Érase una vez,
hace pocos años, un palacio en París en el que vivía un dragón. Era un pequeño
dragón, de piel rugosa y verde brillante en la que relucían algunas escamas
doradas como si fueran joyas incrustadas, En la espalda se elevaba una cresta
alegre y picuda y en la cabeza destacaban los ojos grandes, tiernos y con
largas pestañas, la nariz con dos enormes agujeros a modo de chimeneas
invertidas y una boca de la que salía una lengua larga y muy roja. Era un
dragoncito muy guapo, casi cachorro y de aspecto juguetón.
Había nacido
en Oriente, en un hermoso desierto frío y yermo en invierno pero en el que, en
primavera, florecían pequeñas hierbas salvajes que vestían de verdes, rojos y amarillos
los colores pardos de la arena. Allí habitaban fieros dragones que echaban
fuego por la boca y se enamoraban de bellas princesas. Pero siempre aparecía
algún caballero vestido con armadura que les perseguía para salvar a las
doncellas y tras violentas luchas les mataba. Los dragones tuvieron que
esconderse para no desaparecer y llegó un tiempo en el que los hombres no los
volvieron a ver. Hoy en día, sólo los podemos recordar por las pinturas que
quedan en libros, iglesias o museos, siempre vencidos por un apuesto caballero
que les clava la lanza mientras se retuercen intentando mirar, por última vez,
a la hermosa princesa que desparece a lo lejos.
Nuestro
pequeño dragón, cansado de todo lo que había vivido en aquellos lejanos y
exóticos países, agotado todo el fuego de su boca y, después de haber viajado
durante varios siglos por el mundo entero, llegó a París y, sin fuerzas para
continuar, entró en el primer palacio en el que vio una puerta abierta. Subió
las escaleras principales, encontró un hermoso salón dorado lleno de espejos y,
a oscuras y casi a tientas descubrió una puerta lateral de la que partían unas
estrechas escaleras. Allí, el pequeño dragón, solo y triste, decidió refugiarse
y exhausto por su largo viaje, se quedó dormido en el pasamanos de la escalera.
Durmió durante
años y años y, mientras, el palacio en el que vivía sufrió muchas
transformaciones. Unas familias sustituían a otras, se produjeron guerras e
invasiones, y el palacio iba cambiando de manos. Fiestas y bailes con alegres músicas,
incendios y bombas que iluminaban el cielo de la ciudad, revoluciones
sangrientas y desfiles de hombres con botas negras... todos los ruidos se iban
sucediendo pero nuestro pequeña dragón dormía y dormía.
Llegó un día
en el que sucedió algo extraño e insólito. Unos señores de un país vecino
decidieron que iban a construir en el palacio una biblioteca llena de libros
para que la gente de París los leyera. iY eso que en París había gente que leía
muchos. Y conservando el bonito salón de baile, los altos techos llenos de
escayolas y pinturas, y las habitaciones de grandes ventanales, comenzaron a
llegar estanterías, mesas, sillas y cajas y cajas repletas de libros. Tanto
ruido y tan distinto a los que antes se habían escuchado en el palacio despertó
a nuestro dragón que, atónito y desde su escondite detrás de la puerta lateral,
veía a la gente pasar colocando libros de todos los tamaños, colores y olores.
Porque lo primero que notó el dragón es que el palacio olía distinto. Antes
olía a humedad, moho y alfombras viejas. Y ahora olía a libros nuevos que era
un olor muy agradable, fresco y lleno de vida.
Cuando se
fueron los hombres que colocaron los libros empezaron a llegar los que los
leían que eran mucho más silenciosos. Y no eran sólo hombres; eran hombres,
mujeres, niños y niñas. Algunos eran muy mayores y otros parecían más jóvenes;
unos iban muy deprisa, cogían un libro y lo cambiaban por el que llevaban
debajo del brazo; pero había otras personas, como un señor muy serio vestido
con un jersey granate, que llegaban por la mañana y estaban todo el día
sentados al lado de la ventana escribiendo y leyendo. A algunos les cambiaba la
cara mientras leían y una vez vio a una señora mayor que lloraba delante de un
libro. Los niños eran los más divertidos porque, aunque había mayores que les
decían que tenían que estar callados, ellos hablaban bajito y se reían y a
veces corrían por las escaleras grandes del palacio hasta que algún mayor les
regañaba.
El pequeño
dragón, cuando la biblioteca estaba vacía, empezó a atreverse a salir de su
escondite y, arrastrándose muy despacio iba conociendo todos los rincones del
palacio en el que había dormido tantos años. Pero en cuanto oía un ruido o
creía que alguien le había visto se iba corriendo a su escondite. Seguía teniendo
mucho miedo de que alguien quisiera clavarle una lanza pensando que podía echar
fuego por la boca. El pequeño dragón pronto se acostumbró a su nueva vida, tan
distinta a la que vivió en el desierto y lo pasaba muy bien paseando entre las
mesas para ver a la gente leer.
Un día, una
niña que se llamaba María y un niño que se llamaba Ismael se pusieron a jugar y
a correr por la biblioteca y cuando la bibliotecaria les empezó a llamar para
que se callaran, encontraron la puerta lateral, la abrieron deprisa y se
escondieron al lado de la estrecha escalera. De repente y con gran sorpresa
descubrieron al pequeño dragón que, con un susto horrible, intentaba subirse al
pasamanos para pasar desapercibido. Los niños, que no sabían nada de historias
de dragones que echaban fuego por la boca y que el único caballero con armadura
del que habían oído hablar era el inofensivo y divertido Don Quijote, se
acercaron al pequeño dragón que cerraba los ojos con miedo y estaba encogidito.
Les recordaba a su gatito Pirracas cuando se asustaba con el ruido de los
coches y le hablaron con palabras cariñosas que sólo ellos entendían. Nuestro
dragón, poco a poco fue cogiendo confianza y les empezó a contar su historia,
su infancia en el desierto, sus largos siglos de huida, silencio y sueño y la
nueva vida que llevaba viendo a la gente leer y soñando con poder conocer las
historias que aparecían en los libros.
Los niños le
contaron al dragón que a ellos también les gustaba mucho leer. Su mamá era la
bibliotecaria del palacio y la mamá de su mamá también había sido bibliotecaria
en un palacio de otra ciudad y, desde que eran muy pequeñitos, les leyeron
cuentos, les enseñaron las letras y aprendieron a formar palabras. Ahora,
juntando las palabras sabían leer y era muy divertido porque había muchos
libros llenos de historias. El dragoncito, sin embargo, no sabía leer y se daba
cuenta de que se estaba perdiendo algo realmente bueno porque veía que todos
los que iban a la biblioteca lo pasaban muy bien con los libros.
Llevaban ya
mucho tiempo hablando los tres, escondidos detrás de la puerta lateral, cuando
se oyó la voz de la mamá bibliotecaria llamando a los niños porque había
llegado su papá, Rachid, a recogerlos. Se despidieron deprisa y quedaron en
verse al día siguiente. Y así fue. María e Ismael fueron muy obedientes ese día
en la biblioteca y no armaron ningún follón. Se sentaron en la mesa, abrieron
sus libros y se pusieron a leer. La mamá bibliotecaria los veía y no se lo
creía; estaba feliz. Pero en cuanto ella se dio media vuelta los niños fueron,
sin hacer ruido, a buscar al dragoncito para enseñarle a leer. Fue muy fácil
porque el dragoncito era muy listo y tenía muchas ganas de aprender. Por la
noche, cuando los niños se iban, abría algún libro y juntaba letras y palabras.
Descubrió que según iba tragando palabras iba entendiendo las historias que
venían en los libros. ¡Y su vida cambió¡.
Había
historias tristes que hablaban de guerras y de gente muy mala. Pero leyó
historias muy alegres donde había niños que jugaban y viajaban a la luna y a
las estrellas. Había en la biblioteca libros en los que, además de letras se
dibujaban números que bailaban entre ellos. Y aprendió que juntando
determinadas palabras se podía producir una música que se llamaba poesía que
era muy hermosa. La noche que descubrió la poesía el dragoncito no podía dormir
de la emoción. También leyó la historia de Don Quijote que le habían contado
los niños y se rió mucho porque era un hombre bueno que no se parecía a los
caballeros armados que había conocido. Decidió, como Don Quijote, ponerse un
nombre bonito y eligió Tragapalabras. Se llamaría, desde entonces, el Dragón
Tragapalabras. También leyó libros que hablaban de viajes a tierras lejanas que
le recordaban el desierto donde había nacido. Y una noche que estaba solo vio
en un libro con muchas fotos un cuadro de un caballero matando a un dragón.
iCasi se muere del susto¡. Esa noche se volvió a esconder detrás de la puerta
lateral y no salió a ver más libros.
Así iban
pasando los días, las semanas y los meses. El Dragón Tragapalabras leía y leía
y acompañaba a los lectores que iban a la biblioteca a los que ayudaba sin que
ellos los supieran, Al viejecito le recogía las gafas cuando se le caían; a la
señora mayor que lloraba le dejaba en la mesa una flor que robaba de una
maceta; a un chico desesperado le ayudaba con los números que no bailaban como
él quería; y a un señor con corbata y cara de preocupación le ponía, al lado de
una revista de economía, un libro de poesía que hablaba de un olmo viejo y
herido. Pero a la que más ayudaba era a la bibliotecaria porque era muy buena.
Se preocupaba de que siempre hubiera libros nuevos que olieran muy bien. Y
aunque ella hacía como que no sabía de su existencia, muchas mañanas dejaba un
cuenco lleno de comida rica para él, al pie de la estrecha escalera detrás de
la puerta lateral. ¡Para ella cortaba las flores más bellas de las macetas del
palacio de al lado!
Lo mejor era
cuando llegaban los niños. Hablaban en susurros, se contaban historias, corrían
por las escaleras grandes y jugaban al escondite. A veces, cansados, se iban a
la escalera estrecha detrás de la puerta lateral y se quedaban los tres
dormidos hasta que oían los gritos de la mamá bibliotecaria buscando a los
niños.
Un día María e
Ismael llegaron muy tristes a la biblioteca y el Dragón Tragapalabras les miró
preocupado. Fueron a su escondite y le contaron que se iban de París a otra
ciudad y que iban a pasar mucho tiempo sin verse. Lloraron los tres. El
dragoncito perdía a sus mejores amigos, los niños que le habían enseñado a leer
las letras y las palabras; los que le habían despertado de su sueño y le habían
quitado el miedo. Le quedaban los libros y los otros lectores de la biblioteca.
Pero les iba a echar mucho de menos.
Y los niños
perdían su mejor secreto. El dragón que les había acompañado tantas tardes en
la biblioteca; que les había ayudado a esconderse; que les había hecho las
cuentas con los números cuando se ponían difíciles; y el que les contaba
historias de un desierto donde en primavera florecían hierbas de colores en
mitad de la arena. Pero sobre todo, los niños estaban tristes porque el
dragoncito se quedaba muy solo. No entendía más que el lenguaje de los niños y
con los mayores seguía escondiéndose. Y no iba a tener a nadie con quien jugar
y contar historias.
Todavía
tuvieron una tarde para despedirse y decirse las mil cosas que se cuentan los
amigos. Al final de la tarde, el Dragón Tragapalabras les dio de regalo una
carta y les pidió llorando que no la abrieran hasta llegar a casa. La mamá bibliotecaria,
desde una esquina, también lloró en silencio y le envió un beso al dragoncito.
Ya en casa, María e Ismael abrieron la carta y leyeron el último secreto que
les ofrecía su amigo. Les contaba la leyenda de una ciudad muy antigua y muy
bella llamada Toledo donde hubo una vez dragones que, como él, también se
habían escondido en palacios e iglesias. ¿Les podrían conocer algún día? ¿Dónde
les encontrarían? - "Buscad en el coro de la catedral - les decía -
siempre cerca de los libros. Allí os estarán esperando para contaros historias
y jugar juntos".
Los niños
también querían hacerle un regalo a su amigo. Y aquí entro yo. María e Ismael
un día me contaron su secreto y me pidieron que Paco y yo les lleváramos a
Toledo a buscar dragones y que, mientras, les ayudara a escribir una carta a
otros niños que fueran a vivir a París para que supieran encontrar al
dragoncito y pudieran jugar con él y leer libros juntos. Y por eso he escrito
esta historia. Los mayores sólo verán, si buscan mucho, un pequeño dragón
esculpido en madera en el pasamanos de una estrecha escalera detrás de una
pequeña puerta lateral en un viejo palacio de París. Pero los niños que lo lean
sabrán la verdad. Es el Dragón Tragapalabras y les está esperando. Les enseñará
todas las historias que hay en los libros y cómo pasárselo muy bien jugando con
las palabras. Y empezará contándoles el cuento de un pequeño dragón que nació
en un hermoso desierto donde en primavera florecían hierbas de colores en mitad
de la arena.
Marta Torres
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