jueves, 8 de noviembre de 2018

EL APRENDIZ



Era el hombre más feo y con la mirada más perversa que había visto en mi vida.
Me miraba fijamente desde el cartel; las líneas de su rostro brillaban a medida que se secaba la tinta, y eso lo hacía parecer aún más vivo y amenazador. Sujeté el cartel con el brazo extendido para evitar que se arrugara.

COCKBURN

Recorrí el nombre con la vista, deletreándolo en voz baja mientras examinaba las grandes letras negras. ¿Estaban todas bien rectas? La parte de arriba de la «R» no se había impreso bien. A pesar de eso, el efecto era impresionante, y aunque sentía un poco de miedo ante ese villano de ojos malvados, que parecía querer salir del dibujo y estrangularme, estaba muy satisfecho de mi trabajo. Al fin y al cabo, me dije a mí mismo, si el cartel aterrorizaba a la gente, más fácil sería que colaboraran para atrapar al criminal.
Me di cuenta de que uno de los signos de admiración estaba algo torcido. Tendría que enderezar el tipo antes de hacer más.
Ser aprendiz de impresor era un trabajo duro. Tenía que hacer recados y realizar todas las tareas más aburridas y sucias, y el señor Cramplock sólo me pagaba un par de chelines a la semana, lo que no era mucho. Pero lo bueno era que nuestro establecimiento solía ser el primer lugar al que todo el mundo acudía cuando querían que alguna noticia se propagara por la ciudad, así que Cramplock y yo nos enterábamos de todo antes que el resto de la gente. Siempre estábamos haciendo carteles, folletos, libros y periódicos donde se informaba de lo que pasaba por el mundo. Si se había convocado una reunión, o se iba a estrenar una obra de teatro, o se estaba preparando una subasta, o se esperaba una exposición de objetos curiosos, o se había escapado algún convicto, o se iba a ahorcar a alguien, o se encontraba algún cadáver ahogado en el río, o había desaparecido algún ser querido, existían muchas posibilidades de que nosotros estuviésemos al corriente. Eso me hacía sentir importante; caminaba por las calles de Londres y constantemente veía las grandes letras oscuras de mis carteles empapelando muros de ladrillos y vallas de madera. Despertaban en la gente alegría, curiosidad o temor; hacían hablar a todo el mundo. Parecía como si las cosas ocurrieran gracias a mi trabajo.
Solían llamarme el diablillo de la imprenta. Tenía el pelo corto y oscuro, y a menudo llevaba la cara sucia, debido a la tinta que acababa salpicada por todo el taller. Debajo de la tinta, mi piel era morena, tostada por el sol del verano. Por aquel entonces, estaba como un palillo, y solía trabajar con unos pantalones largos y anchos que me iban grandes en la cintura, por lo que siempre tenía que estar subiéndomelos, sobre todo cuando corría. «Por allí viene el diablillo de la imprenta», decía la gente. Al principio pensé que ésa no era una manera muy agradable de llamar a alguien, pero parecía que nadie lo decía con mala intención y en seguida me acostumbré a ese nombre.
—Cuidado con ese signo de admiración, Mog —dijo Cramplock, apareciendo a mi lado para examinar el cartel.
—Señor Cramplock, ¿no le parece que tiene pinta de malo? —comenté, casi con admiración, mientras sostenía el cartel en alto.
—Tiene pinta de asesino, Mog, hum, ¡de asesino! —Repitió la palabra saboreándola y mirando con un gesto de aprobación por encima de sus gafas.
—¿Y qué ha hecho, señor  Cramplock? ¿Ha matado a alguien? —pregunté impaciente. Deseé que fuera así, hasta que me di cuenta de que no debía de ser muy correcto desear algo así.
—No lo sé, Mog. Pero mejor no arriesgarse con él, ¿no crees?
—«¡ES MUY PELIGROSO!» —releí en el cartel antes de dejarlo. Cuando lo coloqué sobre la mesa, el papel se dobló un poco por la mitad, de una manera que parecía que el presidiario se inclinara hacia delante adrede para amenazarme con su rostro tosco y su ceño fruncido. Los ojos, aunque bastante pequeños, como dos inoportunas manchitas negras en el papel, eran la característica más notable de su rostro, y me lanzaban una mirada sangrienta. Me dije que nunca olvidaría esa cara, ni tampoco el nombre que había quedado impreso en grandes letras al apretar los tipos de metal negro sobre el tosco papel blanco.
—Cock… —dije lentamente— … burn. —Y los ojos del fugitivo brillaron, como si hubiese reconocido el sonido de su nombre, como si algo ardiera tras esos ojos, una especie de llama siniestra.
Eché una ojeada nerviosa al taller, como si esperara verlo aparecer de repente a nuestra espalda.

Paul Bajoria, Rastros de Tinta

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