Más tarde, lo
consideraría como haber cruzado a la otra orilla. Quizá también era lo que
estaba haciendo mi madre. Cruzar a la
otra orilla. Desde un territorio conocido hasta uno desconocido. Desde un
lugar donde las personas te conocen hasta otro donde solo creen que te conocen.
Como cuando
hay un río de verdad que atraviesas a nado, un río imprevisible y traicionero;
si consigues llegar a la otra orilla, eres una persona diferente de la que eras
cuando empezaste.
En julio
pasado se cumplió un año del comienzo de todo. A las pocas semanas de cumplir
catorce años. Cuando el Monstruo de Ojos Verdes entró en mí.
El asunto
entre mis padres no había comenzado aún. Bueno, probablemente sí había
empezado, pero yo no estaba captando las señales. No quería captarlas.
Yo había
ligado con un chico mayor en una fiesta y hubo un mal rollo, o lo habría habido
si no hubiera sido por el Monstruo.
No tengo ni
idea de dónde salió el Monstruo. Nunca le he contado esto a nadie, ni siquiera
a Twyla, que es mi mejor amiga y que ejerce sobre mí lo que podría llamarse una
influencia tranquilizadora. Nunca se lo conté a mamá, aunque era una época en
la que todavía estábamos bastante unidas. Y ahora que lo pienso, debí
contárselo.
La fiesta era
en la casa de unas personas ricas en Puget Sound, al norte de Seattle. Mi
familia, excepto mi hermano mayor, Todd, que no había venido con nosotros, pasaba
unos días en casa de unos amigos que eran vecinos suyos; también eran muy ricos
y tenían una casa espectacular. Los invitados a la fiesta eran personas que yo
no conocía, casi todos en edad universitaria. Una chica que iba a Forrester Academy,
mi instituto en Seattle, me había invitado con varias amigas suyas. Cuando
llegamos, resultó desagradablemente obvio que yo era la persona más joven de la
fiesta. Mi piel blanca como la leche y llena de pecas, mi pelo rojo zanahoria
recogido en una coleta que acababa en un estallido de puntas encrespadas y
electricidad estática en mitad de la espalda, mi expresión asustada, además de
mi top ceñido rosa, mis chanclas y mi cara sin maquillar, todo delataba que yo
era la más joven.
Las chicas con
las que había ido me dejaron tirada en un tiempo récord.
La casa donde
estaba mi familia quedaba a casi dos kilómetros por una carretera costera con
mucho tráfico y sin aceras. Aun así, a los pocos segundos de haber llegado a la
fiesta yo ya quería dar media vuelta y echar a correr.
Franky Pierson asciende hasta el trampolín
más alto. Se prepara para saltar... y se queda petrificada.
Pero no era
una competición de salto. Podía haber sido invisible, nadie se molestó en
mirarme.
La música
estaba tan fuerte que casi no la podía oír. ¿Heavy metal a todo volumen?
Enseguida el corazón empezó a latirme deprisa al ritmo de la música, como me
suele pasar en cualquier situación de nervios. Mi padre dice que soy como él,
aunque físicamente me parezco a mi madre: él era deportista, jugador
profesional de fútbol americano, y dice que respondemos muy intensamente a
nuestro entorno, como las aves y otros animales. Si hay peligro, LUCHAS o
HUYES.
Definitivamente
no estaba como para LUCHAR, pero HUIR tampoco me hacía mucha gracia.
Después de
unos minutos me pasó algo muy extraño: empezó a gustarme la música. Lo que
quiero decir es que seguí odiándola, pero empezó a gustarme el estado de alerta
nerviosa que me provocaba.
La gente
estaba apretujada en un salón alargado con muros de cristal y vistas a la
bahía. A mediados del verano, el Sol se pone muy tarde en el Pacífico
norte-occidental, y ahora casi se había ocultado tras el horizonte, manchando el
agua de llamas rojas en continuo movimiento. Pero en la fiesta nadie prestaba
atención al paisaje.
Fui migrando
hasta el borde de la fiesta, intentando evitar los empujones de desconocidos
que amenazaban con salpicarme con sus bebidas. Por el olor del ambiente estaba claro
que bebían cerveza. Como si me llevaran las olas, fui empujada poco a poco
hasta que me encontré en otro salón alargado, también con muros de cristal,
mayor que el anterior, con vistas a un muelle en el que estaban amarrados un
barco de vela, alto y estilizado, y un gran yate. En todas partes había gente
que no conocía, chicos guapos, chicas arregladísimas, mayores que yo, que
enseñaban grandes zonas de piel. Era como si hubiera un cristal opaco entre todos
ellos y yo: estaban en una dimensión en la que no podía entrar. Pero yo era
testaruda; no salí huyendo.
Pensé en mi
madre. Solía quejarse de que era muy duro para ella estar casi siempre con
gente que solo quería conocer a papá, el famoso Reid Pierson. Decía que la
ignoraban casi por completo o le hablaban en tono condescendiente («Esto... Y
usted, ¿a qué se dedica?»). Decía que se sentía como si no existiera. Así era
como yo me sentía ahora. Estaba abochornada pero, a la vez, emocionada y
esperanzada; miraba a mi alrededor con una sonrisita patética de expectación,
como si de un momento a otro alguien fuera a darme un abrazo.
Algún chico
guapísimo del último curso de Forrester se abriría camino a través de la
multitud y me diría:
–¿Francesca?
¡Hola!
Pero no fue
eso lo que pasó. No exactamente.
Localicé un
baño con azulejos blancos que relucían como perlas y un jacuzzi lujoso con
grifería de bronce. En el espejo vi mi cara con las mejillas enrojecidas y los
ojos verdes, con una expresión desconcertada / dolida / estoica. Me dio
vergüenza verme, aunque ¿a quién más esperaba ver?
Hacía apenas
un año desde que empecé con la regla («empecé con la regla», que expresión más
estúpida). Antes de eso era una niña activa y aguerrida; ahora no sabía
exactamente lo que era. Una chica, eso está claro. Pero no una chica
hiperfemenina.
O a lo mejor
sí. Francesca Pierson y no Franky. Aunque lucho contra ello.
Lo llaman
negación.
Mamá me contó
que cuando tenía mi edad estaba «obsesionada» por su aspecto. Y por los chicos.
Me dijo que había hecho algunas cosas bastante imprudentes que podían haber
arruinado su vida para siempre, aunque tuvo suerte («Fui más afortunada que
lista, Francesca»). Así que a veces me preocupaba el que pudiera parecerme a mi
madre más de lo que me hubiera gustado. Que en el instituto acabara
«obsesionada» por mi aspecto, como casi toda la gente que conozco.
–Francesca,
hola.
Me guiño un
ojo en el espejo. Sacudo la coleta. Decido que estoy estupenda. No hiperguapa,
pero sí estupenda.
–Hola.
No me
preguntes cómo o por qué: de entre la multitud sale un chico que choca conmigo
por accidente, decide detenerse un momento, me inspecciona y sonríe. Yo le
dedico una enorme sonrisa como de calabaza de Halloween. Es un misterio cómo
desaparece mi estado de nervios; estoy interpretando el papel de una chica que
no está emocionada / asustada / entusiasmada a reventar. Se diría que es una
escena de una fiesta en una película y que yo ya había interpretado ese papel
antes.
Este chico que
me sonríe, al que parece que en realidad le gusto, me grita al oído que su
nombre es Cameron; no logro entender su apellido. Está en primero de carrera en
USC. Me siento estúpida al tener que preguntar qué es «USC» (Universidad del
Sur de California). Me pregunta cómo me llamo y le digo que Francesca –de
repente, Franky suena demasiado infantil–, y le digo entre dientes y bajito
dónde estudio. Cameron dice que su familia vive en la isla Vashon de Seattle,
su padre es ejecutivo de la Boeing, tienen una casa de verano en la península y
a él le vuelve loco navegar. ¿Y yo? Puedo oler la cerveza en su aliento, de tan
juntos como estamos. La gente nos apretuja y eso nos junta todavía más. Me oigo
decirle, prácticamente gritándole al oído, que mi familia vive en Yarrow
Heights y que nos estamos quedando unos días con unos amigos en la bahía. No le
doy detalles sobre cosas como quién es mi padre o quiénes son nuestros amigos,
porque el amigo de mi padre es bastante famoso (no por los deportes o la tele,
como mi padre, sino por sus patentes de alta tecnología informática). A Cameron
le da igual, de todas formas no me puede oír o, si me oye, nada de esto le
impresiona demasiado. Está ambientadísimo y aceleradísimo, muy pegado a mí, con
una gran sonrisa.
–Te traigo una
cerveza, Fran... ¿has dicho «Francesca»? Qué nombre más bonito.
No le digo que
odio la cerveza, que no aguanto ni su olor ni su sabor penetrante que me da
ganas de estornudar. Por supuesto, tampoco le digo que mis padres se enfadarían
muchísimo si supieran que me encontraba en una fiesta donde «se bebe». Aunque
les prometí firmemente que no iba a beber «nada con alcohol» o «experimentar»
con drogas de ningún tipo, forma o condición, de repente estoy en una fiesta
con personas que no conozco, que me llevan años, y todo lo que les prometí es
como si se esfumara rápidamente.
Cameron me
toma la mano y me guía no sé adónde. La música suena tan fuerte ahora que es
como estar en medio de un tornado. Es salvaje. Nunca había estado en una fiesta
tan guay. Cameron me está hablando y yo sonrío y le digo que sí. No sé de lo
que estamos hablando, pero me hace reír. Aquí estoy, en una fiesta con un tío
de unos 18 años que no conozco, pero que me cae muy bien; la gente está bailando
muerta de risa, con pasos extraños, fáciles de seguir, simplemente te contoneas
como una serpiente. Es como si Franky Pierson se hubiera transformado. Como si
me hubiera convertido en una chica totalmente distinta gracias a Cameron. Como
si él hubiera chasqueado los dedos y me hubiera hecho guapa y sexy, mientras
que antes era torpe y tímida. Hasta puedo bailar, tengo las articulaciones
flexibles y soy ágil como una gimnasta. Sacudo las caderas, los brazos, muevo
la coleta de lado a lado. Cameron me mira atentamente, está impresionado. Le
gusta que otros chicos mayores me estén mirando y estén impresionados también.
Echo un
vistazo a las chicas que me trajeron a la fiesta y están boquiabiertas, como si
no pudieran dar crédito a lo que ven. La pequeña Franky Pierson es po-pu-lar.
A lo mejor ya
estoy borracha, pero da igual. Solo estoy flotando y pasándolo bien y quiero
que nunca se acaben la música y el baile.
–Fran...
cesca. Qué nombre más bonito.
Cameron me ha
traído a otro sitio. No puedo dejar de reírme. Mi cabeza es un globo que crece
cada vez más y está a punto de estallar, pero tiene gracia, como las burbujas de
la cerveza que se me meten en la nariz y me hacen estornudar... –¡Achís!
¡Achís! ¡Achís!–. La música ya no está tan fuerte. La oigo y siento sus
vibraciones, pero de lejos.
Cameron
farfulla palabras que no puedo descifrar. Estamos en una habitación con una
ventana que llega del suelo al techo, con vistas a la bahía, y ya es de noche.
Puedo oler el agua y puedo oír su movimiento, pero no la puedo ver. Me siento
como si estuviera en un trampolín con los ojos cerrados y tuviera miedo de
saltar. Tengo miedo de caerme. Los dedos de Cameron son fuertes y me hacen daño
al apretarme el tórax y medio levantarme. Se inclina hacia mí y empieza a
besarme. Pero no es como un primer beso, nuevecito, sino como un beso que ya
había empezado desde antes, que es duro, que presiona. Su lengua empuja contra
mis labios apretados. Todo va muy deprisa. Yo pienso: ¿Quiero esto o no? ¿Verdad que sí, que quiero ser besada? Porque no
puedo recordar dónde estoy, o quién es Cameron. Pero sí sé que tengo que
devolverle los besos. Eso es lo que tienes que hacer, devolver los besos. Me da
risa y estoy tiritando y tengo la extraña sensación de tener entumecidas
distintas partes de mi cuerpo. Los dedos de las manos y los pies se me han
vuelto de hielo. ¿Pánico? Pero estoy besando a Cameron; no quiero que sepa lo
asustada que estoy ni lo joven que soy. Su boca es carnosa y cálida. Sus manos
se mueven por todo mi cuerpo, duras y expertas. Me viene a la mente una imagen
repentina y extraña: mi hermano Todd haciendo pesas y ejercicios de gimnasia,
corriendo en la banda estática, respirando hondo, jadeando, con una capa aceitosa
de sudor cubriéndole la cara; si le dices algo en esos momentos, no te oye,
está totalmente concentrado en su cuerpo. Eso es lo que le pasa a Cameron. Mi
cuerpo no sabe si le están haciendo cosquillas, caricias o... alguna otra cosa,
no tan agradable.
–Cameron,
quizá po... podríamos...
–Nena,
tranquila. Eres tan sexy, eres maravillosa.
No es
exactamente la primera vez que alguien me besa. Pero sí es la primera vez que
lo hace un chico mayor y con experiencia. Alguien que no conozco y que me llama
«nena» como si hubiera olvidado mi nombre. Me levanta el top y me toca los
pechos, que es la parte donde tengo más cosquillas. Me empiezo a reír, tanto
que casi me ahogo. La cara de Cameron despide calor como si hubiera estado
corriendo. Y yo pienso: ¿Quiero esto? ¿Es
esto lo que yo quiero? Estoy intentando acordarme de lo que me han contado
sobre el sexo seguro y pienso: ¿Sexo seguro? Pero ¿esto es... sexo?
–Cameron, creo
que no quiero...
–Venga, nena.
Tú sabes que sí quieres.
Tengo pánico,
aunque a la vez estoy excitada. ¿Será eso lo que siento: excitación? Creo que
ya no estoy borracha. Pero siento el estómago revuelto. Tengo el pelo sobre la cara;
se me debe de haber deshecho la coleta. Cameron me tira del pelo. Me está
besando de nuevo; es como si su boca me estuviera masticando. Lo empujo para
apartarlo, pero no logro moverlo. Todo está sucediendo demasiado deprisa; es
como hundirte en el agua: intentas respirar y tragas agua, y de repente te
entra el pánico y empiezas a dar manotazos y a luchar por tu vida.
Cameron me
empuja hacia abajo y me hace acostarme sobre algo. No es una cama o un sofá, se
siente como una mesa. Es algo duro y el borde me hace daño en el muslo. Me
sigue llamando «Nena», pero su tono ya no es tan amistoso. Es como si estuviera
intentando atraer hacia sí a un animal al que va a hacer daño. A la vez, actúa
como si se sintiera defraudado, como si yo le hubiera estado tomando el pelo.
Me tiene sujeta sin que pueda moverme. Se ha bajado la bragueta. Mueve
torpemente las manos y jadea. Me baja las bragas como si le diera igual si las
rompe. Quiero gritar, pero su antebrazo me oprime la garganta.
–¡Joder, deja
ya de jugar! Eres una...
Estoy luchando
con todas mis fuerzas. Trato de gritar. No sé qué hacer.
Y entonces, de
repente, lo sé. Como cuando se enciende una cerilla. Levanto la rodilla con fuerza
y le doy justo en la ingle. Suelta un grito sordo y se queda flácido. Todo
sucede en un momento. Le digo:
–¡Déjame en
paz! ¡Suéltame!
Sigo tumbada,
pero doy patadas como una loca. Es como si estuviera cruzando la piscina
impulsándome solo con las piernas. Y mis piernas tienen mucha fuerza gracias a
años de nadar y correr. Puede que parezca delgada, pero soy fuerte. Tengo
encima todo el peso de Cameron, pero logro escaparme golpeándole de todas las
formas que puedo e incluso clavándole los dientes. ¡Los dientes!
Eso le da
miedo a Cameron, creo. Gime y me insulta con las manos sobre los genitales
doloridos. Me mira fijamente y dice:
–¡Eres un
monstruo! ¡Deberías verte los ojos! ¡Un monstruo de ojos verdes! ¡Estás loca!
Me echo a reír
como una salvaje. Es como si este tío hubiera visto el interior de mi alma.
Ahora me he
librado de él y echo a correr. Salgo de la habitación, voy por un corredor,
paso junto a unas macetas con helechos, junto a una pared con máscaras indias,
soy como un animal salvaje que busca la salida de un laberinto, aquí hay una
puerta, de repente estoy fuera sintiendo el aire fresco y estoy a salvo.
Está oscuro y
hay bruma, puedo oler el agua de Puget Sound y respiro grandes bocanadas de
aire como si me hubiera estado ahogando.
Pero ahora
estoy A SALVO.
Soy una buena
corredora. Me gusta correr casi tanto como nadar. Así que me voy corriendo
hacia casa junto a la carretera de la costa, evitando los coches, con el pelo
al aire y dándome contra la espalda. Supongo que para los que pasan en coche
tengo aspecto de loca. Pero me siento muy bien. No es lo que podría esperarse;
ni siquiera pienso: Oh, Dios, casi me
violan. Al contrario, pienso en lo contenta que estoy. Mi madre decía que
ella había sido más afortunada que lista cuando tenía mi edad. Creo que yo he
sido afortunada y también lista. He luchado contra mi atacante y no ha podido
conmigo. Le he dado con la rodilla en la ingle, le he dado patadas y le he
mordido. Me he escapado. Ni siquiera he tenido tiempo de tener miedo. Era un
abusón y un miedica, y me imagino que ahora estará preocupado por si les cuento
a mis padres lo que ha sucedido y se ve metido en un buen lío.
Bueno, no lo
iba a contar. Era suficiente con haber escapado.
Él me había
llamado «MONSTRUO DE OJOS VERDES».
El MONSTRUO DE
OJOS VERDES me salvó la vida.
Joyce Carol Oates, Monstruo de
ojos verdes
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