lunes, 26 de noviembre de 2018

UN DÍA CUALQUIERA


Hace tiempo que nos odiamos.
Es mutuo, supongo. A él nunca le he gustado. La diferencia es que ahora, desde que mi madre no está, ya ni siquiera lo disimula. Yo tampoco lo hago, la verdad. Pero por lo menos intento controlarme. Sé que, a las malas, llevo las de perder, porque ser menor de edad limita mucho, así que me trago la rabia y me aguanto. Aunque controlarme me cuesta casi tanto como escribir en esta mierda. Una Olivetti que debería estar en un museo y que, sin embargo, mi padre me obliga a usar cada vez que tengo que entregar un trabajo de clase. Como el que supuestamente estoy escribiendo ahora.
¿Que describa cómo es un día con mi familia? ¿Otra vez? Llevo escribiendo sobre los mismos temas desde que empecé el colegio. Siempre lo mismo, aunque los de literatura le den alguna que otra vuelta para que suene diferente. Total, luego sólo buscan las faltas y nadie lee una mierda entre líneas. Pongas lo que pongas… Esta vez se supone que nos toca construir una corriente de conciencia, algo que no tengo muy claro en qué consiste y que, según el de lengua, se resume en «dejarse llevar». Lo malo es que, si me dejo llevar, puede que me rinda y acabe estallando. Eso es lo que pasarla, que no contendría ni un minuto más las ganas de decirle a mi padre cuánto lo detesto, cuánto daño me hace, cuántas ganas tengo de perderlo de vista para siempre.
Cuando le conté a Raúl que en esta redacción iba a pasar de los topicazos habituales, se sorprendió. Normalmente, en un trabajo así, evitaría ser honesto y me limitaría a hablar de lo estupendos que son mis hermanos, de lo mucho que echo de menos a mi madre, de lo que nos gustaba hacer a todos juntos cuando ella seguía aquí. Si ésta fuera la misma redacción de los demás cursos, dibujaría de nuevo el retrato de la familia hiperfeliz que todos ven en nosotros. Todos menos yo, claro, que debo de ser un asocial y un raro, pero que de hiperfeliz no tengo nada. De todos modos, no creo que sincerarse aquí sirva de mucho. Mientras que las tildes estén en su sitio, seguro que lo demás no importa demasiado. Raúl dice que no, que el de lengua de este año es diferente —en eso tiene razón: no entendemos nada de lo que nos cuenta— y que hasta puede que le mole lo de mi experimento literario. ¿O es biográfico? Joder, qué difícil es poner las interrogaciones con este trasto.
Me canso. Es un rollo tener que golpear las teclas con tanta furia para que se marque la tinta sobre el papel. Y eso que a mí, furia hoy no me falta. Ni hoy ni casi nunca… Echo de menos la línea roja esa tan cómoda del Word, la que te avisa cuando cometes un error y evita que el profesor de turno te baje la nota. «Así aprendes a escribir como Dios manda», dice mi padre, que cada vez que pronuncia esa palabra parece que se hubiera comprado a Dios para él solito. Y no sé cómo coño escribe Dios, pero seguro que no lo hace como yo, peleándose con una Olivetti del siglo pasado… Claro que Dios no tiene a mi padre encima todo el día, dándole la brasa con lo que debe y lo que no debe hacer. Con lo que está bien y con lo que está mal. Con lo que le gusta (casi nada) y lo que no le gusta (casi todo) Dios, a su lado, debe de ser un liberal de la hostia. Fijo.
A mi madre también la sacaba de quicio, aunque ella no lo expresara demasiado. O tal vez sí lo hacía y yo no me di cuenta hasta muy tarde, no sé, es que la infancia es una mierda, no te enteras de nada y luego, de repente, te salta todo a la cara, como si con los quince te dieran una entrada gratis para el infierno. Toma, aquí la tienes: la puta realidad. Lo que me cabrea es no haberme despertado antes, cuando ella todavía estaba viva y sí tenía sentido ponerse de su lado, darle la razón en los combates que imagino que tuvo que librar sola. Porque yo era un crío bobo y tontorrón —inocencia, lo llaman— que no se enteraba de nada de lo que sucedía en su propia casa. Ignacio sí que se daba cuenta de todo, claro, porque siendo el mayor de los cuatro tuvo que despertarse mucho antes, aunque estuviera demasiado ocupado deslumbrando a todo el mundo con sus dieces como para prestarnos atención a los demás.
—¿Vas a parar o no? Venga, tío, déjalo ya, que mañana tengo un examen importante.
Está intentando estudiar —cómo no— y le molesta el ruido de la máquina. Desde que ha empezado la universidad se ha vuelto aún más insufrible que de costumbre… Sólo por eso merece la pena seguir escribiendo, para evitar que mi hermano, el hombre diez, conquiste su nueva mención de honor en ese palmarés que mi padre nos restriega tan a menudo. «Eso sí que son unas notas como Dios manda» y de nuevo me pregunto si Dios tendrá un baremo de calificaciones o si por allá arriba no le preocuparán lo más mínimo mis boletines de la ESO. «El Bachillerato ya no es un juego, Marcos. Recuérdalo», me dijo mi padre al empezar este curso, y luego me dio una palmada supuestamente amistosa para jugar por una décima de segundo al viejo severo pero enrollado. El padre que sabe cómo tienes que ser, porque se ha agenciado una línea directa con Dios desde la que le dan todos los datos. Una especie de GPS bíblico que nadie debería saltarse nunca. Ignacio, desde luego, cumple bien el modelo. Yo, me temo, ni siquiera me acerco.
¿Los otros? Bueno, los otros dos no son geniales, pero tampoco molestan demasiado. Adolfo todavía es un crío. Con doce años está a un paso de darse de bruces con la realidad, pero de momento sigue creyéndose el buenrollismo dictatorial de mi padre. Y Sergio, no sé, a Sergio sólo le llevo un año y es un tío callado, muy discreto, nunca se puede adivinar qué está pensando. Pero estar en silencio no molesta, y ser un crío tampoco, así que mi padre no se mete demasiado con ellos. Con joderme a mí, él y su Dios ya tienen suficiente.
—¿Lo dejas de una vez?
Ignacio sube el tono —siempre lo hace: le encanta provocar la tensión hasta hacerla estallar— y yo, fingiendo no oírle, escribo cada vez más deprisa. Las teclas suenan brutales sobre el papel. Golpean. Hieren. Humillan. La tinta casi hace sangrar el folio mientras mi hermano, cada vez más rayado, exige silencio.
—Tengo que estudiar. —Intenta quitarme los dedos del teclado, pero me basta un solo manotazo para apartarlo—. ¿No me escuchas o qué?
Mi padre, con su radar habitual para las broncas, viene hasta mi cuarto y le da la razón. Se planta junto a mí mientras Ignacio sigue gritándome. Está rabioso. Mucho. Le ha dolido comprobar que sigo siendo más fuerte que él. Que no me aguantaría ni medio asalto. Al fondo, mis hermanos se asoman desde sus cuartos para saber qué ocurre. Acojonados, claro. Como siempre. Pero hoy ya me da igual. Hoy todo me da igual.
—¿No has oído a tu hermano, Marcos?
Asiento sin abrir la boca mientras continúo peleándome con la Olivetti para acabar esta maldita redacción en la que se supone que tenía que contar cómo era mi familia. ¿Que cómo somos? Somos como Dios manda. Eso seguro… Si no sintiera tanta rabia creo que hasta me reiría. ¿No te hace gracia a ti también, papá?
La bronca —gracias a las voces de ambos— es ya monumental. El ruido de las teclas, ensordecedor. Cada letra suena como si fuera una bala. Un disparo. Un maldito disparo con el que me encantaría poder mandarlo todo a la mierda de una vez. Mi padre me da un ultimátum y yo accedo a dejar de escribir. Me trago la bilis y le digo que vale, que se espere un segundo, que sólo me queda cerrar este trabajo con una línea más. Sólo una línea más.
—¡Que dejes de ya de provocarme, joder!
La bofetada de mi padre me para en seco. Contundente. Brutal. Como a él le gustan. Me aguanto las lágrimas —no pienso dejar que me vea llorar— y, mientras me imagino el placer de estallar y devolverle el golpe, pongo el punto final a este maldito texto.

Trabajo para la asignatura de Lengua
Castellana y Literatura I
Alumno: Marcos Álvarez
Curso y grupo: 1.º Bachillerato E
(IES Rubén Darío)

Fernando J. López, La Edad de la Ira

FINALISTA PREMIO NADAL 2010

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