Sabía que
pronto tendría que huir de esa locura. Las ambiciones de Gradithan habían
perdido toda perspectiva, la maldición del kelyk. De repente no hacía más que
hablar de la venida del dios Moribundo, del fin inminente de todo y del
glorioso renacimiento que vendría después. Ratamonje sentía asco por la gente
que hablaba así. De tanto como se repetían resultaba muy evidente enseguida que
sus palabras reflejaban sus deseos y que el deseo era que sus palabras pudiesen
ser verdad. Una y otra vez, tanto aliento desperdiciado. A la mente le gustaba
tanto dar vueltas, disfrutaba de ese camino familiar, de su familiaridad.
Vuelta y vuelta, y con cada vuelta la mente se volvía mucho más estúpida. Poco
a poco, el alcance de los pensamientos se estrechaba, el camino que se pisaba
se hundía todavía más, incluso había observado que el vocabulario se reducía,
puesto que se desechaban los conceptos incómodos al igual que todas las
palabras que iban ligadas a ellos. El camino circular se convertía en un
mantra, el mantra en una proclamación de aquellos estúpidos deseos de que las
cosas fueran como querían que fuesen, que, de hecho, las cosas eran como ellos
querían.
El fanatismo
era tan popular. Y tenía que haber una razón, ¿no? Una enorme recompensa en
dejar de pensar, alguna gran dicha para la bendición de la idiotez. Bueno,
Ratamonje no se fiaba de esas cosas. Sabía pensar por sí mismo y eso era todo
lo que sabía, así que ¿por qué renunciar a ello? Todavía tenía que oír algún
argumento que pudiera convencerlo; pero, por supuesto, los fanáticos no usaban
argumentos, ¿verdad? No, solo esa mirada clavada, la amenaza, la razón para
temer.
Steven Erikson, Doblan por los Mastines
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