domingo, 25 de noviembre de 2018

NOLI ME TANGERE



Había cogido el autobús para ir al embarcadero aquella misma mañana. La pequeña maleta que llevaba no pesaba demasiado y, afortunadamente, no tuvo que detenerse para hablar con nadie de camino a la estación. Una vez en el autobús, después de comprar el billete y de respirar con algo más de tranquilidad al verificar que nadie se acercaba a ella con la intención de averiguar qué era lo que estaba haciendo y adónde se dirigía, decidió que lo mejor sería sentarse cerca del conductor e, inmediatamente, abrir un libro para esconderse dentro y no apartar los ojos de él hasta haber llegado a su destino.
Cuando el autobús se puso en marcha, se fijó en los demás pasajeros: un hombre de unos sesenta años se había sentado al otro lado del pasillo, en la segunda fila, junto a la ventana, y cuando sus miradas se cruzaron él sonrió abiertamente en su dirección, como si conociera a Julia desde hacía tiempo pero estuviera intentando ser discreto. Aunque lo cierto era que no se conocían en absoluto. Detrás de ella, tres asientos más allá, una pareja había comenzado a discutir en el mismo instante en que arrancaba el motor. Seguramente habían empezado a pelearse ya en la calle o quizá incluso antes, en su casa. Si pusiera un poco de atención, podría entender por qué discutían y qué era lo que se estaban diciendo con voz ronca en parte por el sueño del que todavía no se habían desprendido del todo y en parte por los esfuerzos que hacían los dos por disimular el tono de sus reproches. En una ocasión, Julia pudo oír claramente cómo ella decía: «¿Quieres hacer el favor de bajar la voz? ¿Es que quieres que se entere todo el mundo?»
Los demás, tres chicos de unos dieciocho años, se habían acomodado en los asientos de la última fila, donde podían estirar las piernas e incluso, como harían más tarde, encender un cigarrillo.
Una vez supo con certeza que allí dentro nadie sabía quién era, por fin pudo dejarse llevar por la velocidad de los árboles. Mantenía su libro abierto (un árbol… Otro árbol…), pero por el momento, y aunque conociera bien el paisaje de la isla, iba a dedicarse a mirar por la ventana. Todas sus dudas previas habían desaparecido, se habían evaporado, en el momento en que había comenzado el acto mismo del viaje, el movimiento. Tal vez porque, de repente, sus expectativas debían centrarse en el destino y, por ello, las personas y los objetos que se quedaban en el lugar que acababa de abandonar dejaban de tener tanta importancia. O tal vez porque la suave vibración del desplazamiento le producía una calma extraña, una espontánea entereza que le recordaba que su recorrido de las próximas horas ya no iba a depender de ella y que cualquier decisión, cualquier propósito, debía quedar pospuesto hasta el momento de la llegada.
Entre las páginas de su libro llevaba el billete del ferry que iba a sacarla de la isla en la que había vivido durante cuatro largos años. Lo cierto era que se sentía extrañamente tranquila en aquel autobús.
Casi una hora después, el vehículo comenzó a moverse más despacio. Estaba frenando. Habían llegado y la gente empezaba a recoger sus bolsos. La estación fue apareciendo poco a poco con toda la parafernalia propia de todas las estaciones de autobuses: cafetería, vitrinas amarillentas que guardan los carteles de los horarios, llegadas, salidas… Así que también ella se levantó y, tras cruzarse en el estrecho pasillo con el hombre que tan ampliamente le había sonreído al principio, bajó los dos escalones del autobús con su pequeña maleta en una mano.
—¿Te ayudo? —escuchó. Estaba decidiendo si lo mejor sería tomarse un café antes de dirigirse al embarcadero o si quizá debiera ir a los lavabos de la estación para verificar que su aspecto era aceptable. El pelo en orden, la ropa sin demasiadas arrugas… Miraba su reloj de pulsera mientras intentaba llegar a alguna conclusión, sin centrarse del todo en lo que indicaban las agujas, cuando volvió a escuchar—: Oye. Te lo estoy diciendo a ti, preciosa. Te he preguntado que si necesitas ayuda. Pienso que una chica tan delgadita como tú, con esos bracitos y esas piernecillas, no debería cargar con ninguna maleta.
Julia no estaba muy segura de que estuvieran hablando con ella. Giró la cabeza lentamente, con un deje de extrañeza en la cara, para descubrir, justo delante y más inmensa que nunca, la sonrisa de aquel hombre mayor que viajaba también en el autobús.
—No gracias —respondió—. No pesa mucho.
—¿Cómo no va a pesar, criatura? —respondió él—. Anda trae, que yo me encargo.
Julia no pudo evitar que él le quitara la maleta.
—Pero ya le he dicho que no pesa.
Estiró una mano de inmediato para recuperar su maleta, pero el hombre la retiró de repente, sin dejar de sonreír, y se la colocó a la espalda, fuera de su alcance.
—Quieta, fierecilla… Que no quiero robarte nada. ¿Es que vas a dudar de un viejo como yo?
—Devuélvame la maleta. O llamo a la policía.
Tenía que recuperar su maleta, tenía que tranquilizarse y, sólo más tarde, al cabo de unos segundos que para ella serían años de inexistencia y de terror, tendría que comenzar a maquinar nuevas tretas para no conmoverse. Para lograr que el tiempo se deslizara mansamente por encima de ella sin apenas producirle un roce en la piel.
—Pero si yo no quiero tu maleta para nada, niña. ¿Es que uno no va a poder comportarse como un caballero delante de una señorita guapa? Yo no entiendo eso de que a las mujeres ya no os guste que se os piropee ni que se os ceda la silla o el paso. Vamos, que no me lo creo… Además —dijo acercándose a ella, con la maleta aún pegada a su espalda—, yo te podría dar todo lo que me pidieras. Todo, reina. ¿Quieres verlo? Mira…
Julia intentó alejarse del hombre, pero no podía hacer nada mientras él no le devolviese su maleta.
—Quiero que me deje en paz.
—¿Te gusta el oro, reina?
Ella miraba a su alrededor, en busca de alguien que viera lo que estaba sucediendo, y no se fijó en cómo él sacaba con disimulo de uno de los bolsillos de su chaqueta una increíble acumulación de pulseras, cadenas y pequeños objetos dorados que, al quedar sobre sus dedos un tanto temblorosos, se movían y chocaban entre sí como seres vivos retorcidos e informes.
—¡Yo no quiero nada de eso! —exclamó mientras retrocedía unos pasos.
—¿Por qué no vamos un momentito los dos juntos a los servicios? —le preguntó él entonces, acercándose de nuevo a Julia, ahora con unos labios menos sonrientes y mucho más separados, y aún mostrándole aquel montón de pulseras y cadenas—. No vamos a tardar nada. Todo muy rapidito… Anda, vamos… No te lo pienses más. Todo esto va a ser para ti si lo quieres. Y ya verás como te va a gustar…
—Déjeme en paz —murmuró ella mientras retrocedía dos pasos más.
Pero él volvió a acercarse:
—¿Qué te pasa, boba? Si sólo es un momentito. Allí, en los baños… Nadie se da cuenta de nada y yo te regalo esto, todo esto, para ti. Venga, boba. Si no es nada malo. Y con el gustito que da…
Julia entonces comenzó a encogerse y a doblarse sobre sí misma como si estuviera a punto de dejarse caer al suelo y, cruzándose de brazos, gritó:
—¡Quiero que me deje en paz!
El hombre dejó de sonreír y al instante, al comprender que su voz podría atraer hacia ellos la atención de los demás viajeros, escondió en el bolsillo de su chaqueta la mano en la que sostenía todas sus riquezas doradas.
—Más tarde te vas a arrepentir… —dijo. Y a continuación soltó la maleta de Julia, que cayó de golpe al suelo—. Tampoco es para ponerse así. Vamos, digo yo.
Ella llevaba escrita en un papel la dirección a la que debía dirigirse cuando bajara del ferry. Había buscado aquel trozo de papel arrugado tantas veces, y tantas veces había repasado el nombre de la calle, los números de teléfono, que se los sabía de memoria. Y fue al recordar aquellas ocasiones, al revivir el pánico que la había llevado a aferrarse con desesperación a unos números de teléfono, cuando Julia cerró los ojos con fuerza y, en un segundo, volvió a tenerlo todo encima: el olor ácido que despedía el hombre que se había quedado en su casa y del que debía huir, el color oscuro de sus trajes, el temblor de sus manos y de su boca, las palabras, los gestos, el tono quemado de su piel… En un segundo sintió que él, de nuevo, se había subido sobre ella, sobre su vientre, para poner las manos inmensas sobre su pecho, y supo que no iba a poder soportarlo más. Los ecos de la estación estaban desapareciendo, la gente que subía y bajaba de los autobuses ya no existía… No había conductores ni personas ni maletas que trasladar de un lugar a otro, ni horarios que cumplir. Sólo contaba aquel segundo que estaba a punto de llegar y que ella no iba a poder soportar.
Se llevó una mano a los labios, pero no pudo evitarlo, y comenzó a vomitar. Una sustancia blancuzca y espesa cubrió los dedos de su mano derecha. Para limpiarse tenía que sacar unos pañuelos de papel de uno de los bolsillos exteriores de su maleta. Así que se agachó más, rebuscó y, finalmente, después de emplear varios pañuelos, pudo deshacerse de la cálida suciedad de su propio vómito. Quiso eliminar también lo que había caído al suelo. Estaba intentando no llorar, no debía llorar, pero le resultaba imposible contener unas lágrimas que parecían venir asociadas a la misma náusea.
—¿Estás bien, hija? —Julia elevó la cabeza mientras conseguía cerrar la cremallera del apartado en que había vuelto a guardar su pequeño paquete de pañuelos. Distinguió a dos mujeres que se inclinaban hacia ella, con un gesto de preocupación en la cara.
Ella se puso de pie y se pasó el borde de una mano por los ojos.
—Estoy bien, gracias —dijo.
—¿Seguro? ¿Quieres que te acompañemos a algún sitio?
Miró a su alrededor. El hombre se había ido. Así que se agachó para recoger su maleta, e intentó sonreír, pero notó cómo los ojos se le humedecían otra vez, y supo que en esa ocasión no le iba a resultar tan sencillo retener el llanto. Levantó tímidamente una mano para despedirse de las dos mujeres sin pronunciar una sola palabra, y caminó hacia los lavabos adivinando, más que viendo en realidad, por dónde debía ir. Atravesó una estación que súbitamente se había llenado de extrañas formas curvas y de colores borrosos. Una y otra vez se pasó los dedos por los ojos, y una y otra vez éstos volvieron a empaparse, completamente indiferentes a la voluntad de Julia de dejar de llorar. Indiferentes a todos sus esfuerzos.
Cuando llegó a los lavabos, comprobó con cierto alivio que no debía introducir ninguna moneda para que las puertas se abrieran. No había mucha gente, lo que también hizo que se sintiera algo mejor. Sólo dos chicas que se hablaban en voz muy baja mientras terminaban de lavarse las manos, y la mujer que se encargaba de la limpieza y que le había dado los buenos días al entrar.
—Cualquier cosa que necesite, más papel o jabón o lo que sea, tiene que pedírmelo a mí —dijo mientras se levantaba del taburete en el que había estado sentada hasta entonces—. ¿De acuerdo? ¿Me ha entendido?
Ella hizo un rápido movimiento con una mano indicando que sí, que había comprendido el mensaje a la perfección, e inmediatamente después alcanzó uno de los baños.
Pero la mujer de la limpieza estaba decidida a ir detrás de ella:
—Oye… —volvió a decir—. Chica… ¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?
Julia se giró. De nuevo intentó sonreír y, de nuevo, lo único que consiguió fue llorar más mientras negaba con la cabeza repetidas veces.
Todo lo que deseaba era poder encerrarse en ese baño, dejar la maleta en el suelo y repasar la dirección del lugar al que debía dirigirse. El lugar en el que sabrían cómo portarse con ella, en el que le dirían cómo evitar aquellos vómitos, aquel miedo terrible, y en el que sabrían también cómo portarse con él.
Unos minutos más tarde, ya sola, se puso una mano en la frente y suspiró. Lo que tenía que hacer ahora era subir a aquel ferry y dejar atrás la isla para siempre. Se secó los ojos con los dedos, y leyó algunos de los textos escritos con bolígrafo en las paredes y en la puerta del baño.
—No me toques… —murmuró.
Comenzó a mecerse a sí misma muy lentamente.
«No me toques…»
Quizá no necesitara llorar más.
Pilar Adón

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