Dentro de unos
días, habré llegado a El corazón de las tinieblas.
Esa novela
siempre me ha obsesionado. Al encontrarme, un siglo largo después de Conrad,
en los mismos lugares que él visitó, donde padeció la aventura que después se
convirtió en libro, no pude evitar la opresión de su sombra, como un peso
aplastante.
Sin embargo,
las circunstancias eran muy diferentes: ya no estamos en el siglo XIX, sino en
el XXI. El centro del río Congo, a plena luz del día, dista mucho de recordar
las tinieblas. El río es ancho, más de un kilómetro, y sus aguas reflejan los
rayos del sol como mil espejos. El cielo, a esa hora y en ese mes, es tan
luminoso que más que azul parece blanco. La selva impenetrable, que corta la
vista a lo largo de ambas orillas, combina los verdes más brillantes con los más
opacos para formar una imagen caleidoscópica, realzada por las variadas notas
de color de las últimas casas de Brazzaville, que se iban perdiendo a nuestra
espalda. Todo muy alejado de El corazón de las tinieblas. En
apariencia.
El primer día
de viaje lo pasé acodado en la amura de estribor, contemplando con prevención
la orilla derecha del río, donde la selva contrastaba oscura contra la cegadora
luz del sol, que apenas se alzaba sobre las copas de los árboles más altos. La
tripulación del vapor parecía compartir mis temores. Además de ceñirse lo más
posible a la orilla izquierda, lanzaban miradas de soslayo hacia el lado
opuesto, como si temiesen ser atacados en cualquier momento. Pero ningún grupo de
hombres armados rompió la quietud y el silencio del bosque, y hasta que pasamos
frente a Kunzulu apenas vimos señales de habitación humana. Río abajo, Kinshasa
era invisible, oculta por la gran isla boscosa situada en el centro de la balsa
de Malebo.
Tras esa masa
negruzca de árboles entrelazados, trepadoras y epifitas, uno podía imaginarse
lo peor. Detrás de ese telón, invisible como una obra de teatro representada a
espaldas del público, a lo largo de miles de kilómetros, ardían a escondidas varios
campos de batalla: los de la lucha contra enfermedades misteriosas, terribles,
como el SIDA y el virus Ébola; los del conflicto olvidado, la guerra
continental africana, la pugna de nueve países por el control de los diamantes.
La tragedia de Ruanda, que conmovió al mundo, había contaminado el país vecino,
esa triste víctima de colonialismos, guerras civiles y dictaduras, que ni
siquiera parece capaz de mantener su nombre, pasando en rápida sucesión, en
menos de medio siglo, por Congo Belga, Congo-Kinshasa, Zaire, República
Democrática del Congo...
Afortunadamente,
mi viaje no haría otra cosa que rozar la frontera fluvial del país mártir. Yo
me dirigía a Ouésso, al norte del otro Congo, la República del Congo, el
Congo-Brazzaville. Para llegar allí debíamos remontar el gran río hasta su
confluencia con uno de sus afluentes, el Sangha, un poco más arriba de Mossaka.
Una distancia de casi cuatrocientos kilómetros. A partir de ahí, otros
trescientos sesenta Sangha arriba. Allí, al revés que a Marlow, el héroe de la
novela de Conrad, no había ningún Kurtz esperándome. Al menos, eso creía yo.
Me las
prometía muy felices. Por cuenta de mi periódico, iba a entrevistar a una mujer
famosa en todo el mundo, la doctora Joan Wickedwhole, la zoóloga. No era mi
primer viaje a los lugares exóticos del planeta. Hace años me interné en las
profundidades de las selvas de Camboya para hacer un reportaje gráfico sobre el
estado de las ruinas de Angkor Vat después de la caída de los Jemeres Rojos.
También he estado en las canteras de Liao-Ning, en el corazón de China, donde
tuve la suerte de ser testigo del descubrimiento de una nueva especie de
dinosaurios con plumas, el Microraptor gui. Todo esto me ha dado cierta
notoriedad, que me resbala, pues me interesa mucho más lo que yo hago que lo
que digan de mí.
La mañana del
segundo día cambió el aspecto del paisaje. El río se ensanchó considerablemente
y comenzó a salpicarse de cadenas de islas que dividían su corriente y nos
protegían convenientemente de la temida orilla derecha. La pantalla de árboles
que se alzaba a nuestra izquierda se hizo menos tupida y permitió columbrar a
lo lejos sabanas abiertas pobladas por pequeños grupos de jirafas, los únicos
animales visibles a esa distancia.
A la caída de
la noche llegamos a Mossaka, poco más que un amontonamiento de casas nativas
alrededor del muelle. Descendí a tierra y busqué alojamiento en una fonda a dos
calles del río, pues la tripulación tenía que dejar allí parte de la carga y no
proseguiríamos viaje hasta la mañana siguiente. Apenas puse pie en el muelle,
me asaltó una nube de mosquitos, de los que nos habíamos librado, desde que
salimos de Brazzaville, gracias a la velocidad del barco. La cena fue un simple
guiso de arroz con pan de mandioca, sazonado por precaución con una píldora
antipalúdica. Dormí de un tirón sobre una triste colchoneta, debajo del
mosquitero, aunque estaba magullado después de treinta y seis horas de viaje
por el río.
Apenas alboreó
el día, emprendimos la segunda parte del viaje y abandonamos el río Congo y la
frontera, introduciéndonos en el Sangha y en el territorio de la República del
Congo. El terreno es pantanoso, cubierto de manglares, juncos y hierbas altas.
Allí la selva se retira del río, pero su masa oscura sigue siendo visible a la
distancia como una amenaza insondable.
Durante la
noche siguiente, mientras trataba en vano de conciliar el sueño sobre un duro
catre, poco más que un estrecho banco cubierto con una manta, penetramos en el
territorio de Sangha, una de las dos regiones situadas al norte de la
República, la parte más salvaje y menos poblada del país. Según los datos que
había podido recabar, poco dignos de confianza por la falta de censos fiables,
la población de Sangha no llega a un habitante por kilómetro cuadrado. No era,
pues, de extrañar que al día siguiente, último del viaje, apenas
distinguiésemos casas o seres humanos en las orillas, aparte de un par de
aldeas ribereñas, Pikounda e Ikelemba, donde ni siquiera nos detuvimos. Poco
más allá de esta localidad, la selva vuelve a acercarse por ambos lados hasta
las márgenes, y el río, mucho más estrecho que en su desembocadura, se convierte
en un túnel umbrío, que avanza entre dos murallas verdes que se aproximan por
la parte superior, dejando apenas entrever el cielo como una estrecha banda
sobre nuestras cabezas.
Caía la tarde
cuando llegábamos a Ouésso. La capital de la región de Sangha, situada junto a
la frontera del Camerún, es tan pequeña que ni siquiera figura en muchos mapas.
Las chozas nativas, cuadradas con techo de bálago, se agrupan de forma
irregular alrededor de los edificios administrativos, que forman el centro de
la localidad. Avisado por radio de mi llegada, el señor Kukuya, representante
del gobierno en Ouésso, me estaba esperando en el muelle. Se lo agradecí, especialmente
cuando me informó de que la doctora Wickedwhole no vivía en la ciudad.
—Es un poco
tarde —dijo, señalando hacia el cielo, que el breve crepúsculo ecuatorial había
oscurecido en un abrir y cerrar de ojos—. No encontrará a nadie que quiera
guiarle en plena noche. Entre tanto, le ofrezco la humilde hospitalidad de mi
casa y de mi mesa.
—Acepto
agradecido —repuse—. ¿Está muy lejos de Ouésso la residencia de la doctora?
—A unos diez
kilómetros hacia el este, al otro lado del río, en el corazón de la selva. El
camino no es difícil. Mañana, a primera hora, le llevarán hasta allí.
Kukuya chascó
dos dedos para ordenar a un par de mozos que cargasen con mi equipaje, y
emprendió la marcha hacia el centro de la capital. Le seguí, arrastrando un
poco los pies, pero contento ante la perspectiva de una buena cena y de dormir
en una cama de verdad, después de cuatro días de viaje agotador. Las palabras
que había pronunciado mi huésped me habían recordado mi obsesión, la novela de Conrad.
Por fin estaba en El corazón de las tinieblas.
Manuel Alfonseca, Los Moradores
de la Noche
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