Creo que pocos
poetas de mi generación y de generaciones inmediatas podrían negar la presencia
de Lorca
como el paisaje preponderante que acompañó sus orígenes. Algunos lo han
confesado, otros no, pero lo cierto es que para los que nos lanzamos a partir
de los 60 del siglo pasado, sus poemas fueron una de las primeras cartillas.
Inolvidables para mí son las reuniones en cafés con mis compañeros de la
Universidad de Barcelona, donde se trataba ante todo de leer a Lorca en voz
alta. Yo llegué a más: escribí en mis zapatos blancos de verano unos versos de
Federico, en uno "¡Ay que trabajo me cuesta quererte como te quiero!";
en el otro, “¡Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero!".
También fui
protagonista de un proyecto del entonces estudiante, hoy reconocido pintor, Julián
Grau Santos, que consistía en una exposición entera sobre el Romancero
Gitano. Hizo el boceto completo, con guache, página a página, en mi
libro -un tesoro por su belleza-, y en él yo soy Soledad Montoya y la
Virgen que acompaña al Romance de San Gabriel...
Años más
tarde, esta presencia viva de Lorca se produjo a través de dos de
sus amigos, que fueron grandes amigos míos: Rafael Martínez Nadal y Marcelle
Auclair. Conocí a la segunda cuando buscaba datos para su Enfances
et mort de Federico Garcia Lorca, que empieza con una Introduction a la
mort donde habla del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y
da muchas claves: detalles de aquella corrida última, sucesos posteriores,
recuerdos de Ignacio de sus primeras tentativas, cuando, contando 16 años,
se iba a torear vaquillas sin testigos, pero con el aplauso de los olivos
agitados por el viento que le hacía levantar la mano y saludar, lo que explica
el último verso del poema: "y recuerdo una brisa triste por los olivos".
A cada
pregunta concreta que hacía yo a Marcelle sobre Lorca, me contestaba:
"Llama a Rafael". Así fue como un día, sin más, marqué el número de
Rafael
Martínez Nadal de Londres. Desde aquel momento, cuando venía a Madrid,
cenar en el Olivar de Castillejo con él y su mujer, Jacinta, y muchas veces los
hermanos de ésta, David y Leonardo, Rosa Chacel, Jeannine Mestre, José
Luis Gómez o el escultor Juan Haro se hizo habitual. Rafael recitaba a Federico,
y sus imágenes volaban por encima de las jaras y las retamas... Todo tenía un
sentido secreto. Era un poeta tan universal y fuerte que en cualquier lengua
caía de pie... Bien comprobé yo esto cuando me lo recitó en farsi el gran Ahmad
Shamlu, que, a través de Lorca, llevó a cabo la modernidad de la lírica
en su país.
Aún los veo a
todos, atentos a la palabra. Y la sonrisa destella en cada hoja tocada por la
noche luminosa mientras la llama de una vela oscila sobre la mesa junto a la
fruta y una ráfaga de viento mece las sombras del ramaje. Y es la felicidad esa
armonía, siempre bajo el ala del poema, mientras Rafael recita:
Eran tres
(vino el día con sus hachas.)
Eran dos
(alas rastreras de plata.)
Era uno.
Era ninguno
(se quedó desnuda el agua).
Clara Janés
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