COMO
MARY POPPINS,
PERO
SIN VOLAR
Soy sobrino de
bibliotecaria. Desde que tengo memoria, mi tía, que acaba de cumplir ochenta
años, me ha regalado un libro el día de mi cumpleaños. Primero fue la serie de
Oscar, con su Kina y su láser, de la gran Carmen Kurtz; llegaron después las aventuras de Los Cinco, algunos clásicos ilustrados, la gran Nada de Carmen
Laforet… La listlafa es larga y el disfrute ha sido mágico, porque mi tía
entiende la lectura como algo que cura, que aleja al inocente de lo que agrede,
y yo -y ella lo sabe- siempre he sido demasiado vulnerable a lo que daña, sea o
no imaginado, sea o no real.
Mi tía se
llama Nuria y desde niña sufre mucho de la vista. Aun así, trabajó durante
décadas fomentando el amor por la lectura en hombres y mujeres, chicos y chicas
a los que no conocía, pero cuya mirada no tardó en aprender a leer, a
identificar y a descifrar. Ella decía -y a veces dice todavía- que “repartía
refugio”, y se emociona al recordarlo. La he oído también confesar en algunos
momentos de nuestra historia común, que no fueron fáciles y que vivimos juntos:
“Decidí ser bibliotecaria porque así me aseguraba de que, por muy mal que nos
fueran las cosas, aunque faltara el agua caliente o la calefacción, siempre tendríamos
un libro en casa”. Ahora, quince años después de su jubilación, soy yo quien le
recomienda lecturas. Leemos un libro a la vez y nos juntamos cada quince días a
comer y a comentar lo leído, en lo que hemos bautizado como “El club de las 2”,
porque intentamos en lo posible que coincida con el día 2 de cada mes, a las 2,
y porque somos dos almas lectoras que no tienen freno. Durante estos años de
club, ella me ha contado cosas, muchas cosas de su vida en la biblioteca, y
desde que la oigo hablar como lo hace sobre su amor por esa vocación, que no
decrece a pesar del tiempo, no puedo dejar de maravillarme y de preguntarme
cómo definiría yo a una bibliotecaria -o a un bibliotecario- llegado el caso.
Hasta hace
unos meses no di con la respuesta.
Fue a raíz de
la publicación de Un hijo, durante una charla en un centro de enseñanza de una
capital andaluza. Y fue precisamente gracias a un niño de diez años que, junto
con otros 100, había leído la novela y quería conocer a su autor. Por motivos
de espacio, el acto tuvo lugar en la biblioteca del centro, con un par de
profesoras y la encargada de la biblioteca. La charla fue muy intensa, mucho
más de lo que yo esperaba, y se alargó. Cuando por fin llegamos al final del
turno de preguntas, un niño que estaba sentado en la primera fila levantó la
mano.
-A mí lo que
más me ha gustado del libro es María -dijo refiriéndose a la orientadora del
centro, que es, junto con el pequeño Guille, la protagonista del libro.
Quise saber
por qué. El niño, llamado Ismael, se rio un poco y luego, mirando a una de las
tres mujeres que estaban junto a la puerta. dijo:
-Porque es
igual que la seño Lourdes. -Una de las tres mujeres que estaban junto a la
puerta se encogió un poco y negó con la cabeza, incapaz de reprimir una
sonrisa. Ismael no había terminado-. Vive en la biblioteca porque si no los
libros a lo mejor se van. O se mueren.
Se hizo el
silencio en la biblioteca. Nadie se rio. Nadie dijo nada. Fueron segundos
llenos de respiraciones contenidas, de tensión y de infancia.
-Es que es
bibliotecaria -volvió a hablar Ismael. Y al ver que yo lo miraba sin saber qué
decir, debió de entender que necesitaba explicarse mejor, y añadió-: O sea,
como Mary Poppins, pero sin alas.
Hoy es un día
especial. Celebramos el Día de las Bibliotecas y celebramos también que
cientos, miles de Mary Poppins sin alas velan por los libros que las habitan
para que no se mueran ni se vayan, e Ismael siga creyendo que la vida está en
los libros y su reflejo fuera. Hoy es el día en que, un año más, la magia se renueva
y todas las bibliotecarias y bibliotecarios del mundo se saludan con una mirada
cómplice y un largo. hermoso y tierno:
“Supercalifragilísticoespialidoso”.
Alejandro Palomas
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