y sufrido él
por toda la tierra, y tan a menudo mudaba Dios su corazón que le costaba
recordar por quién había sufrido y dónde había amado. Ahora bien, de esos
momentos cuya espera había fascinado a uno de sus años, que siempre parecían imprecisos
y hubiera querido poseer más allá de la muerte, al año siguiente ya no hallaba
en su memoria más rastros que los que encuentran los niños, cuando llega la
siguiente marea, de los castillos que con tanta pasión defendieron. El tiempo,
como el mar, se lo lleva todo, lo abole todo, aun nuestras pasiones, no con sus
olas, sino con la tranquila, la insensible y segura crecida de su oleaje, como
si fuera un juego de niños. Y cuando los celos le hicieron sufrir demasiado,
fue Dios mismo quien lo separó de aquella por la que habría querido sufrir toda
la vida si por culpa de ella no podía ser feliz. Pero Dios no quería lo mismo
que él, porque había depositado en él el don del canto y no quería que el dolor
lo aniquilara. De modo que puso criaturas deseables a su paso y hasta le
recomendó la infidelidad. Pues Dios no permite que las golondrinas, los
albatros y demás pequeños cantores mueran de sufrimiento y de frío en la tierra
que habitan. Pero cuando el frío está a punto de sorprenderlos, les pone en el
corazón el deseo de emigrar para que no falten a su ley, que no es tanto ser
fieles al suelo como cantar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario