El Palacio de
Westminster, diseñado por el arquitecto Charles Barry, aún estaba inconcluso.
Su monumentalidad recordaba a una catedral laica con toques de edificio
aristocrático. Brigadas de albañiles trabajaban a destajo para ultimar detalles
de mampostería, lo que fastidiaba a diputados y lores, que se quejaban del ruido.
Aquella tarde, las largas agujas de sus torres apuntaban al cielo gris, aunque
la espesura de la niebla las emborronaba. La dorada arquitectura neogótica
albergaba el Parlamento, compuesto por la Cámara de los Comunes y de los Lores.
La piedra, de color dorado, ya empezaba a desmoronarse debido a la
contaminación atmosférica. Se descascarillaba. El Támesis se deslizaba ante una
de las fachadas apaisadas, y en sus turbias aguas flotaban algunos peces
muertos por el humo de las industrias y de los descontrolados vertidos
contaminantes de las fábricas. De las aguas emanaba un olor fangoso y
putrefacto al removerlas las embarcaciones a su paso.
Tras haber
estado toda la mañana trabajando en el taller de su establecimiento, el
relojero comió apenas un bocado, cogió un coche de caballos y se dirigió al
fastuoso Palacio de Westminster. La Torre del Reloj, situada en el lado
noroeste, descollaba con sus casi cien metros de altura. Dieron las tres de la
tarde y repicó el bronce. Cada una de las cuatro caras de la torre tenía un
reloj de enorme esfera blanca.
Entró en las
oficinas de la planta baja, dio su nombre y un funcionario con nariz de
boniato, tras comprobar una lista, lo condujo por diversos corredores hasta la
Torre del Campanario, abrió con una larga llave una puerta y comenzaron a subir
por una larguísima escalera de caracol. Más de trescientos peldaños. Los pasos
resonaban. Finalmente, jadeando por el esfuerzo y con las rodillas temblando,
entraron en la sala donde estaba el gigantesco mecanismo del reloj. El
funcionario le entregó la llave y se marchó farfullando maldiciones, al verse
obligado a bajar de nuevo por aquella interminable escalera.
José dejó en
el suelo el maletín de piel negra con las herramientas de su oficio. El maletín
era similar al de los médicos, lo que no era tan extraño al ser él un médico
del tiempo.
Habían
distribuido por la estancia varios quinqués para que dispusiese de luz
artificial cuando la luz del sol languideciese. En lo alto de la torre había
cinco campanas que daban los cuartos cada quince minutos. La campana más grande
y con un peso cercano a las catorce toneladas, la Gran Campana, conocida
popularmente como Big Ben, sonaba cada hora.
Se quedó allí
un buen rato, pensativo y sin hacer nada, estudiando la maquinaria con atención
para comprender su intrincado funcionamiento. Pesaba unas cinco toneladas.
Rodeó a paso lento aquellos enormes engranajes y ruedas dentadas, y observó con
detenimiento el sistema de escape de gravedad. Había tres pesos suspendidos
conectados con cables de acero a la maquinaria. En el centro, se alzaba un
péndulo con una estrella de tres puntas que hacía funcionar las manecillas del
reloj de cada una de las cuatro esferas exteriores de la torre.
Aquel
monumental reloj había tenido problemas desde su puesta en marcha hacía menos
de nueve años. La primera Gran Campana, que pesaba casi tres toneladas más que
la actual, se resquebrajó al colocarla y hubo que fundirla de nuevo con un peso
menor. A los dos meses de instalarla, se partió de nuevo en el punto donde el
martillo la golpeaba al dar las horas, debido al excesivo peso de éste, y hubo
que repararla una vez más. Ya no había problemas con las campanas de bronce,
cuya pegadiza melodía al dar la hora se había popularizado entre los
londinenses. El problema era ahora el propio reloj, que atrasaba.
Aquella
maquinaria era la más grande que nunca había visto. Constituía todo un reto.
Emilio Lara, El Relojero de la
Puerta del Sol
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