Cruzamos la
plaza mayor y nos aposentamos en las sillas que el servicio había dispuesto
bajo las arcadas del ayuntamiento. La plaza entera estaba jalonada por
antorchas confeccionadas con bolas de pez que ardían resaltando la nieve que
cubría el suelo. La única figura presente allí era la del muñeco Cornelio, que
seguía colgado del reloj de sol como un reo amordazado. Yo empecé a sentirme
indispuesto y me ovillé en mi abrigo. La lluvia y el frío, que durante todo el
camino no me habían dado tregua, comenzaban a pasarme factura y sentí cómo la
fiebre coloreaba mis mejillas produciéndome los primeros temblores. Aun con
todo, asumí que el sentido de la cortesía me obligaba a permanecer en la plaza
al menos el tiempo indispensable para que mi retirada no levantara
susceptibilidades.
– ¿Qué
representa ese muñeco? –pregunté a Don Joaquín mirando hacia la fachada.
–Cornelio
simboliza todos los males que acechan al pueblo y es el vehículo de la catarsis
colectiva. La última noche de carnaval se le juzgará, se le apaleará y se le
quemará para redimir el invierno que se va.
–Pobre
Cornelio –me compadecí.
Ambos nos
miramos con conchabanza y nos sonreímos sin decir nada.
Los extraños
sonidos de los cuernos, ahora acompañados por ruidos de cencerros, volvieron a
retumbar en la plaza, procedentes de una de las callejas oscuras que desaguaban
en ella.
– ¡Ya vienen!
–me dijo Castán sin poder disimular su fervor.
De pronto, una
ola de gritos femeninos estallaron casi de improviso y un multitudinario tropel
de jóvenes mujeres ataviadas con las ropas tradicionales del valle se hicieron
visibles bajo las antorchas. Los gritos de las mozas tenían esa mezcla de
terror atávico y fruición desenfrenada que acompañan los juegos iniciáticos de
la juventud.
Pocos segundos
después, mientras el torrente de mujeres se desparramaba por los costados de la
plaza sin dejar de gritar, empezaron a escucharse otros clamores que les
sucedían de una naturaleza mucho más ruda y violenta, y que se hacían acompañar
al son de los cencerros y los cuernos.
– ¡Ahí están
los Trangas! –exclamó don Joaquín de repente. Y la expresión enfebrecida, casi
alienada, de su rostro hizo que de pronto me sintiera fuera de lugar.
Volví la
cabeza hacia la calleja y vi un espectáculo estremecedor: unos hombres
cubiertos con pieles de lana cruda suspendían sobre sus cabezas imponentes
cornamentas de macho cabrío como si fueran demonios resucitados. Sus caras
estaban embadurnadas por completo con hollín de las chimeneas de manera que, en
medio de la noche, solo les resaltaban los globos oculares de los ojos. Iban
ataviados con largas faldas de lana a cuadros que les llegaban hasta los
tobillos y en sus manos sujetaban un inmenso palo afilado de casi nueve varas
de altura con el que golpeaban el suelo con violencia. Algunos iban montados
encima de grandes machos de tiro pintados con brea negra que rezumaba por sus
lomos, de modo que su presencia se hacía aún más espectacular.
–Esos seres
son los solteros del valle y simbolizan la fecundidad de la tierra –me hizo
saber don Joaquín– golpean el suelo con sus palos para estimular los frutos de
la vida, ellos encarnan la regeneración natural que el invierno ha congelado y
que ahora pretenden despertar con los golpes de sus varas. ¡Llaman a la vida y
a la tierra! ¡Llaman a las hembras!
Tras los
Trangas, el revuelo y los gritos aumentaron, y unas nuevas criaturas aún más
tenebrosas que las anteriores hicieron acto de presencia. En esta ocasión, se
había cubierto a los mozos más corpulentos y rudos del pueblo con inmensas
pieles de oso y se les había obligado a gatear por el suelo, sujetos con sendas
cadenas de hierro amarradas a su cuello. Cada uno de aquellos osos abominables
se lanzaba de un modo agresivo contra las mozas, mientras los domadores
trataban de contenerlos azuzándoles palos con fuerza endiablada y tirando de
las cadenas de hierro para contener su lascivia. Los mandobles eran en
ocasiones tan violentos que producían auténticas laceraciones en sus carnes. A
todo esto, las mozas los provocaban con descaro excitándolos con los
movimientos obscenos de sus cuerpos para inducirles a nuevas acometidas.
Noté que la
fiebre iba en aumento. El gentío se había concentrado en la plaza sirviendo
ingentes cantidades de vino y de un licor parecido al orujo que abrasaba el
estómago. Una gran hoguera fue prendida en medio de la algarada, y todo el
desfile de figuras imaginarias comenzó a danzar en torno a ella, haciendo que
sus siluetas se hicieran nítidas o se desfiguraran en sombras según se acercaban
o se alejaban de la fuente de luz. Esas mismas sombras se apoderaron de las
fachadas de los edificios tomando proporciones dantescas que sugestionaban la
imaginación de quienes las contemplaban. Los movimientos tenían una fuerza
espectacular, eran verdaderas exhibiciones inducidas por los instintos más
primarios.
Más allá de la
plaza, el aliento de la noche lo envolvía todo con su manto de silencio y de
fría quietud…
Carlos Calvera, El Paso de las
Devotas
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