miércoles, 15 de agosto de 2018

LA FACHADA RICA DE LA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA



En algunos aspectos, desde luego, Salamanca estaba muy cambiada: había nuevos y muy vistosos palacios, construidos, sobre todo, para aparentar y hacer ostentación de poder y de riqueza, como el de la familia Maldonado o Casa de las Conchas, llamada así porque su fachada estaba decorada con más de trescientas veneras dispuestas al tresbolillo. Se estaba levantando también una nueva catedral, mucho más imponente que la anterior; y, pasaras por donde pasaras, siempre se escuchaba el golpear de los canteros, pues toda la ciudad estaba en obras.

De ese entusiasmo por derribar, construir y renovar edificios tampoco se libraba el Estudio, que no paraba de abrir nuevos colegios mayores. No hacía mucho que se habían concluido también las obras de la portada occidental de las Escuelas Mayores, en la rúa Nueva, que hablaba con gran elocuencia del esplendor alcanzado por la Universidad de Salamanca en esos años, a pesar de la competencia de la de Alcalá de Henares. La fachada sobresalía del muro del edificio unos dieciséis pies, pues se había construido delante de un pequeño cuerpo añadido a la antigua portada, dando lugar a un nuevo zaguán y a una pequeña capilla en la parte de arriba. En la calle, de ambos lados del frente, salía un pequeño muro almenado que rodeaba toda esa parte del Estudio, dándole aspecto de fortaleza.

La Fachada Rica, como se la conocía popularmente, era un enorme tapiz, retablo o estandarte de piedra lleno de símbolos, medallones, figuras, frisos y una abigarrada decoración, cuyo conjunto parecía componer un elogio de la monarquía española y una glorificación del emperador reinante, como protector del Estudio. En ella se distinguían tres niveles o alturas muy bien diferenciados, con cinco calles cada uno, separados por frisos y enmarcados por medias columnas. En el primero, estaban los Reyes Católicos, rodeados de una inscripción en griego que podría traducirse de este modo: «La universidad para los reyes y estos para la universidad». El segundo estaba ocupado por un gran escudo central, probablemente el del emperador. A los lados, había dos más, uno con el águila de San Juan y otro con el águila bicéfala; y, en los extremos, un medallón con la efigie del emperador Carlos y otro con la de la emperatriz Isabel de Portugal, claramente idealizados, sobre todo el del rey, y, encima de ellos, el emperador Marco Aurelio y su esposa Faustina, dos espejos del pasado romano en los que los emperadores actuales deberían mirarse. Por último, en la parte de arriba, se veía el escudo de la universidad y, a los lados, las figuras de Hércules y Venus, así como cuatro medallones con la efigie de grandes figuras de la Antigüedad, acompañados de diversos símbolos. Todo ello muy bien conjuntado. Sin embargo, había muchos elementos y figuras que no acababan de casar unos con otros o de los que no se sabía qué función podían tener o cuál era su verdadero significado. De tal modo que la portada había acabado convirtiéndose, para la mayoría, en un enigma. De hecho, todos aquellos que la contemplaban coincidían en que, detrás de ese intrincado laberinto de piedra, cuya belleza nadie discutía, debía de haber una historia, un discurso, un sentido alegórico escondido, o tal vez más de uno, pero, por más que algunos lo intentaban, nadie era capaz de descifrar su misterio. Tampoco Rojas lo fue; de todos modos, no le dedicó mucho tiempo, ya que tenía otras incógnitas en las que pensar.

Como obra arquitectónica, lo más asombroso de tan majestuosa fachada era que había sido hábilmente construida para ser contemplada desde el otro lado de la calle, demasiado angosta para una portada de tal envergadura; de ahí que el volumen de las tallas fuera aumentando de forma progresiva conforme se ascendía, hasta llegar a ser casi esculturas de bulto en el último cuerpo, sobre cuya cornisa se alzaba la hermosa crestería. Y todo ello parecía estar como suspendido en el aire sobre la doble entrada de arcos escarzanos que daba acceso al templo del saber.

Después de permanecer un buen rato admirando la fachada, Rojas se decidió a entrar en el edificio. En contraste con el exterior, el claustro era más bien sencillo y austero, con pilares de arista viva, sin ninguna clase de adorno, y arcos de medio punto, seis por cada lado, menos en el oeste, que solo tenía cinco, debido a que la planta era irregular. Los techos, por otra parte, eran de madera y las paredes estaban casi desnudas. En torno al patio, se distribuían las diferentes aulas o generales, como si se tratara de un monasterio.

Luis García Jambrina, El Manuscrito de Fuego

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