Hasta que un
buen día cayó en sus manos un libro viejo, encuadernado con tapas encarnadas,
que le hizo recordar quién era y cuáles
eran sus obligaciones. Como bien había dicho el hada, Aurelius era uno de esos
tercos hombres de honor a los que solo la muerte podía rendir, Fue en un
pequeño pueblo de la costa de Irlanda, donde se escondió durante un par de
meses. El maestro del lugar, un viudo leído con el que hizo buenas migas, tenía
una hija llamada Gabriela, una chiquilla de unos seis o siete años con la que
Aurelius no tardó en hacer buenas migas. Una tarde, la pequeña participó sin
saberlo en uno de esos milagros que tiene la vida, momentos en apariencia sencillos
que, a la postre, terminan por cambiar el mundo. Le pidió que le leyera un
libro y, al abrirlo, Aurelius se encontró entre las páginas con otra niña, una
vestida de rojo a la que un terrible lobo perseguía por el bosque. No pudo
reprimir las lágrimas. La historia se titulaba Caperucíta Roja y contenía lo
que quedaba del espíritu de Gabrielle...
Sin dar muchas
explicaciones, se despidió de padre e hija y se marchó para no volver jamás.
Un par de
horas después dibujó una puerta de tiza en la pared de su cuarto y apareció en
el centro de Londres, precisamente en el 14 de Great Russell. Desde allí, con
paso decidido, se dirigió al mayor depósito de saber de Occidente, dispuesto a
obtener respuestas. En realidad, casi cualquier librería le habría servido, y
estuvo tentado de acercarse a la del señor Eysner para recordar viejos tiempos,
pero decidió que la gran biblioteca del Museo Británico sería la más adecuada.
Cualquier legajo que necesitara, por raro y antiguo que fuera, estaría a su
disposición; se decía que incluso se guardaba allí una copia del acta de
clausura del paraíso de Adán y Eva.
Y no se
equivocó. Tomando como punto de partida los nombres y datos de los que
disponía, Aurelius compuso una lista de fallecidos que pretendió cotejar con
las verdades de aquella nueva vida. Estaba seguro de que todos los arcadianos
que había conocido habían terminado por convertirse en leyendas, en personajes
de los más exóticos cuentos de hadas. Asimismo, sabía que si encontraba rastros
de los hechiceros, toda magia habría sido borrada de sus biografías. Los que no
estuvieran muertos serían seres totalmente distintos, cascarones sin gracia a
los que la cuchilla del Cazador habría extirpado la parte más colorida de sus
almas.
Comenzó por Hans, no podía ser de otra manera. Después de tantos meses de cobardía, sentía que tenía una deuda con él. Lamentablemente, no tardó en descubrir su rastro en la obra de un par de hermanos alemanes, los Grimm. Aquellos tipos tan imaginativos habían incluido un cuento en una de sus recopilaciones que trataba de un ser muy parecido a su amigo. El ujier al que le pidió la información lo acompañó amablemente hasta un estante cercano y señaló un volumen que se había traducido hacía poco tiempo. Ojeando las páginas, Aurelius obtuvo la confirmación de la muerte del Medioerizo, al menos la del Medioerizo que él había conocido. El protagonista del relato lucía una melena de púas que le resultó dolorosamente familiar, montaba en un gallo al que había llegado hasta a calzar con herraduras y tocaba la gaita en sus momentos de holganza... Sin duda, aquel ser de palabras era el fantasma de su amigo y aquel libro, un certificado de defunción ante el que no pudo dudar. Solo el saber que al final de aquella historia recibía el justo premio que merecía -los besos de una auténtica princesa-, le permitió sobreponerse a la pena.
Comenzó por Hans, no podía ser de otra manera. Después de tantos meses de cobardía, sentía que tenía una deuda con él. Lamentablemente, no tardó en descubrir su rastro en la obra de un par de hermanos alemanes, los Grimm. Aquellos tipos tan imaginativos habían incluido un cuento en una de sus recopilaciones que trataba de un ser muy parecido a su amigo. El ujier al que le pidió la información lo acompañó amablemente hasta un estante cercano y señaló un volumen que se había traducido hacía poco tiempo. Ojeando las páginas, Aurelius obtuvo la confirmación de la muerte del Medioerizo, al menos la del Medioerizo que él había conocido. El protagonista del relato lucía una melena de púas que le resultó dolorosamente familiar, montaba en un gallo al que había llegado hasta a calzar con herraduras y tocaba la gaita en sus momentos de holganza... Sin duda, aquel ser de palabras era el fantasma de su amigo y aquel libro, un certificado de defunción ante el que no pudo dudar. Solo el saber que al final de aquella historia recibía el justo premio que merecía -los besos de una auténtica princesa-, le permitió sobreponerse a la pena.
Y luego,
Aurelius continuó buscando. Aquella tarde encontró rastros de muchos de los
magos y las criaturas que había conocido, rastros que conducían siempre en
dirección a la muerte. Localizó a maese Simbad en una colección de cuentos
orientales, convertido en aventurero navegante de leyenda, y dio con las
sombras de otros maestros que, si bien parecían seguir vivos, no eran ya los
hombres que había conocido. Supo de un Brugsch que había publicado un magno
estudio sobre la escritura demócrita de los egipcios en el año 1943. Localizó a
un Afanásiev dedicado al folclore ruso, que había sido articulista y compilador
de cuentos eslavos. Aquel sí había muerto, pero había un Mussorgsky que, mudado
en músico, seguía vivo. Como el nuevo maestro Andersen, el nuevo Bangqing, el
nuevo Tesla o el nuevo Katamori, quien obligado a abandonar a su amado dragón,
había terminado por dedicarse a la política y a la espada. Y de igual manera
que Hans, muchas de las criaturas que había conocido, incluidas las que estos
hombres custodiaron en sus otras vidas, habían acabado enterradas entre letras.
En aquella
ocasión, Aurelius no tuvo tiempo de localizarlos a todos. Algunos de ellos
habían perdido la fama, o no la habían ganado todavía. Muchos habían pasado de
ser seres reales a convertirse en ideas, semillas plantadas en las cabezas de
escritores, dramaturgos y músicos, que tardarían todavía años en florecer. Con
el tiempo terminaría por dar con todos.
Dedicó parte
de su vida a buscarlos, ofreciéndoles su empeño como homenaje. Por eso, cuando
años después localizó al maestro Geppetto y a su hijo de madera en las páginas
del libro de Carlo Collodi, cuando encontró a Mina Harker y al conde Dráculea
en la novela de Bram Stoker, a todos aquellos duendes, hadas y demonios en
cientos de leyendas distintas, se sintió tan satisfecho y honrado. Muchos de
ellos se habían contado entre sus amigos... Y todos esperaban que emprendiera
la marcha y corriera a ocupar su lugar en el mundo.
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