Buttercup se
marchó a su cuarto, se tendió en la cama y cerró los ojos.
Y la condesa
miraba a Westley.
Buttercup se
levantó de la cama, se quitó la ropa, se lavó un poco, se puso el camisón, se
metió entre las sábanas hecha un ovillo y cerró los ojos.
¡La condesa
seguía mirando a Westley!
Buttercup
apartó las sábanas, y abrió la puerta. Fue al fregadero que había junto al
hornillo y se sirvió un vaso de agua. Se lo bebió. Se sirvió otro vaso y se lo
pasó por la frente para refrescarse. La sensación febril seguía allí.
¿Cuán febril?
Se sentía estupendamente. Tenía diecisiete años, y ni una sola caries. Con
firmeza, echó el agua al fregadero, se volvió y con paso decidido regresó a su
cuarto, cerró la puerta y se metió en la cama. Cerró los ojos.
¡La condesa no
dejaba de mirar a Westley!
¿Por qué? ¿Por
qué rayos la mujer más perfecta de toda la historia de Florin se interesaba en
el mozo de labranza? Buttercup dio vueltas y más vueltas en la cama. Sólo había
algo que explicara esa mirada: estaba interesada en él. Buttercup cerró los
ojos con fuerza y estudió el recuerdo que guardaba de la condesa. Estaba claro
que el mozo de labranza tenía algo que le interesaba. Los hechos saltaban a la
vista. Pero ¿qué sería? El mozo tenía unos ojos como el mar antes de la
tempestad, pero ¿quién se fijaba en los ojos? Y si a una le gustaban esos
detalles, tenía el pelo de un rubio claro. Y los hombros de un ancho
suficiente, pero no mucho más anchos que los del conde. Y era sin duda
musculoso, pero cualquiera que se pasara el día trabajando como un esclavo
sería musculoso. Tenía la piel perfecta y bronceada, pero eso también era
producto del duro trabajo; si estaba todo el día al sol, ¿cómo no iba a
broncearse? Y no era mucho más alto que el conde, aunque tenía el vientre más
plano, pero eso era debido a que el mozo de labranza era más joven.
Buttercup se
sentó en la cama. Debían de ser sus dientes. El mozo de labranza tenía una
buena dentadura; había que prodigar ese elogio porque era merecido. Blancos y
perfectos, destacaban especialmente en la cara bronceada. ¿Podría haber sido
otra cosa? Buttercup se concentró. Las muchachas de la aldea seguían bastante
al mozo de labranza cuando éste efectuaba los repartos, pero eran unas idiotas,
porque ésas seguían a cualquiera. Y él nunca les hacía ningún caso, porque si
alguna vez llegaba a abrir la boca, ellas se habrían dado cuenta de que lo
único que tenía era una buena dentadura, porque al fin y al cabo, era
excepcionalmente estúpido.
Resultaba muy
extraño que una mujer tan hermosa, tan delgada, tan cimbreña y agraciada, una
criatura con un envoltorio tan perfecto, vestida de manera tan exquisita como
la condesa, quedara prendada de ese modo de una dentadura. Buttercup se encogió
de hombros. La gente era sorprendentemente complicada. Pero Buttercup lo tenía
todo diagnosticado, deducido, claro. Cerró los ojos, se acomodó bien en la
cama, se hizo un ovillo, y nadie mira a nadie del modo que la condesa había
mirado al mozo de labranza sólo por la dentadura.
—Oh —jadeó
Buttercup—. Oh, cielos, cielos.
El mozo de
labranza miraba a su vez a la condesa.
Estaba dando
de comer a las vacas y sus músculos se tensaban del modo que lo hacían siempre
bajo la piel bronceada y Buttercup estaba allí de pie, observando, cuando por
primera vez el mozo miró a los ojos a la condesa.
Buttercup
saltó de la cama y comenzó a pasearse por su cuarto. ¿Cómo pudo atreverse?
Vaya, no hubiera tenido nada de particular si sólo la hubiese mirado, pero no
la miró sino que «la miró».
—Es tan vieja
—masculló Buttercup con ánimo tormentoso.
La condesa no
cumpliría otra treintena, y eso era un hecho. Y su traje se veía ridículo en el
establo; eso también era un hecho.
Buttercup se
dejó caer en la cama y se apretó a la almohada que tenía atravesada sobre sus
pechos. El traje era ridículo incluso antes de que llegara al establo. La
condesa tenía un pésimo aspecto incluso en el mismo instante en que abandonó el
carruaje, con aquella boca enorme tan pintarrajeada y aquellos ojitos de cerdo
pintados y aquella piel empolvada y… y… y…
Agitada e
inquieta, Buttercup lloró y se revolvió y se paseó por el cuarto y lloró otro
poco, y sólo han existido tres destacados casos desde que David de Galilea
padeció los efectos de este sentimiento cuando ya no logró soportar el hecho de
que los cactus de su vecino Saúl superaran en belleza a los suyos. (En sus
orígenes, los celos quedaron circunscritos exclusivamente al ámbito vegetal, a
los cactus y a los ginkgos ajenos, aunque posteriormente, cuando ya existía la
hierba, a la hierba, razón por la cual hasta el día de hoy se habla de ponerse
verde de envidia, y por extensión, de celos.) Pues bien, el caso de Buttercup
casi alcanzó a ocupar el cuarto puesto en la lista de todos los tiempos.
Aquélla fue
una noche muy larga y muy verde.
William Goldman, La Princesa
Prometida
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