lunes, 15 de febrero de 2021

EL CARNAVAL DE BIELSA

Cruzamos la plaza mayor y nos aposentamos en las sillas que el servicio había dispuesto bajo las arcadas del ayuntamiento. La plaza entera estaba jalonada por antorchas confeccionadas con bolas de pez que ardían resaltando la nieve que cubría el suelo. La única figura presente allí era la del muñeco Cornelio, que seguía colgado del reloj de sol como un reo amordazado. Yo empecé a sentirme indispuesto y me ovillé en mi abrigo. La lluvia y el frío, que durante todo el camino no me habían dado tregua, comenzaban a pasarme factura y sentí cómo la fiebre coloreaba mis mejillas produciéndome los primeros temblores. Aun con todo, asumí que el sentido de la cortesía me obligaba a permanecer en la plaza al menos el tiempo indispensable para que mi retirada no levantara susceptibilidades.

– ¿Qué representa ese muñeco? –pregunté a Don Joaquín mirando hacia la fachada.

–Cornelio simboliza todos los males que acechan al pueblo y es el vehículo de la catarsis colectiva. La última noche de carnaval se le juzgará, se le apaleará y se le quemará para redimir el invierno que se va.

–Pobre Cornelio –me compadecí.

Ambos nos miramos con conchabanza y nos sonreímos sin decir nada.

Los extraños sonidos de los cuernos, ahora acompañados por ruidos de cencerros, volvieron a retumbar en la plaza, procedentes de una de las callejas oscuras que desaguaban en ella.

– ¡Ya vienen! –me dijo Castán sin poder disimular su fervor.

De pronto, una ola de gritos femeninos estallaron casi de improviso y un multitudinario tropel de jóvenes mujeres ataviadas con las ropas tradicionales del valle se hicieron visibles bajo las antorchas. Los gritos de las mozas tenían esa mezcla de terror atávico y fruición desenfrenada que acompañan los juegos iniciáticos de la juventud.

Pocos segundos después, mientras el torrente de mujeres se desparramaba por los costados de la plaza sin dejar de gritar, empezaron a escucharse otros clamores que les sucedían de una naturaleza mucho más ruda y violenta, y que se hacían acompañar al son de los cencerros y los cuernos.

– ¡Ahí están los Trangas! –exclamó don Joaquín de repente. Y la expresión enfebrecida, casi alienada, de su rostro hizo que de pronto me sintiera fuera de lugar.

Volví la cabeza hacia la calleja y vi un espectáculo estremecedor: unos hombres cubiertos con pieles de lana cruda suspendían sobre sus cabezas imponentes cornamentas de macho cabrío como si fueran demonios resucitados. Sus caras estaban embadurnadas por completo con hollín de las chimeneas de manera que, en medio de la noche, solo les resaltaban los globos oculares de los ojos. Iban ataviados con largas faldas de lana a cuadros que les llegaban hasta los tobillos y en sus manos sujetaban un inmenso palo afilado de casi nueve varas de altura con el que golpeaban el suelo con violencia. Algunos iban montados encima de grandes machos de tiro pintados con brea negra que rezumaba por sus lomos, de modo que su presencia se hacía aún más espectacular.

–Esos seres son los solteros del valle y simbolizan la fecundidad de la tierra –me hizo saber don Joaquín– golpean el suelo con sus palos para estimular los frutos de la vida, ellos encarnan la regeneración natural que el invierno ha congelado y que ahora pretenden despertar con los golpes de sus varas. ¡Llaman a la vida y a la tierra! ¡Llaman a las hembras!

Tras los Trangas, el revuelo y los gritos aumentaron, y unas nuevas criaturas aún más tenebrosas que las anteriores hicieron acto de presencia. En esta ocasión, se había cubierto a los mozos más corpulentos y rudos del pueblo con inmensas pieles de oso y se les había obligado a gatear por el suelo, sujetos con sendas cadenas de hierro amarradas a su cuello. Cada uno de aquellos osos abominables se lanzaba de un modo agresivo contra las mozas, mientras los domadores trataban de contenerlos azuzándoles palos con fuerza endiablada y tirando de las cadenas de hierro para contener su lascivia. Los mandobles eran en ocasiones tan violentos que producían auténticas laceraciones en sus carnes. A todo esto, las mozas los provocaban con descaro excitándolos con los movimientos obscenos de sus cuerpos para inducirles a nuevas acometidas.

Noté que la fiebre iba en aumento. El gentío se había concentrado en la plaza sirviendo ingentes cantidades de vino y de un licor parecido al orujo que abrasaba el estómago. Una gran hoguera fue prendida en medio de la algarada, y todo el desfile de figuras imaginarias comenzó a danzar en torno a ella, haciendo que sus siluetas se hicieran nítidas o se desfiguraran en sombras según se acercaban o se alejaban de la fuente de luz. Esas mismas sombras se apoderaron de las fachadas de los edificios tomando proporciones dantescas que sugestionaban la imaginación de quienes las contemplaban. Los movimientos tenían una fuerza espectacular, eran verdaderas exhibiciones inducidas por los instintos más primarios.

Más allá de la plaza, el aliento de la noche lo envolvía todo con su manto de silencio y de fría quietud…

Carlos Calvera, El Paso de las Devotas


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