Me parece que
fue al anochecer del 18 cuando avistamos a Zaragoza. Entrando por la puerta de
Sancho, oímos que daba las diez el reloj de la Torre Nueva. Nuestro estado era
excesivamente lastimoso en lo tocante a vestido y alimento, porque las largas
jornadas que habíamos hecho desde Lerma por Salas de los Infantes, Cervera,
Agreda, Tarazona y Borja, escalando montes, vadeando ríos, franqueando atajos y
vericuetos hasta llegar al camino real de Gallur y Alagón, nos dejaron molidos,
extenuados y enfermos de fatiga. Con todo, la alegría de vernos libres
endulzaba todas nuestras penas.
Éramos cuatro
los que habíamos logrado escapar entre Lerma y Cogollos, divorciando nuestras
inocentes manos de la cuerda que enlazaba a tantos patriotas. El día de la
evasión reuníamos entre los cuatro un capital de once reales; pero después de
tres días de marcha, y cuando entramos en la metrópoli aragonesa, hízose un
balance y arqueo de la caja social, y nuestras cuentas sólo arrojaron un activo
de treinta y un cuartos. Compramos pan junto a la Escuela Pía, y nos lo
distribuimos.
D. Roque, que
era uno de los expedicionarios, tenía buenas relaciones en Zaragoza; pero
aquella no era hora de presentarnos a nadie. Aplazamos para el día siguiente el
buscar amigos, y como no podíamos alojarnos en una posada, discurrimos por la
ciudad buscando un abrigo donde pasar la noche. Los portales del Mercado no nos
parecían tener las comodidades y el sosiego que nuestros cansados cuerpos exigían.
Visitamos la torre inclinada, y aunque alguno de mis compañeros propuso que nos
guareciéramos al amor de su zócalo, yo opiné que allí estábamos como en campo
raso. Sirvionos, sin embargo, de descanso aquel lugar, y también de refectorio
para nuestra cena de pan seco, la cual despachamos alegremente, mirando de rato
en rato la mole amenazadora, cuya desviación la asemeja a un gigante que se
inclina para mirar quién anda a sus pies. A la claridad de la luna, aquel
centinela de ladrillo proyecta sobre el cielo su enjuta figura, que no puede
tenerse derecha. Corren las nubes por encima de su aguja, y el espectador que
mira desde abajo, se estremece de espanto, creyendo que las nubes están quietas
y que la torre se le viene encima. Esta absurda fábrica bajo cuyos pies ha
cedido el suelo cansado de soportarla, parece que se está siempre cayendo, y
nunca acaba de caer.
Recorrimos
luego el Coso desde la casa de los Gigantes hasta el Seminario; nos metimos por
la calle Quemada y la del Rincón, ambas llenas de ruinas, hasta la plazuela de
San Miguel, y de allí, pasando de callejón en callejón, y atravesando al azar
angostas e irregulares vías, nos encontramos junto a las ruinas del monas-
terio de Santa Engracia, volado por los franceses al levantar el primer sitio.
Los cuatro lanzamos una misma exclamación, que indicaba la conformidad de
nuestros pensamientos. Habíamos encontrado un asilo, y excelente alcoba donde
pasar la noche.
La pared de la
fachada continuaba en pie con su pórtico de mármol, poblado de innumerables
figuras de santos, que permanecían enteros y tranquilos como si ignoraran la
catástrofe. En el interior vimos arcos incompletos, machones colosales,
irguiéndose aún entre los escombros, y que al destacarse negros y deformes
sobre la claridad del espacio, semejaban criaturas absurdas, engendradas por
una imaginación en delirio; vimos recortaduras, ángulos, huecos, laberintos,
cavernas y otras mil obras de esa arquitectura del acaso trazada por el
desplome. Había hasta pequeñas estancias abiertas entre los pedazos de la pared
con un arte semejante al de las grutas en la naturaleza. Los trozos de retablo
podridos a causa de la humedad, asomaban entre los restos de la bóveda, donde
aún subsistía la roñosa polea que sirvió para suspender las lámparas, y precoces
yerbas nacían entre las grietas de la madera y de la piedra. Entre tanto
destrozo había objetos completamente intactos, como algunos tubos del órgano y
la reja de un confesonario. El techo se confundía con el suelo, y la torre
mezclaba sus despojos con los del sepulcro. Al ver semejante aglomeración de
escombros, tal multitud de trozos caídos sin perder completamente su antigua
forma, las masas de ladrillo enyesado que se desmoronaban como objetos de
azúcar, creeríase que los despojos del edificio no habían encontrado posición
definitiva. La informe osamenta parecía palpitar aún con el estremecimiento de
la voladura.
D. Roque nos
dijo que bajo aquella iglesia había otra, donde se veneraban los huesos de los
Santos Mártires de Zaragoza; pero la entra- da del subterráneo estaba
obstruida. Profundo silencio reinaba allí; mas internándonos, oímos voces
humanas que salían de aquellos misteriosos antros. La primera impresión que al
escucharlas nos produjo fue como si hubieran aparecido las sombras de los dos famosos
cronistas, de los mártires cristianos, y de los patriotas sepultados bajo aquel
polvo, y nos increparan por haber turbado su sueño. En el mismo instante, al
resplandor de una llama que iluminó parte de la escena, distinguimos un grupo
de personas que se abrigaban unas contra otras en el hueco formado entre dos
machones derruidos. Eran mendigos de Zaragoza que se habían arreglado un
palacio en aquel sitio, resguardándose de la lluvia con vigas y esteras.
También nosotros nos pudimos acomodar por otro lado, y tapándonos con manta y
media, llamamos al sueño.
Benito
Pérez Galdós, Zaragoza
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