Hasta el 6 de
enero, día de la Epifanía ante los Reyes Magos, Isabel y Fernando no hicieron
su entrada triunfal en Granada, donde fueron bien acogidos por sus numerosos
habitantes, a los que enseguida reiteraron su promesa de respetar los acuerdos.
De ahí que la ciudad no fuera entregada a los soldados, ni hubiera saqueos ni
infieles degollados ni mujeres violadas ni ninguna otra clase de atropello,
como es habitual en las guerras (...)
Cuando, poco
después, los reyes tomaron posesión de los palacios y jardines de la Alhambra,
no pudimos dejar de maravillarnos ante tanta belleza y armonía. El paraíso, sin
duda, debía de ser algo así, dada la variedad de árboles y plantas que allí
había y, sobre todo, la gran abundancia de agua, que brotaba y corría por
doquier en aquel lugar ameno y misterioso, en aquella especie de oasis construido
por los moros de Granada para ensalzar a su Dios. Mientras nos adentrábamos en
sus hermosos salones y sus placenteros patios, llenos de estanques y de
fuentes, me sentía cada vez más sorprendida y fascinada, y, al mismo tiempo,
más inquieta y turbada, pues me daba la sensación de que estábamos profanando o
usurpando algo. Bastaba asomarse al salón de los Embajadores para darse cuenta
de que todo allí había sido calculado para asombrar e intimidar al visitante,
con su abundante riqueza y variada decoración.
Luis García Jambrina, La Corte de los Engaños
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