Durante la
noche no descansamos ni un solo momento, y la mañana del 11 nos vio poseídos del
mismo frenesí, ya apuntando las piezas contra la trinchera enemiga, ya
acribillando a fusilazos a los pelotones que venían a flanquearnos, sin
abandonar ni un instante la operación de tapar la brecha, que de hora en hora
iba agrandando su horroroso espacio vacío. Así nos sostuvimos toda la mañana,
hasta el momento en que dieron el asalto a San José, ya convertido en un montón
de ruinas, y con gran parte de su guarnición muerta. Aglomerando contra los dos
puntos grandes fuerzas, mientras caían sobre el convento, dirigieron sobre
nosotros un atrevido movimiento; y fue que con objeto de hacer practicable la
brecha que nos habían abierto, avanzaron por el camino de Torrero con dos
cañones de batalla, protegidos por una columna de infantería.
En aquel
instante nos consideramos perdidos: temblaron los endebles muros, y los
ladrillos mal pegados se desbarataban en mil pedazos. Acudimos a la brecha que
se abría y se abría cada vez más, y nos abrasaron con un fuego espantoso,
porque viendo que el reducto se deshacía pedazo a pedazo, cobraron ánimo llegando
al borde mismo del foso. Era una locura tratar de tapar aquel hueco formidable;
y hacerlo a pecho descubierto era ofrecer víctimas sin fin al furioso enemigo.
Abalanzáronse muchos con sacos de lana y paletadas de tierra, y más de la mitad
quedaron yertos en el sitio. Cesó el fuego de cañón, porque ya parecía
innecesario; hubo un momento de pánico indefinible; se nos caían los fusiles de
las manos; nos vimos destrozados, deshechos, aniquilados por aquella lluvia de
disparos que parecían incendiar el aire, y nos olvidamos del honor, de la muerte
gloriosa, de la patria y de la Virgen del Pilar, cuyo nombre decoraba la puerta
del baluarte inconquistable. La confusión más espantosa reinó en nuestras
filas. Rebajado de improviso el nivel moral de nuestras almas, todos los que no
habíamos caído, deseamos unánimemente la vida, y saltando por encima de los heridos
y pisoteando los cadáveres, huimos hacia el puente, abandonando aquel horrible sepulcro
antes que se cerrara, enterrándonos a todos.
En el puente
nos agolpamos con pavor y desorden invencibles. Nada hay más frenético que la
cobardía: sus vilezas son tan vehementes como las sublimidades del valor. Los
jefes nos gritaban: «¡Atrás, canallas! ¡El reducto del Pilar no se rinde!». Y
al mismo tiempo sus sables azotaron de plano nuestras viles espaldas. Nos revolvimos
en el puente sin poder avanzar, porque otras tropas venían a contenernos, y tropezamos
unos con otros, confundiendo la furia de nuestro miedo con el ímpetu de su bravura.
-¡Atrás,
canallas! -gritaban los jefes abofeteándonos-. ¡A morir en la brecha!
El reducto
estaba vacío: no había en él más que muertos y heridos. De repente vimos que entre
el denso humo y el espeso polvo, y saltando sobre los exánimes cuerpos, y los
montones de tierra, y las ruinas, y las cureñas rotas, y el material deshecho,
avanzaba una figura impávida, pálida, grandiosa, imagen de la serenidad trágica;
era una mujer que se había abierto paso entre nosotros, y penetrando en el recinto
abandonado, marchaba majestuosa ¡hasta la horrible brecha! Pirli, que yacía en
el suelo herido en una pierna, exclamó con terror:
-Manuela
Sancho, ¿a dónde vas?
Todo esto pasó
en mucho menos tiempo del que empleo en contarlo. Tras de Manuela Sancho se lanzó uno, luego tres, luego
muchos, y al fin todos los demás, azuzados por los jefes que a sablazos nos
llevaron otra vez al puesto del deber. Ocurrió esta transformación portentosa, por
un simple impulso del corazón de cada uno, obedeciendo a sentimientos que se
comunicaban a todos sin que nadie supiera de qué misterioso foco procedían. Ni
sé por qué fuimos cobardes, ni sé por qué fuimos valientes unos cuantos
segundos después. Lo que sé es que movidos todos por una fuerza extraordinaria,
poderosísima, sobrehumana, nos lanzamos a la lucha tras la heroica mujer, a
punto que los franceses intentaban con escalas el asalto; y sin que tampoco
sepa decir la causa, nos sentimos con centuplicadas energías, y aplastamos, arrojándolos
en lo profundo del foso, a aquellos hombres de algodón que antes nos parecieron
de acero. A tiros, a sablazos, con granadas de mano, a paletadas, a golpes, a
bayonetazos, murieron muchos de los nuestros para servir de defensa a los demás
con sus fríos cuerpos; defendimos el paso de la brecha, y los franceses se retiraron,
dejando mucha gente al pie de la muralla. Volvieron a disparar los cañones, y
el reducto inconquistable no cayó el día 11 en poder de la Francia.
Cuando la
tempestad de fuego se calmó, no nos conocíamos: estábamos transfigurados, y algo
nuevo y desconocido palpitaba en lo íntimo de nuestras almas, dándonos una
ferocidad inaudita.
Benito
Pérez Galdós, Zaragoza
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