Aquella
velada, la última de la visita oficial, el Ordo Número Tres amenizó a su nuevo
prepósito con una muestra de baile de espadas. Habían trasladado la pesada
silla del alojamiento del comandante y la habían colocado justo en la entrada
del viejo refugio de carromatos, con balas de paja apiladas a ambos lados para
que se pudieran sentar Alexios y los oficiales. Y desde su puesto al lado del
prepósito, Alexios contempló el resplandor de los braseros colocados delante de
la entrada, y vio el espacio vacío de la Plaza de Baile bordeado de antorchas,
y las sombras que se movían en la oscuridad entre ellas, y oyó el primer rumor
del despertar de los tambores.
Desde las
sombras en el extremo más alejado surgieron dos filas de hombres, cada uno con
un par de puñales nativos, y avanzaron hasta el centro del espacio abierto.
Casi siempre empezaban con la instrucción en el manejo del puñal, que era una
especie de calentamiento; y era lo más parecido a la instrucción, en el sentido
que daban las Legiones a la palabra, que todo lo que iba a venir después.
Alexios vio cómo se desplegaban hasta que cada hombre sólo podía cruzar la
punta del puñal con el hombre que tenía más cercano, y tomaba posición con los
pies un poco separados, preparados y esperando. Los tambores somnolientos
despertaron de repente y llenaron la noche. Las hojas se alzaron y extendieron,
captando la luz de las antorchas, se hundieron y giraron para tocar la punta de
la hoja que tenían más cercana —Alexios oyó el beso ligero de metal contra
metal—, después se alzaron de nuevo perfectamente acompasados con el ritmo de
los tambores. Un ritmo lento al principio, pero volviéndose cada vez más
rápido, producido con dedos rápidos y duros, y el canto y la palma de la mano,
hasta que las hojas giraron tan rápidas que el ojo casi no podía seguirlas;
hasta el final, cuando con un rugido de los tambores, cada hombre lanzó sus
puñales girando hacia el aire y los atrapó de nuevo por la hoja cuando caían
también girando. Y eso no se podía encontrar en ningún manual de instrucción.
Ni nada de lo que vino después, durante esa noche.
El Ordo se
estaba llenando de orgullo y enorgulleciendo también a su comandante, un
comandante que, contemplando el espectáculo con ojo de espadachín, lo sabía, y
sintió una oleada cálida de orgullo por ellos mientras veía los pasos
cambiantes de las danzas de guerra y de caza perfectamente ejecutadas, y
escuchó los gritos entrecortados de los bailarines, y vio cómo las armas
reflejaban la luz de las antorchas y cortaban la oscuridad con la velocidad del
rayo. Y las armas no estaban embotadas. Cuando dos hombres se destacaron de los
demás y dispusieron en el suelo sus espadas cruzadas, y dibujaron una telaraña
de pasos a través, alrededor y sobre ellas, un paso en falso podría haber
costado el pie al hombre que lo diera; y cuando las filas de lanceros gritando
a pleno pulmón se lanzaron la una contra la otra, un cálculo erróneo podría
haber significado la muerte de alguien.
El baile
estaba llegando al final y sólo faltaba las «Lanzas del Lobo», que era la pieza
con la que terminaba siempre. La Plaza de Baile estaba de nuevo vacía,
esperando a la luz de las antorchas. Alexios era consciente de un frío nuevo e
inquietante; de una dureza en el aire, de una especie de humo dorado que se
arremolinaba alrededor de las antorchas. La niebla subía desde el estuario.
También era consciente, al dar un paso al frente los bailarines escogidos, del
optio más veterano plantado delante de él, sosteniendo dos lanzas, la suya y
otra más. El hombre sonrió.
—¿Señor? —y le
hizo un pequeño gesto con las cejas en dirección a una de las lanzas.
Alexios dudó
durante un instante. Los Lobos de la Frontera le habían enseñado bien durante
el año que había pasado desde el incidente de los Terneros del Toro, pero tenía
una idea bastante clara de lo que pensaría el prepósito del comandante del Ordo
que se unía a la danza de espadas bárbara de sus hombres.
Entonces se
puso en pie y dejó caer la capa, y pasó al lado del brasero, atrapando
limpiamente la lanza que le lanzó el sonriente optio, y ocupó su lugar en la
formación del círculo.
Los tambores
de piel de venado despertaron de nuevo, y él se movió hacia adelante, dando una
patada con el pie derecho, después con el izquierdo, después girando,
agachándose muy bajo con las rodillas dobladas.
La tierra
pisoteada devolvía un pulso rítmico bajo sus pies, como si fuera el latido de
un corazón que se encontrase a gran profundidad. El golpeteo rápido de los
tambores le estaba despertando, como ocurría siempre, viejos recuerdos de
sangre que en otros tiempos no sabía que poseía, impulsándolo a fundirse con
sus compañeros en la danza, de manera que mientras durase el baile todos
formaban parte de los demás… Pero la danza estaba llegando a su clímax lleno de
giros; la voz de los tambores se elevó hasta un aullido retumbante antes de
quedarse completamente en silencio. Y los bailarines se giraron y cargaron con
las lanzas dispuestas directamente hasta el lugar en que se encontraba sentado
el nuevo prepósito. En el último instante se quedaron parados, lanzando el
largo aullido de lobo, y alzaron las lanzas en señal de saludo.
Y eso fue
todo.
Alexios
entregó su lanza a otro hombre y regresó a la bala de paja en la que había
estado sentado. Respiraba con rapidez, mientras el sudor le caía bajo la túnica
de cuero. Parecía que el ritmo de la danza le seguía atravesando mientras se
puso de nuevo la capa, para protegerse del frío que procedía de la niebla que
se iba espesando.
Rosemary Sutcliff, Los Lobos de
la Frontera
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