Oscurecía
cuando oyó unos pasos delante de su puerta. Llamaron. Buttercup se secó los
ojos. Volvieron a llamar.
—¿Quién es?
—preguntó finalmente Buttercup con un bostezo…
—Westley.
Buttercup se
repantingó en la cama.
—¿Westley?
—preguntó—. Conozco yo a algún West… ¡Ah, sí, muchacho, eres tú, qué gracioso!
—Se dirigió a la puerta, corrió el cerrojo y con un tono más afectado, le
dijo—: Me alegro mucho de que hayas pasado por aquí, porque me he sentido fatal
por la broma que te gasté esta mañana. Claro que ni por un momento pensaste que
iba en serio, al menos creí que lo sabrías, pero después, cuando empezaste a
cerrar la puerta, por un terrible instante, creí que tal vez había llevado
demasiado lejos la broma, pobrecillo, podrías haber creído que te decía en
serio lo que te dije, aunque ambos sabemos que es imposible que eso llegue a
ocurrir nunca.
—He venido a
despedirme.
El corazón de
Buttercup dio un vuelco, pero ella continuó con el tono afectado.
—¿Quieres
decir que te vas a dormir y que has venido a darme las buenas noches? Qué
atento de tu parte, muchacho, demostrarme que me has perdonado por la broma de
esta mañana; agradezco tu delicadeza y…
—Me marcho —la
interrumpió.
—¿Te marchas?
—El suelo comenzó a estremecerse. Ella se aferró al marco—. ¿Ahora?
—Sí.
—¿Por lo que
te dije esta mañana?
—Sí.
—Te he
asustado, ¿verdad? Me tragaría la lengua. —Meneó la cabeza una y otra vez—. De
acuerdo, pues; has tomado una decisión. Pero ten presente una cosa: cuando ella
haya acabado contigo, no te aceptaré, aunque me lo supliques.
Él se la quedó
mirando.
—Como eres
hermoso y perfecto —se apresuró a agregar Buttercup—, te has vuelto vanidoso.
Piensas que no se cansará de ti, pues te equivocas, lo hará, además eres
demasiado pobre.
—Parto para
América. A hacer fortuna. —(Esto ocurrió poco después de que existiera América,
pero mucho después de que existiesen las fortunas)—. Pronto zarpará un barco de
Londres. En América hay grandes oportunidades. Voy a aprovecharme de ellas. He
estado preparándome. En mi choza. He aprendido a no dormir casi. Conseguiré un trabajo
de diez horas diarias y después otro trabajo de otras diez horas diarias y
ahorraré hasta el último céntimo que gane, salvo lo que necesite para
mantenerme fuerte, y cuando haya reunido suficiente, compraré una granja y
construiré una casa y haré una cama lo bastante grande como para que quepan dos
personas.
—Estás loco si
te crees que ella será feliz en una granja destartalada de América. Y menos con
lo que gasta en trajes.
—¡Deja de
hablar de la condesa! Hazme ese favor especial. Antes de que me vuelva
locoooooo.
Buttercup le
miró.
—¿Es que no
entiendes nada de lo que está pasando?
Buttercup
meneó la cabeza.
Westley
también sacudió la cabeza y le dijo:
—Supongo que
nunca has sido la más brillante.
—¿Me amas,
Westley? ¿Es eso?
No podía dar
crédito a sus oídos.
—¿Que si te
amo? Dios mío, si tu amor fuera un grano de arena, el mío sería un universo de
playas. Si tu amor fuera…
—Oye, la
primera no la he entendido bien —le interrumpió Buttercup. Comenzaba a
entusiasmarse—. Vamos a ver si me aclaro. ¿Estás diciendo que mi amor es del
tamaño de un grano de arena y que el tuyo es esa otra cosa? Es que las imágenes
me confunden tanto que… ¿Es tu universo de no sé qué más grande que mi arena?
Ayúdame, Westley. Tengo la impresión de que estamos al borde de algo
tremendamente importante.
—Durante todos
estos años he permanecido en mi choza por ti. He aprendido idiomas por ti. He
fortalecido mi cuerpo porque creí que podría halagarte un cuerpo fuerte. He
vivido toda la vida rogando porque llegase el día en que te fijaras en mí. En
estos años, cada vez que posaba en ti mis ojos, el corazón me latía desbocado
en el pecho. No ha pasado ni una sola noche sin que me durmiera viendo tu
rostro. No ha pasado ni una sola mañana sin que tu imagen aleteara tras mis párpados
al despertar… ¿Has logrado entender algo de lo que acabo de decirte, Buttercup,
o quieres que siga?
—No pares
nunca.
—No ha pasado…
—Westley, si
me estás tomando el pelo, te mataré.
—¿Cómo puedes
soñar siquiera que te esté tomando el pelo?
—Es que no me
has dicho que me quieres ni una sola vez.
—¿Es todo lo
que necesitas? Sencillo. Te quiero. ¿De acuerdo? ¿Quieres que te lo diga en voz
más alta? Te quiero. ¿Quieres que te lo deletree? T, e, q, u, i, e, r, o.
¿Quieres que te lo diga al revés? Quiérete.
—Ahora sí me
estás tomando el pelo, ¿verdad?
—Puede que un
poco; hace mucho tiempo que te lo digo, pero tú no querías escucharme. Cada vez
que tú me decías: «Muchacho, haz esto», te parecía que yo te contestaba: «Como
desees», pero era porque no me oías bien. «Te quiero» era lo que en realidad te
decía, pero tú nunca me escuchaste, jamás.
—Te oigo
ahora, y te prometo una cosa: nunca amaré a otro. Sólo a Westley. Hasta que
muera.
Él asintió, y
dio un paso atrás.
—Pronto
enviaré a alguien a buscarte. Créeme.
—¿Mentiría
acaso mi Westley?
Retrocedió
otro paso.
—Se me hace
tarde. Debo marcharme, es preciso. El barco no tardará en zarpar y Londres está
lejos.
—Entiendo.
Westley tendió
la mano derecha. A Buttercup le costaba respirar.
—Adiós.
Ella logró
levantar la mano derecha hacia la de él. Se estrecharon las manos.
—Adiós
—repitió él.
Ella asintió
levemente.
Él retrocedió
otro paso, pero no se volvió. Ella le observó.
Él se volvió.
Las palabras
le salieron de un tirón:
—¿Te marchas
sin un solo beso?
Se abrazaron.
Han habido
cinco grandes besos desde el año 1642 d. C.: cuando el descubrimiento
accidental de Saúl y Delilah Korn se propagó por la civilización occidental.
(Antes de esa fecha, las parejas solían enlazar los pulgares.) La estimación
exacta de los besos es algo terriblemente difícil, y a menudo provoca grandes
controversias, porque si bien todos coinciden en la fórmula de afecto, pureza,
intensidad y duración, nadie se ha sentido nunca completamente satisfecho con el
peso que ha de darse a cada elemento. Cualquiera que sea el sistema de
estimación empleado, existen cinco besos que todos consideran merecedores de la
máxima puntuación.
Pues bien,
éste los superó a todos.
William Goldman, La Princesa
Prometida
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