—Qué
gusto —dije, y estiré el cuello para librarme de los últimos calambres.
No
me sentía sólo bien, en realidad me sentía de maravilla. Llevaba demasiado
tiempo embutido dentro de aquella lámpara. Te da por pensar que nadie volverá a
frotarla.
—Eres
un genio —dijo la joven que tenía el trapo en la mano.
—Exacto.
Eres una chica lista, nena. ¿Qué me ha delatado?
—Que
hayas aparecido en una nube de humo —contestó—. Y tienes aspecto de genio.
Llevas turbante y unos zapatos puntiagudos.
Me
crucé de brazos y le guiñé el ojo. Ahora llevaba unos vaqueros azules,
deportivas grises y un jersey gris desgastado: el uniforme masculino propio de
este tiempo y este lugar. Me llevé una mano a la frente y le hice una
reverencia muy pronunciada.
—Soy
el genio de la lámpara —le anuncié—. Regocíjate, oh, afortunada. Tengo poder
para concederte tres deseos. Y no intentes eso de «deseo más deseos», no picaré
y perderás uno. Bien. Adelante.
Volví
a cruzarme de brazos.
—No
—dijo—. O sea, gracias y tal, pero no hace falta. Estoy bien.
—Cariño
—dije—. Monina. Dulzura. Quizá no me hayas entendido. Soy un genio. ¿Y los tres
deseos? Estamos hablando de cualquier cosa que se te ocurra. ¿Alguna vez has
soñado con volar? Yo puedo darte alas. ¿Quieres ser millonaria, más rica que
Creso? ¿Quieres poder? Sólo tienes que decirlo. Tres deseos. Cualquier cosa que
quieras.
—Ya
te lo he dicho —repitió—. Gracias. Estoy bien. ¿Te apetece tomar algo? Debes de
estar sediento después de haber pasado tanto tiempo en esa lámpara. ¿Vino?
¿Agua? ¿Té?
—Emm…
—En realidad, ahora que lo mencionaba, sí que estaba sediento—. ¿Tienes té de
menta?
Me
preparó un té de menta en una tetera que era casi una gemela de la lámpara en
la que yo había pasado la mayor parte de los últimos mil años.
—Gracias
por el té.
—De
nada.
—Pero
no lo entiendo. Todas las personas que he conocido se ponen a pedir cosas
enseguida. Una casa lujosa. Un harén de mujeres preciosas, aunque tú no querrás
eso, claro.
—Quizá
sí —contestó—. No puedes hacer suposiciones sobre la gente. Ah, y no me llames
monina, ni dulzura, ni nada de eso. Me llamo Hazel.
—¡Ah!
—La entendí—. ¿Quieres, pues, una mujer guapa? Te pido disculpas. Pero tienes
que formular un deseo.
Me
crucé de brazos.
—No
—dijo—. Estoy bien. Nada de deseos. ¿Cómo está el té?
Le
dije que era el mejor té de menta que había probado.
Ella
me preguntó cuándo había empezado a sentir el impulso de hacer realidad los
deseos de la gente, y si sentía una necesidad desesperada por complacer a los
demás. Me preguntó por mi madre, y yo le dije que a mí no podía juzgarme como a
un mortal, porque yo
era un genio, poderoso y sabio,
mágico y misterioso.
Me
preguntó si me gustaba el hummus, y cuando le dije que sí, tostó un pan de pita
y lo rebanó para que lo untara en la crema de garbanzos.
Mojé
las tiras de pan en el hummus, y me lo comí muy a gusto. Aquello me dio una
idea.
—Sólo
tienes que desearlo —le dije, esperanzado—, y podría hacer que te sirvieran una
comida propia de un sultán. Cada plato sería mejor que el anterior, y te lo
servirían todo en bandejas de oro. Y después podrías quedártelas.
—Estoy
bien —dijo sonriendo—. ¿Te apetece salir a dar un paseo?
Paseamos
juntos por la ciudad. Me sentó bien estirar las piernas después de tantos años
en la lámpara. Acabamos en un parque público y nos sentamos en un banco junto
al lago. Era un día cálido, pero hacía viento y, cada vez que soplaba, las
hojas del otoño caían en cascada.
Le
hablé a Hazel de mi juventud como genio, de cómo solíamos escuchar a los
ángeles a escondidas y de cómo ellos nos lanzaban cometas si nos pillaban
espiando. Le conté las terribles guerras entre genios y le expliqué que el rey
Salomón nos había recluido en objetos pequeños: botellas, lámparas, tarros de
arcilla, cosas por el estilo.
Ella
me habló de sus padres, que murieron en el mismo accidente de avión, y que le
habían dejado la casa. Me habló de su trabajo como ilustradora de libros
infantiles, un trabajo al que acabó dedicándose, por casualidad, cuando se dio
cuenta de que nunca sería una buena ilustradora médica, y de la ilusión que le
hacía recibir un libro nuevo para ilustrar. Me explicó que una tarde a la
semana enseñaba a dibujar retratos al natural en un centro público de estudios
superiores.
No
encontré ninguna carencia importante en su vida, ningún vacío que pudiera
llenar con algún deseo, salvo uno.
—Tu
vida está bien —le dije—, pero no tienes nadie con quien compartirla. Formula
un deseo y yo te traeré al hombre perfecto. O a la mujer. Un actor. Alguien…
rico.
—No
hace falta. Estoy bien —dijo.
Volvimos
paseando a su casa y pasamos junto a un montón de viviendas decoradas para las
fiestas de Halloween.
—Esto
no tiene sentido —le dije—. La gente siempre quiere cosas.
—Yo
no. Tengo todo lo que necesito.
—¿Y
entonces qué hago?
Ella
se lo pensó un momento. Luego señaló el patio delantero de la casa.
—¿Puedes
recoger las hojas?
—¿Es
lo que deseas?
—No.
Sólo es algo que podrías hacer mientras yo preparo la cena.
Amontoné
las hojas junto al seto para que el viento no las desperdigara. Después de
cenar fregué los platos. Pasé la noche en la habitación de invitados de Hazel.
No
se podía decir que no quisiera mi ayuda. Me dejaba colaborar. Le hacía recados,
iba a recoger sus materiales de dibujo y hacía la compra. Los días que ella
pasaba mucho tiempo dibujando, permitía que le masajeara el cuello y los
hombros. Tengo unas buenas manos muy
firmes.
Pocos
días antes de Acción de Gracias, abandoné la habitación de invitados y me
trasladé al otro lado del pasillo, a la habitación principal, y a la cama de
Hazel.
Esta
mañana he contemplado su cara mientras dormía. Me he quedado mirando las
distintas formas que adoptan sus labios cuando duerme. La luz del sol se ha
arrastrado por el suelo de la habitación hasta tocarle la cara, y entonces ella
ha abierto los ojos, me ha mirado y ha sonreído.
—¿Sabes
qué es lo que nunca te he preguntado? —ha dicho—. ¿Qué hay de ti? ¿Qué pedirías
tú si te preguntara cuáles son tus tres deseos?
Lo
he pensado un momento. La he rodeado con el brazo y ella ha apoyado su cabeza
en mi hombro.
—Nada
—le he dicho—. Estoy bien.
Neil Gaiman
El cuento mantiene la atencion desde el principio hasta el final, ya que normalmente y como todos sabemos encontrar un genio en una lampara es para pedir deseos, pero Hazel lo ve como un invitado y lo hospeda en su hogar, conviven y se hacen amigos y al final del cuento da la impresion que algo mas....y ese convivir diario fue suficiente para sentirse bien y no desear nada mas....al menos por el momento :)
ResponderEliminarMe identifico.
ResponderEliminarHay cosas en la vida que lo simple aveces resulta lo más grande de la vida. Y que los deseos llegan cuando menos te lo imaginas.
Bella historia,
ResponderEliminarGracias.