PINITO DEL ORO, 1931 –
2017;
IN MEMORIAM
Un artista del
trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de
los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al
hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de
perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras
trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus
necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se
relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo
subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
De esta manera
de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo.
Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque
como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía
quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los
directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario,
insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de
aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección
de su arte.
Además, allá
arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían
las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire
irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano
estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de
ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado
uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban
largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas
palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las
conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra
respetuosa, si bien poco comprensible.
A no ser
entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba
cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a
la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su
arte sin saber que era observado.
Así hubiera
podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables
viajes de lugar en lugar, que le molestaban en sumo grado. Cierto es que el
empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente.
El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a
la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado
lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.
En el tren,
estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en
la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo
equivalente- de su manera de vivir.
En el sitio de
destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando
todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario
era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la
cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A
pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los
nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran
económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.
Una
vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario
recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio
le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo
necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos
trapecios, uno frente a otro.
El empresario
accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la
aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que
nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía
horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario,
deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta
conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios
serían más variados y vistosos.
Pero el
artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se
levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna
respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro
contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas
preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
-Sólo con una
barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya
fue muy fácil al empresario consolarle. Le prometió que en la primera estación,
en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo
trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al
artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias
por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta
suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En cambio, él
no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima
del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarle,
¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No
amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño,
aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a
dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del
trapecio.
Franz Kafka
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