Rick extrajo
un viejo y arrugado sobre de papel de manila. Se echó atrás en su sillón de
estilo importante, y hurgó en su contenido hasta que encontró lo que buscaba:
los datos existentes sobre el Nexus-6.
Un momento de
lectura justificó la afirmación de la señorita Marsten: el Nexus-6 poseía
efectivamente los dos trillones de elementos, así como la posibilidad de optar
entre diez millones de combinaciones de actividad cerebral. En 45 centésimas de
segundo un androide equipado con esa estructura cerebral podía asumir una
cualquiera entre catorce actitudes de reacción. En otras palabras, los
androides con la nueva unidad cerebral Nexus-6 —desde un punto de vista pragmático
y nada disparatado— sobrepasaban a una considerable porción de la humanidad,
aunque fueran los del nivel inferior. Para bien o para mal. En algunos casos
los criados superaban a los amos. Pero había nuevos criterios, por ejemplo el test
de empatía de Voigt-Kampff. Un androide, por dotado que estuviera en cuanto a
capacidad intelectual pura, no podía encontrar el menor sentido en la fusión
que experimentaban rutinariamente los seguidores del Mercerismo, y que tanto él
mismo como prácticamente todo el mundo, incluso los cabezas de chorlito subnormales,
lograban sin dificultad.
Se había
preguntado, como casi todos en un momento u otro, por qué precisamente los
androides se agitaban impotentes al afrontar el test de medida de la empatía.
Era obvio que la empatía sólo se encontraba en la comunidad humana, en tanto
que se podía hallar cierto grado de inteligencia en todas las especies, hasta en
los arácnidos. Probablemente la facultad empática exigía un instinto de grupo sin
cortapisas. A un organismo solitario, como una araña, de nada podía servirle. Incluso
podía limitar su capacidad de supervivencia, al tornarla consciente del deseo
de vivir de su presa. Y en ese caso, todos los animales de presa, incluso los mamíferos
muy desarrollados, como los gatos, morirían de hambre.
En una ocasión
había pensado que la empatía estaba reservada a los herbívoros o a los
omnívoros capaces de prescindir de la carne. En última instancia, la empatía
borraba las fronteras entre el cazador y la víctima, el vencedor y el
derrotado. Como en el caso de la fusión con Mercer, todos ascendían juntos y una
vez terminado el ciclo, juntos caían en el abismo del mundo-tumba. Curiosamente,
esto parecía una especie de seguro biológico, aunque de doble filo. Si alguna
criatura experimentaba alegría, la condición de todas las demás incluía un
fragmento de alegría. Y si algún ser humano sufría, ningún otro podía eludir enteramente
el dolor. De este modo, un animal gregario como el hombre podía adquirir un
factor de supervivencia más elevado; un búho o una cobra sólo podían destruirse.
Evidentemente,
el robot humanoide era un cazador solitario.
A Rick le
gustaba pensar así: su trabajo se tornaba más aceptable. Si retiraba —o sea,
mataba— a un andrillo, no violaba la regla vital establecida por Mercer. Sólo
matarás a los Asesinos, había dicho Mercer el año en que las cajas de empatía aparecieron
en la Tierra. Y en el Mercerismo, a medida que se desarrollaba hasta construir
una teología completa, el concepto de los que matan, los Asesinos, había crecido
insidiosamente. En el Mercerismo, un mal absoluto tironeaba el deshilachado
manto del anciano que subía, vacilante; pero no se sabía quién ni qué era esa
presencia maligna. Un merceriano sentía el mal sin comprenderlo. De otro modo,
un merceriano era libre de situar la presencia nebulosa de los Asesinos donde
le parecía más conveniente. Para Rick Deckard, un robot humanoide fugitivo,
equipado con una inteligencia superior a la de muchos seres humanos, que
hubiera matado a su amo, que no tuviera consideración por los animales ni fuera
capaz de sentir alegría empática por el éxito de otra forma de vida, ni dolor por
su derrota, era la síntesis de los Asesinos.
Philip K. Dick, ¿Sueñan losAndroides con Ovejas Eléctricas?
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