—El
motorwagen.
—El motorwagen
—en voz baja.
—Habrás oído
hablar de la huelga de coches de alquiler. Necesitamos movernos con rapidez.
—Desde que
Benz se lo regaló a mi padre, nunca se ha separado de mí —indecisa.
—Un momento
—se acerca Cox—, ¿te refieres a uno de esos carruajes sin caballos?
—Sí.
—¿Y tú sabes
manejarlos?
—Los conduce
perfectamente —responde la mecánica—; hemos realizado largos recorridos
turnándonos a los mandos.
—Nunca había
visto uno de cerca —reconoce el revientacadáveres.
—¿No será que
tiene miedo a subir en uno de ellos, verdad señor Erasmo? —Aproximándose al que
está aparentemente listo para su funcionamiento—. Señor mío, puedo asegurarle
que este es el vehículo del futuro. Algún día, hasta los niños los conducirán
por las calles.
—Ya.
La primera vez
que vio uno de aquellos carricoches pensó que se trataba de una calesa que, de
resultas de un accidente, había perdido el tiro y rodaba siguiendo por inercia
el impulso de sus caballos perdidos.
Ahora estaba
ante un triciclo con la rueda delantera más pequeña para modificar la dirección
gracias a una manivela y un extraño motor bajo el asiento con capacidad para
dos personas.
—Mi padre
dedicó buena parte de su vida —explica la señorita Eger— a la puesta a punto
del motor de combustión, pero justo antes de su muerte, el alemán Karl Benz
patentó este modelo que solventaba algunas dificultades técnicas que nosotros
nunca fuimos capaces de superar. Como mi padre y él se habían hecho buenos
amigos, y muchos de los logros de Benz se deben a los consejos de mi padre, el
propio Benz lo reconoce, le regaló este modelo, uno de los primeros que surgió
de su factoría. Aquellos —señala los otros dos— los hemos fabricado aquí, con
algunas mejoras que aún no están lo suficientemente probadas. Pero este es, con
toda seguridad, el mejor vehículo autopropulsado que circula por Londres.
—Sé cuánto
significa para ti —Rambalda tomándola por el brazo—, pero lo que tengo entre
manos es muy grave —buscándole los ojos—. No podría serlo más.
—Por suerte
para ustedes —evitando su mirada—, le he añadido una capota para los días de
lluvia como hoy —comienza a desplegarla—. La clase de detalles prácticos en los
que un hombre normalmente no repara (...)
*********************
Entre los
diversos factores que Cox no había tenido en cuenta al aceptar trasladarse en
aquel insólito carruaje a motor destacaba el extraordinario ruido que producía
la maquinaria que lo impulsaba; una razón más para maldecirlo cuando al llegar
a la dirección de la verduga, y mientras Rambalda buscaba un lugar para dejar
el vehículo sin que estorbara, pudo ver cómo la puerta de la mujer que buscaban
se abrió unos centímetros, lo suficiente para que alguien los observara, y se
volvió a cerrar. Quien viviera allí ya estaba sobre aviso.
Durante el
camino, el revientacadáveres había permanecido silencioso, agarrado con todas
sus fuerzas al respaldo del asiento y con los pies clavados en el suelo de
madera de aquella especie de pescante en la que estaban subidos, intentando que
Rambalda, absorta en manejar la manivela conectada a la rueda delantera que
marcaba la dirección, no percibiera el temor que le atenazaba las mandíbulas de
que aquel absurdo triciclo se estrellara contra cualquier obstáculo, volcara
aplastándolos con su peso o explotara en mil pedazos.
Debía
reconocer que habían cubierto la ruta sin incidentes, a excepción de las dos
paradas que sufrió el motor, ocasiones en las que Rambalda se había visto
obligada a recurrir a él para que la ayudara a ponerlo en marcha de nuevo,
girando con todas sus fuerzas una especie de rueda dispuesta de forma
horizontal entre los engranajes a tal efecto. En ambas ocasiones, los dos
temieron que el motorwagen se hubiera quedado sin combustible, como ya les
había advertido la mecánica que podía ocurrir a pesar de haberles llenado
completamente el depósito; el vehículo utilizaba ligroin como combustible, una
sustancia que solo se podía adquirir en farmacias y si se les acababa no era
probable que encontraran ninguna abierta a aquella hora.
Mientras la
mujer coloca unas piedras bajo las ruedas para asegurar su inmovilidad...
Juan Ramón Biedma, Londres, 1891
PREMIO VALENCIA DE NOVELA NEGRA 2014
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