lunes, 2 de octubre de 2017

CUENTO DE OCTUBRE


—Qué gusto —dije, y estiré el cuello para librarme de los últimos calambres.

No me sentía sólo bien, en realidad me sentía de maravilla. Llevaba demasiado tiempo embutido dentro de aquella lámpara. Te da por pensar que nadie volverá a frotarla.

—Eres un genio —dijo la joven que tenía el trapo en la mano.

—Exacto. Eres una chica lista, nena. ¿Qué me ha delatado?

—Que hayas aparecido en una nube de humo —contestó—. Y tienes aspecto de genio. Llevas turbante y unos zapatos puntiagudos.

Me crucé de brazos y le guiñé el ojo. Ahora llevaba unos vaqueros azules, deportivas grises y un jersey gris desgastado: el uniforme masculino propio de este tiempo y este lugar. Me llevé una mano a la frente y le hice una reverencia muy pronunciada.

—Soy el genio de la lámpara —le anuncié—. Regocíjate, oh, afortunada. Tengo poder para concederte tres deseos. Y no intentes eso de «deseo más deseos», no picaré y perderás uno. Bien. Adelante.

Volví a cruzarme de brazos.

—No —dijo—. O sea, gracias y tal, pero no hace falta. Estoy bien.

—Cariño —dije—. Monina. Dulzura. Quizá no me hayas entendido. Soy un genio. ¿Y los tres deseos? Estamos hablando de cualquier cosa que se te ocurra. ¿Alguna vez has soñado con volar? Yo puedo darte alas. ¿Quieres ser millonaria, más rica que Creso? ¿Quieres poder? Sólo tienes que decirlo. Tres deseos. Cualquier cosa que quieras.

—Ya te lo he dicho —repitió—. Gracias. Estoy bien. ¿Te apetece tomar algo? Debes de estar sediento después de haber pasado tanto tiempo en esa lámpara. ¿Vino? ¿Agua? ¿Té?

—Emm… —En realidad, ahora que lo mencionaba, sí que estaba sediento—. ¿Tienes té de menta?

Me preparó un té de menta en una tetera que era casi una gemela de la lámpara en la que yo había pasado la mayor parte de los últimos mil años.

—Gracias por el té.

—De nada.

—Pero no lo entiendo. Todas las personas que he conocido se ponen a pedir cosas enseguida. Una casa lujosa. Un harén de mujeres preciosas, aunque tú no querrás eso, claro.

—Quizá sí —contestó—. No puedes hacer suposiciones sobre la gente. Ah, y no me llames monina, ni dulzura, ni nada de eso. Me llamo Hazel.

—¡Ah! —La entendí—. ¿Quieres, pues, una mujer guapa? Te pido disculpas. Pero tienes que formular un deseo.
Me crucé de brazos.

—No —dijo—. Estoy bien. Nada de deseos. ¿Cómo está el té?

Le dije que era el mejor té de menta que había probado.

Ella me preguntó cuándo había empezado a sentir el impulso de hacer realidad los deseos de la gente, y si sentía una necesidad desesperada por complacer a los demás. Me preguntó por mi madre, y yo le dije que a mí no podía juzgarme como a un mortal, porque yo
era un genio, poderoso y sabio, mágico y misterioso.

Me preguntó si me gustaba el hummus, y cuando le dije que sí, tostó un pan de pita y lo rebanó para que lo untara en la crema de garbanzos.

Mojé las tiras de pan en el hummus, y me lo comí muy a gusto. Aquello me dio una idea.

—Sólo tienes que desearlo —le dije, esperanzado—, y podría hacer que te sirvieran una comida propia de un sultán. Cada plato sería mejor que el anterior, y te lo servirían todo en bandejas de oro. Y después podrías quedártelas.

—Estoy bien —dijo sonriendo—. ¿Te apetece salir a dar un paseo?

Paseamos juntos por la ciudad. Me sentó bien estirar las piernas después de tantos años en la lámpara. Acabamos en un parque público y nos sentamos en un banco junto al lago. Era un día cálido, pero hacía viento y, cada vez que soplaba, las hojas del otoño caían en cascada.

Le hablé a Hazel de mi juventud como genio, de cómo solíamos escuchar a los ángeles a escondidas y de cómo ellos nos lanzaban cometas si nos pillaban espiando. Le conté las terribles guerras entre genios y le expliqué que el rey Salomón nos había recluido en objetos pequeños: botellas, lámparas, tarros de arcilla, cosas por el estilo.

Ella me habló de sus padres, que murieron en el mismo accidente de avión, y que le habían dejado la casa. Me habló de su trabajo como ilustradora de libros infantiles, un trabajo al que acabó dedicándose, por casualidad, cuando se dio cuenta de que nunca sería una buena ilustradora médica, y de la ilusión que le hacía recibir un libro nuevo para ilustrar. Me explicó que una tarde a la semana enseñaba a dibujar retratos al natural en un centro público de estudios superiores.

No encontré ninguna carencia importante en su vida, ningún vacío que pudiera llenar con algún deseo, salvo uno.

—Tu vida está bien —le dije—, pero no tienes nadie con quien compartirla. Formula un deseo y yo te traeré al hombre perfecto. O a la mujer. Un actor. Alguien… rico.

—No hace falta. Estoy bien —dijo.

Volvimos paseando a su casa y pasamos junto a un montón de viviendas decoradas para las fiestas de Halloween.

—Esto no tiene sentido —le dije—. La gente siempre quiere cosas.

—Yo no. Tengo todo lo que necesito.

—¿Y entonces qué hago?

Ella se lo pensó un momento. Luego señaló el patio delantero de la casa.

—¿Puedes recoger las hojas?

—¿Es lo que deseas?

—No. Sólo es algo que podrías hacer mientras yo preparo la cena.

Amontoné las hojas junto al seto para que el viento no las desperdigara. Después de cenar fregué los platos. Pasé la noche en la habitación de invitados de Hazel.

No se podía decir que no quisiera mi ayuda. Me dejaba colaborar. Le hacía recados, iba a recoger sus materiales de dibujo y hacía la compra. Los días que ella pasaba mucho tiempo dibujando, permitía que le masajeara el cuello y los hombros. Tengo unas buenas manos muy
firmes.

Pocos días antes de Acción de Gracias, abandoné la habitación de invitados y me trasladé al otro lado del pasillo, a la habitación principal, y a la cama de Hazel.

Esta mañana he contemplado su cara mientras dormía. Me he quedado mirando las distintas formas que adoptan sus labios cuando duerme. La luz del sol se ha arrastrado por el suelo de la habitación hasta tocarle la cara, y entonces ella ha abierto los ojos, me ha mirado y ha sonreído.

—¿Sabes qué es lo que nunca te he preguntado? —ha dicho—. ¿Qué hay de ti? ¿Qué pedirías tú si te preguntara cuáles son tus tres deseos?

Lo he pensado un momento. La he rodeado con el brazo y ella ha apoyado su cabeza en mi hombro.

—Nada —le he dicho—. Estoy bien.


Neil Gaiman

3 comentarios:

  1. El cuento mantiene la atencion desde el principio hasta el final, ya que normalmente y como todos sabemos encontrar un genio en una lampara es para pedir deseos, pero Hazel lo ve como un invitado y lo hospeda en su hogar, conviven y se hacen amigos y al final del cuento da la impresion que algo mas....y ese convivir diario fue suficiente para sentirse bien y no desear nada mas....al menos por el momento :)

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  2. Me identifico.
    Hay cosas en la vida que lo simple aveces resulta lo más grande de la vida. Y que los deseos llegan cuando menos te lo imaginas.

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