Aparte de la
propia Karolina, lo más extraordinario que había en la tienda era la casa de
muñecas que estaba construyendo sin descanso su nuevo amigo. Cada tarde, el
Fabricante de Muñecas trabajaba en ella y en una nueva muñeca, una niña con
oscuros tirabuzones y unos ojos brillantes de colores diferentes. El de la
izquierda era de color verde intenso y el derecho azul marino.
Mientras el
Fabricante de Muñecas tallaba con su cuchillo, Karolina cosía prendas para los
otros juguetes. Esa noche estaba haciéndole un vestido rosa a una muñeca
llamada Lucja. Pero Karolina no podía concentrarse en las rosas que estaba
bordando en el cuello del vestido. Le interesaba demasiado la muñeca que iba a
vivir en la casita.
—Tiene pinta
de que será una princesa —dijo Karolina—. Es casi tan preciosa como la dama del
armiño.
La dama del
armiño era la obra de arte favorita de Karolina. El Fabricante de Muñecas
poseía una copia pintada por uno de los artistas que pasaban el tiempo en el
café cercano. La pintura original, de Leonardo da Vinci, estaba en el Museo
Czartoryski, un pequeño edificio con un alegre tejado verde al otro lado de la
plaza principal. La mujer del cuadro parecía ocultar mil secretos tras su
sonrisa apenas esbozada. Su armiño blanco se le enroscaba en el brazo como una
fumarola, y miraba con ojos traviesos.
—Yo no soy un
artista como Da Vinci —dijo el Fabricante de Muñecas. Pero sonreía: siempre
parecía contento cuando hablaba de la casa de muñecas y de la muñeca que
viviría dentro. Aquellos dos juguetes parecían significar para él más que
cualquier otra cosa de la tienda, salvo Karolina.
R. M. Romero, El Fabricante deMuñecas
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