jueves, 15 de noviembre de 2018

DEL NACIMIENTO Y CRIANZA EN CÁDIZ DE JUAN CANTUESO


Contigo, embustes no. De ti me fío, hijo. Y si así no fuese, igual tendría que fiarme a la fuerza, como del boticario el que está malo.
Tú repara bien en lo que es ese San Tribunal bendito y ponlo todo según nos convenga. Pero si has de quitar y de inventar, inventa y quita luego, no ahora, y que te tengan por gente honrada y por mala bestia presidiaria a mí que, aun en este calabozo y con estos pies encadenados, te diré verdad sin adobos ni afeites.
Va a pesarme, eso sí, volver a cuanto ya te conté estos días atrás. Aunque no fuera mucho. Mas como me dices que no es bueno comenzar la casa por el tejado, y que ha de quedar todo en su sitio y color, pues ea, vámonos al principio, que contrimás dure mi historia mejor para mi salud, según me has dicho también, y que ese quehacer de tus papeles podría alargarme la vida: lo que es por otra cosa, nada me importa que vaya luego a saberse que yo he estado en este mundo.
Lo que sí quiero que se sepa es que no tuve que ver, y vuelvo a jurártelo, con todo aquello por lo que vienen llamándome La Fiera, por Dios que no, esas chapuzas del puto pastelero de Puerto Chico que traen revuelta a media Andalucía. Yo no, hijo, yo es que estaba allí. Y nadita más. Que lo sepas. Y que lo sepa bien tu tío, el señor alcaide… Fíjate si no es contradiós: tantas como llevo hechas y verme aquí, en cautiverio y a sentencia, por lo que no hice.
Tú ten ojo con esos papeles; hazlo todo tal cual me dijiste y te tienes tan bien cavilado, no vayamos a acabar de paseo en el potro de tormento con el de la imprenta y, si a más no viene, hasta con tu señor tío a la grupa, aun con todas sus finezas y mandos. Y que a lo mejor él, vengo oliéndomelo en más de una cosa, ya ha empezado a saberme inocente de esos crímenes de los pasteles, maldito sea ese alemán bujarrón.
Pero vamos, vámonos ya con tu historia, que es la mía.
Entérate bien.
Mi padre, natural de Córdoba según supe, se llamaba don Luis de Cantueso, mata que dicen ser de buen olor pero que para mí fue pura peste. Yo nací cuando ya habían acabado de poner como nueva la Iglesia Mayor, donde él era clérigo.
No más de ocho o diez veces lo vi, como a mis catorce años la última, que fue aquélla en que lo dejé en mitad de la calle dando gritos de «¡al ladrón!», y hablarle no le hablé nunca. Aun así, tengo su figura muy presente, con el rostro carilargo pero de buen ver. Era hombre galán, al que parecían sobrarle los hábitos. Aseado, alto, con maneras de hidalgo, el porte alegre y una buena labia que no había más que verlo recogerse el manteo, en esta esquina sí y aquélla no, para darles palique y brometas a unas y a otros, aunque sin perder la compostura ni dejar sus apariencias. Dios lo castigue.
Con esas mañas digo yo que llegaría a arrimarse a mi madre, una mozuela del arroyo, corta de talla pero de buenas carnes, tostadilla y graciosa; de seguro que, apenas beneficiársela y preñarla, mi padre ya no quiso saber más de ella.
Soy ahora casco en desguace o leño a la deriva, las greñas blanqueando, esta zanja fea de la frente que me entrecierra el ojo, encorvado el lomo y a medio desdentar: lo que se dice empezando ya a buscar la tierra como si fuese bien anciano, aunque no he de haber cumplido más de cuarentiséis, según mi cuenta, ni menos de cuarentitrés. Pero de mozo, y de hombre en todo su brío, fui trigueño, moreno de la mar y de ojos vivos, no porque yo lo diga; despierto de cabeza, de los que calan muchas cosas antes de tenerlas vistas ni aprendidas, y bien memorioso, que eso me ha ido a más en vez de a menos. Si le caí en gracia a mucha gente, fue por salir a mi madre en el donaire, y a mi padre en la buena planta y el agrado del semblante, aunque todo lo haya ido perdiendo aun antes de llegar a viejo.
Mi madre, que vivía de lo que iba saltando, me parió en la playa grande que mira a la mar de Berbería, por donde las barracas de salazón y más allá del corral de pesca, a una media legua de la Puerta de Cádiz. Para mí que, sin un techo como ella estaba, andaría igual que las gatas, buscando donde echarse a parir, y que si acudió a esa almadraba del Conde no sería por su gusto, sino por no haber dado con sitio de más arreglo.
Ya de mocillo, me dijo un hombre del arrastre que, al escoger mi cuna, juntáronsele a mi madre lo mejor y lo peor del lugar. Lo mejor, por la estación del año sin grandes calores, entre la primavera y un verano tirando a viento de poniente, y lo peor, por el aperreo y el bullerío de la levantada de los atunes, que es por ese tiempo cuando se cogen. No quise llevarle la contraria al que me lo decía, pero eso tampoco sería malo porque, fuera de las levantadas, toda aquella parte es como los desiertos del África y anda en un desamparo grande, y más todavía para quien, como mi madre, no se crio a orillas de la mar.
Mi primer berrido en el mundo lo escucharon la arena caliente y el tinglado que en ella se apañó mi madre por atrás de una barraca, hecho con lienzos de velas rotas, palitroques y cañizo trenzado con juncos de las dunas, como nido de pájaro. Y allí se quedó luego.
La ayudó en su trance una mujer de la vecindad, pues no era sólo mi madre la que andaba al abrigo de la almadraba; no me acuerdo mucho si de invierno, pero en lo demás del año sí que vi por allí cobijos parecidos de otras y de otros, cada cual viviendo solo, nadie en pareja, y quitándose de encima por lo menos los nortes, las levanteras o el solazo.
Y aquel mismo hombre, que ya le perdí nombre y cara aunque la voz se la sigo oyendo, me contaba que mi madre me tuvo a eso del mediodía y que los jaladores del atún, y quienes están a limpiarlos y a salarlos, andaban compadeciéndose al oír las voces y lamentos del parto entre el chillerío de las gaviotas; tan cerca de la faena se había echado ella que, a no ser porque los embebía el arenal, su sangre y humores al parirme se hubieran arrebujado con la sangraza de los atunes, todavía temblones y cargados en hombros por la truhanería. De ahí me vendrá, y de aquellos años playeros, que me guste el olor del pescado crudo tanto o más que el mejor perfume de la Arabia, cuando es olor que a todos disgusta, y que tampoco me haya hecho nunca gran impresión la vista de la sangre.
En la almadraba fui creciendo, y a la ciudad no iba más que cuando le daba a mi madre por llevarme para limosnear, porque yo de chico nunca quise moverme de la ribera; por las calles me veía roto y puerco, y, de piojos, raro era que no volviese con diez docenas, mientras que en la playa, aun con aquella miseria, ni había tantos ni medran porque dicen que los mata el salitre.
Así que yo me valía de todo por no dejar mis arenas, zambulladas y zapatetas, y hasta me jugaba el comer con tal de no ir a Cádiz. Allí estaba la escudilla con la sopa boba de los conventos o, como menos, un puñado de avellanas y algarrobas, si no era de castañas pilongas. Pero en la ribera, con buscarlos más lejos de las dunas y escarbar, siempre daba con uno o dos palmitos, cuando no le echaba mano a huevos de pájaros de la mar, algún pescado de la playa o, por atrás de ella, tirando bahía abajo para el castillo nuevo de Los Puntales, a un lenguado distraído de los que orillan el verdín. Y más de una mañana tiré de un cantazo con suerte alguna gaviota, que es bocado durillo y de hervir largo pero te apaña bien el buche.

Fernando Quiñones, La Canción del Pirata

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