miércoles, 14 de noviembre de 2018

BAILE DE ESPADAS



Aquella velada, la última de la visita oficial, el Ordo Número Tres amenizó a su nuevo prepósito con una muestra de baile de espadas. Habían trasladado la pesada silla del alojamiento del comandante y la habían colocado justo en la entrada del viejo refugio de carromatos, con balas de paja apiladas a ambos lados para que se pudieran sentar Alexios y los oficiales. Y desde su puesto al lado del prepósito, Alexios contempló el resplandor de los braseros colocados delante de la entrada, y vio el espacio vacío de la Plaza de Baile bordeado de antorchas, y las sombras que se movían en la oscuridad entre ellas, y oyó el primer rumor del despertar de los tambores.
Desde las sombras en el extremo más alejado surgieron dos filas de hombres, cada uno con un par de puñales nativos, y avanzaron hasta el centro del espacio abierto. Casi siempre empezaban con la instrucción en el manejo del puñal, que era una especie de calentamiento; y era lo más parecido a la instrucción, en el sentido que daban las Legiones a la palabra, que todo lo que iba a venir después. Alexios vio cómo se desplegaban hasta que cada hombre sólo podía cruzar la punta del puñal con el hombre que tenía más cercano, y tomaba posición con los pies un poco separados, preparados y esperando. Los tambores somnolientos despertaron de repente y llenaron la noche. Las hojas se alzaron y extendieron, captando la luz de las antorchas, se hundieron y giraron para tocar la punta de la hoja que tenían más cercana —Alexios oyó el beso ligero de metal contra metal—, después se alzaron de nuevo perfectamente acompasados con el ritmo de los tambores. Un ritmo lento al principio, pero volviéndose cada vez más rápido, producido con dedos rápidos y duros, y el canto y la palma de la mano, hasta que las hojas giraron tan rápidas que el ojo casi no podía seguirlas; hasta el final, cuando con un rugido de los tambores, cada hombre lanzó sus puñales girando hacia el aire y los atrapó de nuevo por la hoja cuando caían también girando. Y eso no se podía encontrar en ningún manual de instrucción. Ni nada de lo que vino después, durante esa noche.
El Ordo se estaba llenando de orgullo y enorgulleciendo también a su comandante, un comandante que, contemplando el espectáculo con ojo de espadachín, lo sabía, y sintió una oleada cálida de orgullo por ellos mientras veía los pasos cambiantes de las danzas de guerra y de caza perfectamente ejecutadas, y escuchó los gritos entrecortados de los bailarines, y vio cómo las armas reflejaban la luz de las antorchas y cortaban la oscuridad con la velocidad del rayo. Y las armas no estaban embotadas. Cuando dos hombres se destacaron de los demás y dispusieron en el suelo sus espadas cruzadas, y dibujaron una telaraña de pasos a través, alrededor y sobre ellas, un paso en falso podría haber costado el pie al hombre que lo diera; y cuando las filas de lanceros gritando a pleno pulmón se lanzaron la una contra la otra, un cálculo erróneo podría haber significado la muerte de alguien.
El baile estaba llegando al final y sólo faltaba las «Lanzas del Lobo», que era la pieza con la que terminaba siempre. La Plaza de Baile estaba de nuevo vacía, esperando a la luz de las antorchas. Alexios era consciente de un frío nuevo e inquietante; de una dureza en el aire, de una especie de humo dorado que se arremolinaba alrededor de las antorchas. La niebla subía desde el estuario. También era consciente, al dar un paso al frente los bailarines escogidos, del optio más veterano plantado delante de él, sosteniendo dos lanzas, la suya y otra más. El hombre sonrió.
—¿Señor? —y le hizo un pequeño gesto con las cejas en dirección a una de las lanzas.
Alexios dudó durante un instante. Los Lobos de la Frontera le habían enseñado bien durante el año que había pasado desde el incidente de los Terneros del Toro, pero tenía una idea bastante clara de lo que pensaría el prepósito del comandante del Ordo que se unía a la danza de espadas bárbara de sus hombres.
Entonces se puso en pie y dejó caer la capa, y pasó al lado del brasero, atrapando limpiamente la lanza que le lanzó el sonriente optio, y ocupó su lugar en la formación del círculo.
Los tambores de piel de venado despertaron de nuevo, y él se movió hacia adelante, dando una patada con el pie derecho, después con el izquierdo, después girando, agachándose muy bajo con las rodillas dobladas.
La tierra pisoteada devolvía un pulso rítmico bajo sus pies, como si fuera el latido de un corazón que se encontrase a gran profundidad. El golpeteo rápido de los tambores le estaba despertando, como ocurría siempre, viejos recuerdos de sangre que en otros tiempos no sabía que poseía, impulsándolo a fundirse con sus compañeros en la danza, de manera que mientras durase el baile todos formaban parte de los demás… Pero la danza estaba llegando a su clímax lleno de giros; la voz de los tambores se elevó hasta un aullido retumbante antes de quedarse completamente en silencio. Y los bailarines se giraron y cargaron con las lanzas dispuestas directamente hasta el lugar en que se encontraba sentado el nuevo prepósito. En el último instante se quedaron parados, lanzando el largo aullido de lobo, y alzaron las lanzas en señal de saludo.
Y eso fue todo.
Alexios entregó su lanza a otro hombre y regresó a la bala de paja en la que había estado sentado. Respiraba con rapidez, mientras el sudor le caía bajo la túnica de cuero. Parecía que el ritmo de la danza le seguía atravesando mientras se puso de nuevo la capa, para protegerse del frío que procedía de la niebla que se iba espesando.

Rosemary Sutcliff, Los Lobos de la Frontera

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