lunes, 5 de noviembre de 2018

REENCONTRANDO A LOS VIEJOS AMIGOS


Hasta que un buen día cayó en sus manos un libro viejo, encuadernado con tapas encarnadas, que le hizo recordar quién  era y cuáles eran sus obligaciones. Como bien había dicho el hada, Aurelius era uno de esos tercos hombres de honor a los que solo la muerte podía rendir, Fue en un pequeño pueblo de la costa de Irlanda, donde se escondió durante un par de meses. El maestro del lugar, un viudo leído con el que hizo buenas migas, tenía una hija llamada Gabriela, una chiquilla de unos seis o siete años con la que Aurelius no tardó en hacer buenas migas. Una tarde, la pequeña participó sin saberlo en uno de esos milagros que tiene la vida, momentos en apariencia sencillos que, a la postre, terminan por cambiar el mundo. Le pidió que le leyera un libro y, al abrirlo, Aurelius se encontró entre las páginas con otra niña, una vestida de rojo a la que un terrible lobo perseguía por el bosque. No pudo reprimir las lágrimas. La historia se titulaba Caperucíta Roja y contenía lo que quedaba del espíritu de Gabrielle...

Sin dar muchas explicaciones, se despidió de padre e hija y se marchó para no volver jamás.

Un par de horas después dibujó una puerta de tiza en la pared de su cuarto y apareció en el centro de Londres, precisamente en el 14 de Great Russell. Desde allí, con paso decidido, se dirigió al mayor depósito de saber de Occidente, dispuesto a obtener respuestas. En realidad, casi cualquier librería le habría servido, y estuvo tentado de acercarse a la del señor Eysner para recordar viejos tiempos, pero decidió que la gran biblioteca del Museo Británico sería la más adecuada. Cualquier legajo que necesitara, por raro y antiguo que fuera, estaría a su disposición; se decía que incluso se guardaba allí una copia del acta de clausura del paraíso de Adán y Eva.

Y no se equivocó. Tomando como punto de partida los nombres y datos de los que disponía, Aurelius compuso una lista de fallecidos que pretendió cotejar con las verdades de aquella nueva vida. Estaba seguro de que todos los arcadianos que había conocido habían terminado por convertirse en leyendas, en personajes de los más exóticos cuentos de hadas. Asimismo, sabía que si encontraba rastros de los hechiceros, toda magia habría sido borrada de sus biografías. Los que no estuvieran muertos serían seres totalmente distintos, cascarones sin gracia a los que la cuchilla del Cazador habría extirpado la parte más colorida de sus almas.

Comenzó por Hans, no podía ser de otra manera. Después de tantos meses de cobardía, sentía que tenía una deuda con él. Lamentablemente, no tardó en descubrir su rastro en la obra de un par de hermanos alemanes, los Grimm. Aquellos tipos tan imaginativos habían incluido un cuento en una de sus recopilaciones que trataba de un ser muy parecido a su amigo. El ujier al que le pidió la información lo acompañó amablemente hasta un estante cercano y señaló un volumen que se había traducido hacía poco tiempo. Ojeando las páginas, Aurelius obtuvo la confirmación de la muerte del Medioerizo, al menos la del Medioerizo que él había conocido. El protagonista del relato lucía una melena de púas que le resultó dolorosamente familiar, montaba en un gallo al que había llegado hasta a calzar con herraduras y tocaba la gaita en sus momentos de holganza... Sin duda, aquel ser de palabras era el fantasma de su amigo y aquel libro, un certificado de defunción ante el que no pudo dudar. Solo el saber que al final de aquella historia recibía el justo premio que merecía -los besos de una auténtica princesa-, le permitió sobreponerse a la pena.

Y luego, Aurelius continuó buscando. Aquella tarde encontró rastros de muchos de los magos y las criaturas que había conocido, rastros que conducían siempre en dirección a la muerte. Localizó a maese Simbad en una colección de cuentos orientales, convertido en aventurero navegante de leyenda, y dio con las sombras de otros maestros que, si bien parecían seguir vivos, no eran ya los hombres que había conocido. Supo de un Brugsch que había publicado un magno estudio sobre la escritura demócrita de los egipcios en el año 1943. Localizó a un Afanásiev dedicado al folclore ruso, que había sido articulista y compilador de cuentos eslavos. Aquel sí había muerto, pero había un Mussorgsky que, mudado en músico, seguía vivo. Como el nuevo maestro Andersen, el nuevo Bangqing, el nuevo Tesla o el nuevo Katamori, quien obligado a abandonar a su amado dragón, había terminado por dedicarse a la política y a la espada. Y de igual manera que Hans, muchas de las criaturas que había conocido, incluidas las que estos hombres custodiaron en sus otras vidas, habían acabado enterradas entre letras.

En aquella ocasión, Aurelius no tuvo tiempo de localizarlos a todos. Algunos de ellos habían perdido la fama, o no la habían ganado todavía. Muchos habían pasado de ser seres reales a convertirse en ideas, semillas plantadas en las cabezas de escritores, dramaturgos y músicos, que tardarían todavía años en florecer. Con el tiempo terminaría por dar con todos.


Dedicó parte de su vida a buscarlos, ofreciéndoles su empeño como homenaje. Por eso, cuando años después localizó al maestro Geppetto y a su hijo de madera en las páginas del libro de Carlo Collodi, cuando encontró a Mina Harker y al conde Dráculea en la novela de Bram Stoker, a todos aquellos duendes, hadas y demonios en cientos de leyendas distintas, se sintió tan satisfecho y honrado. Muchos de ellos se habían contado entre sus amigos... Y todos esperaban que emprendiera la marcha y corriera a ocupar su lugar en el mundo.

José Antonio Fideu, Los Últimos Años de la Magia


PREMIO MINOTAURO 2016

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