Era el hombre
más feo y con la mirada más perversa que había visto en mi vida.
Me miraba
fijamente desde el cartel; las líneas de su rostro brillaban a medida que se
secaba la tinta, y eso lo hacía parecer aún más vivo y amenazador. Sujeté el cartel
con el brazo extendido para evitar que se arrugara.
COCKBURN
Recorrí el
nombre con la vista, deletreándolo en voz baja mientras examinaba las grandes
letras negras. ¿Estaban todas bien rectas? La parte de arriba de la «R» no se
había impreso bien. A pesar de eso, el efecto era impresionante, y aunque
sentía un poco de miedo ante ese villano de ojos malvados, que parecía querer
salir del dibujo y estrangularme, estaba muy satisfecho de mi trabajo. Al fin y
al cabo, me dije a mí mismo, si el cartel aterrorizaba a la gente, más fácil
sería que colaboraran para atrapar al criminal.
Me di cuenta
de que uno de los signos de admiración estaba algo torcido. Tendría que
enderezar el tipo antes de hacer más.
Ser aprendiz
de impresor era un trabajo duro. Tenía que hacer recados y realizar todas las
tareas más aburridas y sucias, y el señor Cramplock sólo me pagaba un par de
chelines a la semana, lo que no era mucho. Pero lo bueno era que nuestro
establecimiento solía ser el primer lugar al que todo el mundo acudía cuando
querían que alguna noticia se propagara por la ciudad, así que Cramplock y yo
nos enterábamos de todo antes que el resto de la gente. Siempre estábamos
haciendo carteles, folletos, libros y periódicos donde se informaba de lo que
pasaba por el mundo. Si se había convocado una reunión, o se iba a estrenar una
obra de teatro, o se estaba preparando una subasta, o se esperaba una
exposición de objetos curiosos, o se había escapado algún convicto, o se iba a ahorcar
a alguien, o se encontraba algún cadáver ahogado en el río, o había
desaparecido algún ser querido, existían muchas posibilidades de que nosotros
estuviésemos al corriente. Eso me hacía sentir importante; caminaba por las
calles de Londres y constantemente veía las grandes letras oscuras de mis
carteles empapelando muros de ladrillos y vallas de madera. Despertaban en la
gente alegría, curiosidad o temor; hacían hablar a todo el mundo. Parecía como
si las cosas ocurrieran gracias a mi trabajo.
Solían
llamarme el diablillo de la imprenta. Tenía el pelo corto y oscuro, y a menudo
llevaba la cara sucia, debido a la tinta que acababa salpicada por todo el
taller. Debajo de la tinta, mi piel era morena, tostada por el sol del verano.
Por aquel entonces, estaba como un palillo, y solía trabajar con unos
pantalones largos y anchos que me iban grandes en la cintura, por lo que
siempre tenía que estar subiéndomelos, sobre todo cuando corría. «Por allí
viene el diablillo de la imprenta», decía la gente. Al principio pensé que ésa
no era una manera muy agradable de llamar a alguien, pero parecía que nadie lo
decía con mala intención y en seguida me acostumbré a ese nombre.
—Cuidado con
ese signo de admiración, Mog —dijo Cramplock, apareciendo a mi lado para
examinar el cartel.
—Señor
Cramplock, ¿no le parece que tiene pinta de malo? —comenté, casi con
admiración, mientras sostenía el cartel en alto.
—Tiene pinta
de asesino, Mog, hum, ¡de asesino! —Repitió la palabra saboreándola y mirando
con un gesto de aprobación por encima de sus gafas.
—¿Y
qué ha hecho, señor Cramplock? ¿Ha
matado a alguien? —pregunté impaciente. Deseé que fuera así, hasta que me di
cuenta de que no debía de ser muy correcto desear algo así.
—No lo sé,
Mog. Pero mejor no arriesgarse con él, ¿no crees?
—«¡ES
MUY PELIGROSO!» —releí en el cartel antes
de dejarlo. Cuando lo coloqué sobre la mesa, el papel se dobló un poco por la
mitad, de una manera que parecía que el presidiario se inclinara hacia delante
adrede para amenazarme con su rostro tosco y su ceño fruncido. Los ojos, aunque
bastante pequeños, como dos inoportunas manchitas negras en el papel, eran la
característica más notable de su rostro, y me lanzaban una mirada sangrienta.
Me dije que nunca olvidaría esa cara, ni tampoco el nombre que había quedado
impreso en grandes letras al apretar los tipos de metal negro sobre el tosco
papel blanco.
—Cock… —dije
lentamente— … burn. —Y los ojos del fugitivo brillaron, como si hubiese
reconocido el sonido de su nombre, como si algo ardiera tras esos ojos, una
especie de llama siniestra.
Eché una
ojeada nerviosa al taller, como si esperara verlo aparecer de repente a nuestra
espalda.
Paul Bajoria, Rastros de Tinta
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