le corresponde el título con que le bautizó Cicerón.
Sea o no
válida la ley que establece Heródoto, lo que no puede someterse a discusión es
que su obra tiene un gran atractivo. Ya lo tuvo para los antiguos, quienes la
dividieron en nueve libros y pusieron a cada uno el nombre de una Musa (lo que
denota su inestimable carga literaria), y lo tiene también para nosotros, más
necesitados que ellos de que nos cuenten historias. Ellas nos llevarán hasta
nuestros orígenes y harán que no se nos olvide quiénes somos.
Leer a
Heródoto no es únicamente mera curiosidad —y, por supuesto, un gran placer—,
sino también una necesidad de nuestro tiempo; no sólo porque, como dice Alain
Minc, «la historia nos tiene cogidos por la garganta», sino porque no podemos
dejar que nos ahogue. El olvido, contra el que lucha la disciplina que cultivó
el de Halicarnaso, nos devuelve a un estadio prehumano, mientras que la memoria
nos hace humanos porque ella conforma el alma de la humanidad.
Heródoto es un
contador de historias. Nos ofrece un mosaico precioso compuesto de narraciones
o logoi, cuya base histórica a veces no está muy clara. Pero eso no importa; lo
que importa es que el indagador ha registrado lo que ha visto con sus propios
ojos (autópsia) y lo que han referido las personas con las que ha hablado: todo
ello conforma lo que ha quedado en la memoria de las gentes y eso constituye la
verdadera historia. Hemos de tener en cuenta que, en ocasiones, la memoria
desdibuja la realidad y da lugar a leyendas o mitos, cuya relación con la
historia nadie es capaz de ponderar en su justa medida.
Digámosle a
Heródoto: «Cuéntame una historia», y vayamos de su mano a recorrer el mundo
antiguo, tan lejano y tan cercano, tan viejo y tan nuevo, tan asombroso y tan
bello. Después de cada historia intentemos sacar alguna enseñanza de la que es,
una vez más en palabras de Cicerón, «magistra vitae», maestra de la vida.
Carlos Goñi
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