jueves, 4 de febrero de 2021

AQUELLOS CHALADOS EN SUS VIEJOS CACHARROS

 

 —¿Qué es lo que necesitas?

—El motorwagen.

—El motorwagen —en voz baja.

—Habrás oído hablar de la huelga de coches de alquiler. Necesitamos movernos con rapidez.

—Desde que Benz se lo regaló a mi padre, nunca se ha separado de mí —indecisa.

—Un momento —se acerca Cox—, ¿te refieres a uno de esos carruajes sin caballos? 

—Sí.

—¿Y tú sabes manejarlos?

—Los conduce perfectamente —responde la mecánica—; hemos realizado largos recorridos turnándonos a los mandos.

—Nunca había visto uno de cerca —reconoce el revientacadáveres.

—¿No será que tiene miedo a subir en uno de ellos, verdad señor Erasmo? —Aproximándose al que está aparentemente listo para su funcionamiento—. Señor mío, puedo asegurarle que este es el vehículo del futuro. Algún día, hasta los niños los conducirán por las calles.

—Ya.

La primera vez que vio uno de aquellos carricoches pensó que se trataba de una calesa que, de resultas de un accidente, había perdido el tiro y rodaba siguiendo por inercia el impulso de sus caballos perdidos.

Ahora estaba ante un triciclo con la rueda delantera más pequeña para modificar la dirección gracias a una manivela y un extraño motor bajo el asiento con capacidad para dos personas.

—Mi padre dedicó buena parte de su vida —explica la señorita Eger— a la puesta a punto del motor de combustión, pero justo antes de su muerte, el alemán Karl Benz patentó este modelo que solventaba algunas dificultades técnicas que nosotros nunca fuimos capaces de superar. Como mi padre y él se habían hecho buenos amigos, y muchos de los logros de Benz se deben a los consejos de mi padre, el propio Benz lo reconoce, le regaló este modelo, uno de los primeros que surgió de su factoría. Aquellos —señala los otros dos— los hemos fabricado aquí, con algunas mejoras que aún no están lo suficientemente probadas. Pero este es, con toda seguridad, el mejor vehículo autopropulsado que circula por Londres.

—Sé cuánto significa para ti —Rambalda tomándola por el brazo—, pero lo que tengo entre manos es muy grave —buscándole los ojos—. No podría serlo más.

—Por suerte para ustedes —evitando su mirada—, le he añadido una capota para los días de lluvia como hoy —comienza a desplegarla—. La clase de detalles prácticos en los que un hombre normalmente no repara (...)

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Entre los diversos factores que Cox no había tenido en cuenta al aceptar trasladarse en aquel insólito carruaje a motor destacaba el extraordinario ruido que producía la maquinaria que lo impulsaba; una razón más para maldecirlo cuando al llegar a la dirección de la verduga, y mientras Rambalda buscaba un lugar para dejar el vehículo sin que estorbara, pudo ver cómo la puerta de la mujer que buscaban se abrió unos centímetros, lo suficiente para que alguien los observara, y se volvió a cerrar. Quien viviera allí ya estaba sobre aviso.

Durante el camino, el revientacadáveres había permanecido silencioso, agarrado con todas sus fuerzas al respaldo del asiento y con los pies clavados en el suelo de madera de aquella especie de pescante en la que estaban subidos, intentando que Rambalda, absorta en manejar la manivela conectada a la rueda delantera que marcaba la dirección, no percibiera el temor que le atenazaba las mandíbulas de que aquel absurdo triciclo se estrellara contra cualquier obstáculo, volcara aplastándolos con su peso o explotara en mil pedazos.

Debía reconocer que habían cubierto la ruta sin incidentes, a excepción de las dos paradas que sufrió el motor, ocasiones en las que Rambalda se había visto obligada a recurrir a él para que la ayudara a ponerlo en marcha de nuevo, girando con todas sus fuerzas una especie de rueda dispuesta de forma horizontal entre los engranajes a tal efecto. En ambas ocasiones, los dos temieron que el motorwagen se hubiera quedado sin combustible, como ya les había advertido la mecánica que podía ocurrir a pesar de haberles llenado completamente el depósito; el vehículo utilizaba ligroin como combustible, una sustancia que solo se podía adquirir en farmacias y si se les acababa no era probable que encontraran ninguna abierta a aquella hora.

Mientras la mujer coloca unas piedras bajo las ruedas para asegurar su inmovilidad...

Juan Ramón Biedma, Londres, 1891

PREMIO VALENCIA DE NOVELA NEGRA 2014

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