Antojósele al
rey Buby acompañarle en aquella expedición, y así se lo pidió a Ratón Pérez con
el mayor ahínco. Quedóse éste pensativo, atusándose el bigote: la responsabilidad
era muy grande, y érale forzoso además detenerse en su propia casa para recoger
el regalo que había de llevar a Gilito en cambio de su diente.
Á esto respondió
el rey Buby que él se tendría por muy honrado con descansar un momento en casa
tan respetable.
La vanidad
venció a Ratón Pérez, y apresuróse a ofrecer al rey Buby una taza de té, a trueque
de conquistar el derecho de poner cadenas en la puerta de su casa, como se hacía
en aquellos tiempos en todas las que conseguían el honor de hospedar a un monarca.
Vivía Ratón
Pérez en la calle del Arenal, núm. 8, en los sótanos de Carlos Prats, frente por
frente de una gran pila de quesos de Gruyère, que ofrecían a la familia de
Pérez, próxima y abastada despensa (...)
Al poco
entraron en una suave explanada, que venía a desembocar en un sótano ancho y muy
bien embaldosado, donde se respiraba una atmósfera tibia, perfumada de queso.
Doblaron una enorme pila de éstos, y encontráronse frente a frente de una gran
caja de galletas de Huntley.
Allí era donde
vivía la familia de Ratón Pérez, bajo el pabellón de Carlos Prats, tan a sus anchas
y con tanta holgura, como pudo vivir la rata legendaria de la fábula, en el
queso de Holanda.
Ratón Pérez
presentó el rey Buby a su familia como un turista extranjero que visitaba la
corte, y las ratonas le acogieron con esa elegancia de las damas acostumbradas
a mucho trato. Las señoritas hacían labor con su aya Miss Old Cheese, ratona
inglesa muy ilustrada, y la señora de Pérez bordaba para su marido un precioso
gorro griego al calor de una chimenea en que ardía alegre fuego de rabitos de
pasas.
Agradó mucho
al rey Buby aquel plácido interior de familia burguesa, que revelaba en todos sus
detalles esa dorada medianía de la que habla el poeta como del estado más apto
para hallar paz y felicidad en esta vida.
Sirvieron el
té Adelaida y Elvira en primorosas tazas de cáscaras de alubias, y luego se hizo
un poco de música. Adelaida cantó al arpa el aria de Desdémona, assisa al pie
d'un salice, con un gusto y afinación que encantaron al rey Buby.
No era
Adelaida bonita, pero tenía modales muy distinguidos, y hacía oscilar su rabo con
cierta melancólica coquetería, que revelaba, sin duda, alguna pena secreta. Elvira,
por el contrario, era vivaracha y hasta un poco ordinaria; pero la energía de
su alma le rebosaba por los ojos, y el rey Buby creyó ver delante de sí una
espartana repitiendo el himno de las Termópilas, cuando cantó al piano con trágica
entonación y enérgicos rencores de raza:
En el Hospital del
Rey
Hay un ratón con
tercianas,
Y una gatita morisca
Le está encomendando
el alma.
Entró en esto
Adolfo, que venía del Jockey Club, donde con harto sentimiento de sus padres
perdía tiempo y dinero jugando al Pocker con los ratones agregados a la Embajada
alemana. El roce continuo con estos diplomáticos le había engreído y
extranjerizado, y no tenía otros tópicos de conversación que el Polo y el Lawn Tennis.
Con gusto
hubiera prolongado el rey Buby la velada, pero Ratón Pérez, que se había ausentado
un momento, volvió con su cartera terciada a la espalda, y al parecer bien repleta,
y le manifestó respetuosamente que ya era hora de partir.
Hizo, pues, el
rey Buby, con mucha gracia, sus corteses ofrecimientos de despedida, y la Ratona
Pérez, en un arranque de cordialidad un poco burguesa, plantóle en cada mejilla
un sonoro beso. Adelaida le tendió una pata con cierto aire sentimental, que
parecía decir: ¡Hasta el cielo!
Elvira le dió
un apretón de manos á la inglesa, y Miss Old Cheese le hizo una ceremoniosa
cortesía á lo reina Ana Stuard, y le enfiló su lorgnon de concha hasta que le perdió
de vista.
Luis Coloma, Ratón Pérez
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