En algunos
aspectos, desde luego, Salamanca estaba muy cambiada: había nuevos y muy
vistosos palacios, construidos, sobre todo, para aparentar y hacer ostentación
de poder y de riqueza, como el de la familia Maldonado o Casa de las Conchas,
llamada así porque su fachada estaba decorada con más de trescientas veneras
dispuestas al tresbolillo. Se estaba levantando también una nueva catedral,
mucho más imponente que la anterior; y, pasaras por donde pasaras, siempre se
escuchaba el golpear de los canteros, pues toda la ciudad estaba en obras.
De ese
entusiasmo por derribar, construir y renovar edificios tampoco se libraba el
Estudio, que no paraba de abrir nuevos colegios mayores. No hacía mucho que se
habían concluido también las obras de la portada occidental de las Escuelas
Mayores, en la rúa Nueva, que hablaba con gran elocuencia del esplendor
alcanzado por la Universidad de Salamanca en esos años, a pesar de la
competencia de la de Alcalá de Henares. La fachada sobresalía del muro del
edificio unos dieciséis pies, pues se había construido delante de un pequeño
cuerpo añadido a la antigua portada, dando lugar a un nuevo zaguán y a una
pequeña capilla en la parte de arriba. En la calle, de ambos lados del frente,
salía un pequeño muro almenado que rodeaba toda esa parte del Estudio, dándole
aspecto de fortaleza.
La Fachada
Rica, como se la conocía popularmente, era un enorme tapiz, retablo o
estandarte de piedra lleno de símbolos, medallones, figuras, frisos y una
abigarrada decoración, cuyo conjunto parecía componer un elogio de la monarquía
española y una glorificación del emperador reinante, como protector del
Estudio. En ella se distinguían tres niveles o alturas muy bien diferenciados,
con cinco calles cada uno, separados por frisos y enmarcados por medias
columnas. En el primero, estaban los Reyes Católicos, rodeados de una
inscripción en griego que podría traducirse de este modo: «La universidad para
los reyes y estos para la universidad». El segundo estaba ocupado por un gran
escudo central, probablemente el del emperador. A los lados, había dos más, uno
con el águila de San Juan y otro con el águila bicéfala; y, en los extremos, un
medallón con la efigie del emperador Carlos y otro con la de la emperatriz
Isabel de Portugal, claramente idealizados, sobre todo el del rey, y, encima de
ellos, el emperador Marco Aurelio y su esposa Faustina, dos espejos del pasado
romano en los que los emperadores actuales deberían mirarse. Por último, en la
parte de arriba, se veía el escudo de la universidad y, a los lados, las
figuras de Hércules y Venus, así como cuatro medallones con la efigie de
grandes figuras de la Antigüedad, acompañados de diversos símbolos. Todo ello
muy bien conjuntado. Sin embargo, había muchos elementos y figuras que no
acababan de casar unos con otros o de los que no se sabía qué función podían
tener o cuál era su verdadero significado. De tal modo que la portada había
acabado convirtiéndose, para la mayoría, en un enigma. De hecho, todos aquellos
que la contemplaban coincidían en que, detrás de ese intrincado laberinto de
piedra, cuya belleza nadie discutía, debía de haber una historia, un discurso,
un sentido alegórico escondido, o tal vez más de uno, pero, por más que algunos
lo intentaban, nadie era capaz de descifrar su misterio. Tampoco Rojas lo fue;
de todos modos, no le dedicó mucho tiempo, ya que tenía otras incógnitas en las
que pensar.
Como obra
arquitectónica, lo más asombroso de tan majestuosa fachada era que había sido
hábilmente construida para ser contemplada desde el otro lado de la calle,
demasiado angosta para una portada de tal envergadura; de ahí que el volumen de
las tallas fuera aumentando de forma progresiva conforme se ascendía, hasta
llegar a ser casi esculturas de bulto en el último cuerpo, sobre cuya cornisa
se alzaba la hermosa crestería. Y todo ello parecía estar como suspendido en el
aire sobre la doble entrada de arcos escarzanos que daba acceso al templo del
saber.
Después de
permanecer un buen rato admirando la fachada, Rojas se decidió a entrar en el
edificio. En contraste con el exterior, el claustro era más bien sencillo y
austero, con pilares de arista viva, sin ninguna clase de adorno, y arcos de
medio punto, seis por cada lado, menos en el oeste, que solo tenía cinco,
debido a que la planta era irregular. Los techos, por otra parte, eran de
madera y las paredes estaban casi desnudas. En torno al patio, se distribuían
las diferentes aulas o generales, como si se tratara de un monasterio.
Luis García Jambrina, El Manuscrito de Fuego
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