Ahora se
encontraba a las puertas del museo, impaciente por descubrir qué diantre
pensaba anunciar su antiguo alumno. Una ligera brisa agitó los faldones de su
chaqueta mientras avanzaba por la explanada de cemento que había entre el
edificio y la ribera de la sinuosa ría del Nervión, antaño el alma de una
pujante ciudad industrial. El aire olía vagamente a cobre.
Al final,
levantó la mirada y se permitió a sí mismo admirar el enorme y resplandeciente
museo. La estructura era imposible de abarcar de un simple vistazo. Sus ojos,
pues, deambularon de un lado a otro de la estructura de extrañas líneas
deformadas.
«Este edificio
no se limita a romper las reglas —pensó—. Las ignora por completo. Es un lugar
ideal para Edmond.»
El museo
Guggenheim de Bilbao daba la impresión de haber salido de una alucinación
alienígena: se trataba de un remolineante collage de combadas formas metálicas
que parecían haber sido colocadas unas sobre otras de un modo casi aleatorio.
Ese caótico amontonamiento de bloques de formas curvas estaba recubierto por
más de treinta mil placas de titanio que resplandecían como las escamas de un pez
y proporcionaban a la estructura una apariencia a la vez orgánica y extraterrestre,
como si un Leviatán futurista hubiera salido del agua para tomar el sol a la
orilla del río (...)
A medida que
uno se acercaba al edificio, la fachada parecía metamorfosearse a cada paso
ofreciendo al visitante una nueva personalidad según el ángulo en el que se
encontrara. Finalmente, la ilusión más dramática del museo quedó a la vista de
Langdon: por increíble que pudiera parecer, desde esa perspectiva la colosal
estructura parecía estar literalmente flotando a la deriva en las aguas de un
enorme estanque «infinito» cuyas olas lamían las paredes exteriores del museo.
El profesor se
detuvo un momento para maravillarse ante el efecto y luego se dispuso a cruzar
el estanque a través del puente minimalista que se arqueaba por encima de la
cristalina extensión de agua. A medio camino, un ruido fuerte y siseante lo
sobresaltó. Parecía proceder del suelo del puente. Langdon se detuvo de golpe
al tiempo que una neblina se arremolinaba y comenzaba a elevarse alrededor de
sus pies. El espeso velo de niebla ascendió y se extendió en dirección al
museo, engullendo la base de toda la estructura.
«La escultura
de niebla», pensó.
Había leído
sobre esa obra de la artista japonesa Fujiko Nakaya. La «escultura» era
revolucionaria porque estaba hecha de aire: consistía en un muro de niebla que
se materializaba cada tanto y luego se disipaba lentamente. Como las brisas y
las condiciones atmosféricas nunca eran idénticas de un día para otro, cada vez
que aparecía era distinta.
El puente dejó
de sisear, y Langdon contempló cómo el muro de niebla se asentaba sobre el
estanque, remolineando y cubriéndolo todo como si tuviera mente propia. El
efecto era al mismo tiempo etéreo y desorientador. Todo el museo parecía estar
flotando sobre el agua, descansando ingrávidamente sobre una nube cual barco
fantasma perdido en el mar.
Justo cuando
se disponía a seguir adelante, la tranquila superficie del agua se vio sacudida
por una serie de pequeñas erupciones. De repente, cinco pilares de fuego
salieron disparados del estanque hacia el cielo, retumbando cual cohetes a
través del aire neblinoso y proyectando sus relucientes estallidos de luz sobre
las placas de titanio del museo.
El gusto
arquitectónico del propio Langdon tendía más al clasicismo de museos como el
Louvre o el Prado y, sin embargo, mientras contemplaba la niebla y las llamaradas
que había sobre el estanque, fue incapaz de pensar en un lugar más adecuado que
ese museo ultramoderno para que un hombre que amaba el arte y la innovación y
que tenía una visión tan clara del futuro celebrara un evento.
Abriéndose
camino entre la niebla, se dirigió finalmente hacia la entrada del edificio,
una ominosa abertura negra en la estructura reptiloide. Al acercarse al umbral,
no pudo evitar la desasosegante sensación de estar entrando en la boca de un
dragón.
Dan
Brown, Origen
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