¿Alguna vez os
habéis sentido invisibles? ¿Habéis tenido la horrible sensación de que el chico
que desearíais que os mirase no os ve, porque formáis parte del paisaje?
¿Habéis querido llorar cuando este chico os habla, pero os trata con la misma distancia,
frialdad e indiferencia con la que trataría a la cajera del supermercado?
Y puestos a
preguntar, ¿os ha pasado alguna vez que quien os mira es el chico equivocado,
el que no os gusta, el que de un día para otro se ha hecho íntimo de vuestros
amigos, aparece en todas las fiestas y de pronto está en todas las redes y en
todos los móviles? Me refiero a ese chico que, no se sabe cómo, acaba sentándose
siempre a vuestro lado.
A mí sí.
Y este es el
comienzo de la historia que viví el verano de mis diecisiete años, en el
Pirineo, antes de adentrarme en un pasado familiar desconocido e inquietante.
Entonces creía
que un amor no correspondido era una tragedia, pero aprendí que las decepciones
y los fracasos forman parte de la experiencia humana y que el amor, ese
sentimiento sobrecogedor, es apenas una anécdota comparado con los sufrimientos
que dejan las guerras.
A menudo
creemos que lo sabemos todo, pero la vida es un cúmulo caótico de
descubrimientos que nos demuestran que las apariencias engañan y que las cosas no
son lo que parecen.
Yo descubrí
que hay que saber mirar para poder ver.
El chico que
no me miraba y me hacía llorar se llamaba David.
El chico que
se sentaba siempre a mi lado se llamaba Killian.
Y yo, Alexia,
en medio de los dos, me quería morir.
Maite Carranza, Caminos de
Libertad
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