El viento
susurraba suavemente entre las ramas de los álamos, arrancando de ellas doradas
hojas que revoloteaban en su seno hasta caer blandamente sobre el suelo
alfombrado de amarillo. El otoño se paseaba por la alameda, cubriendo con su
manto áureo todo el paisaje, y llevándose consigo las pocas hojas que retenían
los árboles.
Sólo el
murmullo del aire, generalmente cálido, pero con algún ramalazo frío, heraldo
de la próxima llegada del invierno, turbaba el silencio de aquel atardecer otoñal.
Entonces se
escuchó un rítmico crujido que venía por la senda cubierta de hojas secas. El
viento calló por un momento, sorprendido. Seguidamente, sopló con un atisbo de
rabia, arrancando algunas quejas de los semialetargados árboles, furioso ante tamaña
osadía.
Los pasos que
así rompían el concierto de otoño de los álamos y el viento pertenecían a un
hombre alto, cubierto con un abrigo gris de cuello alzado, que impedía distinguir
sus rasgos. Contribuía a ello una bufanda oscura que aleteaba tras él. Sus
manos se hundían en la oscuridad de los bolsillos del abrigo. Unas recias botas
anunciaban que el visitante estaba próximo.
El viento
trató de arrebatarle la bufanda, sin éxito. Exasperados, los árboles iniciaron
una irritada sinfonía de hojas tintineantes, a coro con el aire.
Pero en
intruso no se inmutó.
El viento
expiró con un suave quejido, y los árboles se callaron. El otoño no tenía
fuerzas aquella tarde para echar al hombre de la alameda.
Los pasos
siguieron oyéndose a lo largo del camino. Una leve brisa levantó algunas hojas
del suelo, en un remolino de advertencia que el intruso de la bufanda no escuchó.
El sol arrancaba destellos de oro de las hojas caídas, y de las casi desnudas
ramas arbóreas que ya no bailaban al son del viento.
El desconocido
se detuvo, y alzó la cabeza para mirar a lo alto.
La brisa
enmudeció: los hombres siempre miraban al suelo, nunca a lo alto, de modo que
tal vez aquél fuera uno especial.
Entonces el
intruso se acercó a uno de los álamos, sacó una mano del bolsillo y acarició
dulcemente la corteza del árbol, que se estremeció bajo su tacto.
El viento
silbó, admirado. No, decididamente, aquél no era un hombre corriente. Las ramas
corearon su conclusión, excitadas, y hasta la maleza, de ordinario tan silenciosa,
susurró su aprobación; y el otoño asomó su barba dorada por entre el follaje,
para averiguar quién era aquel desconocido que miraba a lo alto y acariciaba a
los árboles.
El rostro
pardo del otoño arrugó la frente al descubrir al hombre de la bufanda sentado
bajo el álamo al que había acariciado. Se oyeron risas entre la espesura, y dos
pares de ojos rasgados, salvajes, brillaron con admiración bajo las luces del
ocaso: una pareja de dríades había acudido al lugar.
Las ramas de
los árboles cantaron de nuevo, sacudidas por la impaciencia del viento. Pocos
hombres llamaban la atención de los espíritus del bosque, pocos hombres hacían
salir a las dríades de sus encinares encantados. El otoño comenzaba a perdonar
a aquel desconocido su interrupción de
la melodía del atardecer.
Las dríades
asomaron la cabeza, curiosas, para ver qué hacía el intruso sentado bajo el
árbol. El viento contuvo el aliento. Los álamos callaron. El otoño frunció el
ceño, admirado.
El hombre
escribía.
¡Escribía! Las
dríades rieron y batieron palmas, regocijadas, porque el desconocido ponía una
línea bajo otra, y no todo seguido. La pluma (¡pluma!) rasguñaba el papel
delicadamente, engarzando palabras, tejiendo imágenes y sonidos que poca gente
era capaz de entender. Las dríades estiraron el cuello para ver mejor y
cruzaron una mirada de alegría.
Era un poeta.
El rostro
pardo del otoño volvió a arrugarse en una expresión de incredulidad. ¡Qué
extraño! El otoño habría jurado que ya no quedaban poetas. O, al menos, no como
los que existieron antaño, que atraían a las dríades, y miraban a lo alto, y
acariciaban a los árboles. No, aquélla había sido una raza extraña de hombres,
dotados de una sensibilidad poco común, que hablaban con el viento y escuchaban
a los mares.
Pero de
aquellos .... ya no se hablaba.
Habían sido
una raza diferente, sí, pero minoritaria, y habían estado desde el principio
condenados a lo que eran ahora: una raza extinta.
Quedaban
poetas, claro, pero eran poetas engendrados en el seno de los tiempos modernos.
Los poetas que existían ahora caminaban con la cabeza gacha y solo escuchaban
los múltiples sonidos de la ciudad, respiraban humo y pensaban que todo estaba
perdido. Los poetas de hoy vivían con un extraño peso en el corazón.
El otoño les
comprendía, en el fondo.
Pero aquel desconocido...
El otoño tuvo
la sensación de que aquel poeta tampoco era un poeta de los de antaño. Pero era
parecido a ellos.
El viento
jugaba ahora con los cabellos del hombre, forcejeando suavemente con la
bufanda, para destaparle la cara. Las dríades habían trepado al álamo para ver
desde arriba qué era lo que estaba escribiendo. Se taparon la boca para evitar
risillas indiscretas que pudieran molestar al poeta en su trabajo.
La brisa trajo
hasta los oídos del otoño el parloteo nervioso de las dos habitantes del bosque
profundo. Alzó las cejas, desconcertado. ¡De modo que el poeta relataba una
historia en verso! Aquello no era posible. Debía de tratarse de un error.
Las dríades
decían que el poeta también sabía contar cuentos. Que conocía el lenguaje de la
Madre Tierra y del Señor de los Vientos, y que sembraba la semilla de la ilusión
en los corazones de los hombres.
El visitante
de la bufanda era poeta, cantor, pintor, a veces payaso, y a menudo narrador de
cuentos. Viajaba errante por el mundo, llevando su magia a todos los rincones
del planeta. Las dríades no recordaban haber visto nunca a nadie así.
Pero el otoño
era ya muy anciano, y sí recordaba. Mucho tiempo atrás, tanto que las
caprichosas dríades lo habían olvidado, muchos de aquellos hombres vagaban por la
tierras. Los había a cientos, pero pocos auténticos. El progreso los había ido
diezmando poco a poco. Y ahora, del mismo modo que no quedaban poetas como los
de antaño, tampoco quedaban juglares.
Pero aquel
hombre parecía ser un superviviente de la desaparecida raza y, sin embargo, no
era como los demás que el otoño había visto mucho tiempo atrás. Los juglares
traían alegría: aquel hombre parecía infinitamente triste. El otoño se dijo que
no era de extrañar, dados los tiempos que corrían. No era época para juglares:
nadie los escucharía.
Aquel
individuo era como una rara piedra preciosa, de ésas que, si tienes suerte,
encuentras una sola vez en la vida. Las dríades lo entendieron así, y guardaron
un respetuoso silencio mientras el juglar acababa su composición, un soberbio
poema épico titulado "El canto del cisne".
El tiempo pasó
sin sentirse hasta que el viento anunció, a través de las ramas de los árboles,
que el sol se hundía entre las montañas.
Entonces el
poeta entendió y alzó la mirada.
Había
terminado de escribir.
Se levantó
pues, y leyó su obra en voz alta, con incontrolada emoción, para todas las
criaturas que le estaban observando y que sólo él podía sentir. Y las dríades suspiraron
al ver una lágrima temblando en sus ojos, y casi gritaron, alarmadas, cuando el
juglar, tras echar el último vistazo a su obra, arrojó los papeles por encima
de su hombro.
El viento se
esforzó por juntarlos de nuevo, sin éxito. En su precipitación no hizo sino
esparcirlos aún más entre los álamos.
El poeta caminaba
ya por la vereda, abstraído.
El viento
abandonó la afanosa búsqueda de los papeles y aprovechó para arrebatarle la
bufanda juguetonamente; pero el juglar no hizo nada por recuperarla. El viento arrastró la prenda de un lado para
otro, desconcertado, sin saber muy bien que hacer con ella. Cualquier hombre
corriente habría seguido el juego del viento, y habría perseguido la bufanda.
Pero el juglar
no era un hombre corriente.
El viento se
detuvo, exhausto, y contempló con impotencia cómo el extraño visitante de la
alameda se alejaba entre los árboles. Éste alzó de nuevo el rostro mientras
caminaba, y las dríades suspiraron más profundamente al ver sus dulces ojos
color miel.
El juglar
había oído el sonido del río, que lo llamaba, y se encaminaba hacia él. El
otoño y el viento lo siguieron, y también las dríades, deslizando sus blancos
pies descalzos por sobre el manto de hojas secas.
El poeta llegó
al río poco después, guiado por su canto de mil campanillas argénteas. Se quedó
un momento contemplando las aguas, hipnotizado, y entonces comenzó a remontar
el curso del arroyo. Los rayos de sol que se filtraban entre las hojas rozaron
los iris del juglar cuando éste llegó al pie de un pequeño montículo junto a un
remanso del río, y las dríades contemplaron entonces unos dulces ojos del color
del mar en calma.
Parecía tan,
tan triste... las dríades gimieron por él, y el viento se arrepintió de haberle
robado la bufanda.
El singular
hombre trepaba ya por la falda de la elevación.
Súbitamente el
viento adivinó sus intenciones, porque había visto muchas cosas a lo largo y
ancho del mundo, y silbó advirtiendo lo que iba a suceder; las hojas de los
árboles chillaron "No, no !" y las dríades se cubrieron el rostro con
las manos, espantadas. El otoño observaba la escena con un ligero desconcierto.
Pero el juglar
no los escuchaba.
Un fauno tocó,
con su flauta de cañas, una breve y triste melodía desde lo más profundo de la
espesura. Una de las dríades alargó su etérea mano para coger al juglar, pero
éste se zafó con un rápido y elegante movimiento. No, nada podía detenerle.
Alcanzó por
fin la cima del montículo y miró a su alrededor, sonriendo. Sus dulces ojos
eran ahora de color verde esmeralda, y el bosque se reflejaba en ellos.
Habría querido
explicarles a todos qué duro era ser juglar en un mundo civilizado, pero no
sabía si lo habrían comprendido porque, excepto el viento y el otoño, las restantes
criaturas que lo observaban jamás habían salido de la alameda.
Una de las
dríades recuperó una hoja de papel que le traía el viento, orgulloso de su
trofeo. Era la última página del "Canto del Cisne".
La dríade leyó
cómo el cisne elevaba su canción sobre las aguas, una canción dulcísima,
tristísima, una canción de muerte; pero tan increíblemente bella que las dríades
habrían llorado, si hubieran podido llorar.
El cisne
desplegaba las alas y emprendía el vuelo....
El juglar
abrió los brazos y avanzó un paso....
El cisne
volaba...
El juglar
saltó...
... Y ambos
cayeron al vacío.
Y el río se
los tragó.
El viento
aulló con furia, pero ahora traía un aire gélido; las dríades se estremecieron
y gimieron de miedo. Los árboles increpaban al viento porque les arrancaba las
hojas demasiado pronto y con demasiada brutalidad.
En el sendero
había un reguero de lágrimas pardas. El otoño abandonaba la alameda y probablemente
no volvería jamás a ella, porque la escena que había presenciado era demasiado
triste como para que quisiera recordarla.
Su rostro
pardo y dorado fue sustituido inmediatamente por el semblante pétreo y gris del
invierno, que tomó posesión de la alameda mientras las primeras estrellas
aparecían en el firmamento, tirando del carro de la noche.
Las dríades
escaparon corriendo hacia el corazón del bosque, hacia la eterna primavera.
En el remanso
del río donde había desaparecido el hombre de la bufanda, que miraba a lo alto,
atraía a las dríades y acariciaba a los árboles, quedó un anillo sobre el agua,
como un dulce suspiro. El viento esparció por la tierra las hojas del postrer
canto épico del último de los juglares.
Laura Gallego
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