Yo digo que
estar en aquella casa y en aquel barrio no era estar en Zaragoza. Tenía yo la
impresión de haber regresado al castillo. Ir desde mi casa al centro de la
ciudad era una aventura. La ciudad verdadera estaba en el Coso, la Plaza de la
Independencia con su paseo del mismo nombre, la calle de Alfonso y la plaza del
Pilar. El templo del Pilar tan famoso y tan grande, era moderno y decorado casi
como un hotel o un barco de lujo. Todo el barrio del Pilar con excepción de San
Juan de los Panetes —que parecía datar del siglo XIII— era moderno. Mis padres
veneraban a la Virgen del Pilar, pero no estimaban mucho el templo.
En cuanto a la
parte sureste de la ciudad, desde la plaza del Justicia Lanuza hasta Torrero y
el Cabezo de Buena Vista, era la parte más moderna y vivían allí los rentistas
prósperos. Aquello era el porvenir. Casas con jardín, calefacción y hasta
algunas —creo yo— piscina privada.
Como se puede
suponer, yo era un gran andarín y en pocos días me recorrí la ciudad entera de
arriba a abajo. Lo mismo que en la aldea necesitaba saber lo que en cada barrio
sucedía a cada hora del día para poder sentirme a gusto en mi piel. Además, con
aquellos paseos compensaba mis encierros en el internado de Reus. Y buscaba
aventuras. Es decir, sorpresas, como todos los chicos.
Sabía que a
las siete de la mañana, en el Coso asfaltado, los barrenderos regaban el
pavimento con largas mangas cuyos chorros se irisaban al sol. Solía haber un
perro lobo que jugaba con el agua y el manguero le daba unas duchas terribles.
Al perro le gustaban. El manguero me dijo que aquel perro era muy inteligente y
que todos sus parientes —los del animal— se dedicaban a las tablas. Con eso
quería decir que trabajaban en el teatro o en el circo.
Un poco más
abajo, por la calle de Cerdán, se iba al mercado, donde millares de compradores
y vendedores hacían cada día sus negocios en frutas, legumbres, carne y
pescado, protegidos del sol por un inmenso cobertizo de metal y cemento,
complicado como laberinto de Creta. Los olores más diversos se mezclaban allí
dentro, pero dominaba la sensación de frescura húmeda. Por el centro del
pavimento de ladrillo había arroyuelos de agua circulando como en los alcázares
moros. Aquel sitio me parecía terriblemente exótico. Las mujeres discutían de
un puesto al otro, sobre todo las verduleras, y se decían las palabras más
desvergonzadas que había oído en mi vida. Algunas al verme a mí se callaban
como si les diera vergüenza.
Allí mismo
comenzaba la calle que me parecía a mí más histórica de Zaragoza. La calle de
Predicadores, donde estaba la cárcel. Allí tuvieron preso a Antonio Pérez, el
privado de Felipe II, antes de escapar a Francia: era una calle ancha, de
edificios altos, con esa pátina entre topacio y rosa que dan los siglos a las
viviendas civiles mientras que las piedras de las catedrales y los palacios
toman un color oscuro de hierro colado. En aquella calle de Predicadores se
solía ver, a veces, algún soldado sentado en el encintado de la acera abriendo
con su cuchillo un melón. Había también carritos con su toldilla ofreciendo
«galletas americanas» que eran una especie de sandwiches de helado de vainilla.
Valían quince céntimos y yo hacía un consumo razonable de ellas.
Detrás del
costado norte de la calle de Predicadores se sentía el río con sus tres grandes
puentes. Uno el del tren, otro clásico puente de piedra de pilastras romanas,
muy amplio. Por él pasaban las dos vías de los tranvías del arrabal y de la
estación del Norte. Todavía había otro más abajo, con pilastras de cemento, que
debía ser el que usaban los carreteros y labradores de la parte más agrícola
del municipio hacia la desembocadura del Gállego.
En sucesivas
excursiones fui descubriendo el resto de la urbe. La curiosidad desplazaba
todos los demás intereses. Quería sólo ver. Y no perdía detalle.
Ramón
J. Sender, Crónica del Alba
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