Blake, con
movimientos precisos, impregnó de nuevo su paleta con la pintura que aún
quedaba en el mortero. Una combinación de aceite de linaza y pigmentos negro
humo y marfil.
No existía en
el mundo una tonalidad apropiada para lo que él estaba plasmando en el lienzo.
Por esa razón mezclaba, diluía, experimentaba… aun sabiendo que no tenía tiempo
para ninguna clase de ensayo.
Reanudó sus
esfuerzos por delinear los contornos, marcar los detalles…
Sus pupilas se
redujeron poco a poco hasta parecer puntas de alfiler.
Había
traspasado el límite de la realidad y todo cuanto le rodeaba se diluía en torno
suyo como los pigmentos entre las resinas que utilizaba.
No podía
respirar. Sus exhalaciones se habían reducido a asfixiantes jadeos.
Gruesas gotas
de sudor se deslizaban por su frente y recorrían sus mejillas hasta
precipitarse al suelo. Todo su cuerpo ardía consumido por un fuego creador, una
ardiente necesidad de plasmar aquello que únicamente su subconsciente veía.
Pero esa fiebre también poseía un tenebroso poder destructor. Un poder que
atravesaba los confines de todo lo conocido para adentrarse en un universo
oculto para la mayoría de los hombres.
Y, de repente,
su mente explosionó en miles de vibrantes partículas.
El corazón
aceleró sus latidos y todo su cuerpo comenzó a estremecerse con cada pulsación.
Fue entonces
cuando detuvo sus movimientos. Dejó sus manos inertes. La paleta y el pincel
cayeron al suelo.
Aguzó el oído.
Había
escuchado algo…
Un sonido tan
leve, y al mismo tiempo tan distintivo que creyó ser presa de sus propios
delirios.
Era el llanto
de un niño.
Parpadeó antes
de entrecerrar los ojos y clavar la mirada en un punto concreto del cuadro.
Hubiera jurado que los sollozos emergían de allí. Pulsantes y desgarradores,
cobrando mayor fuerza a cada instante.
Giró su cuerpo
y vislumbró su habitación con expresión de asombro.
Todo había
cambiado, estaba seguro.
La titilante
luz de las velas seguía imperturbable, y sin embargo… las sombras ganaban
terreno convirtiendo la estancia en un microcosmos negro, denso, infinito.
Percibió un
hálito helado, una especie de lengua invisible y gélida que le acariciaba la
nuca. Incluso notó un cosquilleo en su canoso cabello, como si, a sus espaldas,
unos pequeños dedos de esqueleto trataran de llevárselo consigo.
Blake tragó
saliva.
El bombeo de
su corazón se había tornado tan rápido que cada latido le aguijoneaba el pecho.
Algo se movió
entre las sombras. Miró en derredor suyo y comprobó que la negrura se
convulsionaba para gestar unas figuras informes.
La idea de
escapar atravesó su mente, pero sus piernas no le obedecieron. Tendría que ser
forzoso testigo de lo que allí iba a acontecer.
Creía haberse
acostumbrado a toda una vida de visiones e imágenes proféticas… y aun así,
intuía que en aquella ocasión todo sería diferente.
El llanto del
niño fue engullido por un silencio sobrenatural. Casi tangible.
Los ojos
amarillentos de Blake recorrieron la estancia con pavor hasta detenerse en una
siniestra silueta que ya había adoptado una forma definitiva. Vio cómo avanzaba
hacia él y dejó escapar un gemido al percatarse de quién se trataba.
La figura se
movía a gatas y sus largas uñas arañaban el suelo.
Una
pestilencia hedionda invadió cada partícula de aire.
No era un
animal. Sino un ser humano.
Su
cabello rojizo descendía hasta mimetizarse con su desaliñada barba que rozaba
la superficie de la habitación con un desagradable seseo.
La luz de las
velas se reflejaba en sus ojos estrábicos y la mueca doliente de su boca, que
rezumaba una viscosa saliva. Aquel cuerpo desnudo se mostraba lívido, sucio y
peludo; una alimaña hecha hombre que se arrastraba en un mutismo inquietante.
Los labios se
Blake se tensaron en un gesto de terror.
—No puede ser…
—musitó con un hilo de voz—. “Nabucodonosor”…
Aquella imagen, mitad hombre, mitad bestia, que ahora se dirigía hacia él, era una de sus creaciones. Años atrás había querido plasmar el símbolo de la depravación, la culpa y el deshonor. Y el mítico rey de Babilonia, célebre por sus hazañas, pero también por su crueldad, se convirtió en el personaje escogido para dar rienda suelta a un alegoría que muy pocos supieron entender.
A su derecha,
las sombras vomitaron otra oscura silueta que poco a poco comenzó a
conformarse. Su contorno se tornó sinuoso y en su superficie se dibujaron miles
de escamas amarillas y carmesíes, como una acuarela de ardientes colores.
Cuando aquel
engendro se alzó sobre su propio cuerpo de anillos concéntricos, una última
excrecencia nació de su extremo hasta transformarse en la cabeza afilada y
dentuda de un dragón.
Blake dio
instintivamente un paso atrás.
En su cerebro
resonó el nombre de uno de sus cuadros.
“El pacto con
la serpiente.”
Podía reconocer al animal que tenía ante sus ojos y que le observaba con la mirada ponzoñosa de quien sabe que su presa se halla bajo su dominio.
Sus propias
manos le habían dado vida en una de sus pinturas recreando el bíblico pasaje de
la traición de Adán y Eva. En su obra, la serpiente se erguía con majestuosidad
envuelta en un halo de luz que la convertía en el eje central de la imagen.
Ahora, parecía
haber sido regurgitada por el mismo Infierno.
El reptil
abrió la boca; la lengua bífida tembló entre los dientes antes de precipitarse
sobre el artista.
Con un
movimiento certero, rodeó sus piernas y aferró su cuerpo con tal fuerza que le
hizo caer al suelo, inmovilizándole por completo.
Nabucodonosor,
junto a él, emitía unas espasmódicas carcajadas mientras la serpiente afianzaba
su abrazo letal.
Blake quiso
gritar, pedir ayuda a su esposa. Pero ya era demasiado tarde. Sus cuerdas
vocales se habían petrificado, al igual que su capacidad de reacción.
¿Era aquella
otra de sus visiones?
Imposible.
Demasiado
real, demasiado palpable.
Ninguna otra
de sus alucinaciones había tenido el poder de tocarle. Siempre había dado por
hecho que existía una ley no escrita, y sin embargo igualmente lícita, por la
que jamás sufriría ningún daño. El más allá podía mostrarle sus misterios, pero
nunca poniendo en riesgo su propia existencia.
Entonces ¿por
qué aquellos seres producto de su mente habían cobrado vida con el único
propósito de atormentar la suya?
“¿Por qué?”
La serpiente y
la bestia humana habían abierto sus fauces dispuestas a clavar los incisivos en
su rostro, cuando de repente se detuvieron como si obedecieran a una orden no pronunciada.
La estancia
entera pareció estremecerse. Fue un instante disfrazado de eternidad, una
fracción de segundo fugaz, pero definitiva. Una convulsión repentina y
paradójicamente inmensa.
Blake, con
lágrimas de horror aflorando en los ojos, distinguió una nueva figura avanzar
frente a él.
Sus pasos
retumbaban en la estancia con un ruido sordo,semejante al eco de los truenos
que aún seguían sonando en el exterior.
Un terror
sobrehumano punzó el pecho de Blake cuando la tenue luminosidad de las velas le
reveló a un nuevo monstruo. Su corazón se transformó en polilla y lo sintió
aletear a tientas por el interior de su tórax hasta obstruir su garganta.
—Eres tú…
—murmuró el pintor con voz estrangulada.
Ante sí, el
cuerpo hercúleo de un hombre desprovisto de ropajes.
Sus músculos
se hallaban en tensión absoluta, cubiertos por una sutil pátina de sudor que
les confería un aspecto brillante, colosal.
De su coxis
emergía una larga cola reptiliana que se balanceaba hipnóticamente con cada uno
de sus movimientos.
Alzó sus
brazos y entre ellos se extendieron unas enormes alas membranosas que se
agitaron como si estuvieran a punto de alzar el vuelo.
Un titán en el
mundo terreno. Un dios pagano y atrozmente sublime.
Blake temía
alzar la mirada y encontrarse con el rostro de aquella aberración de la que
también era el creador. El miedo a descubrir su semblante era más poderoso que
el miedo a la muerte. Él mismo lo había dibujado de espaldas, sin desvelar una
faz que debía mantenerse oculta al mundo para siempre. Una faz terrible, en la
que se aglutinaría, como un único símbolo, todo el mal de la humanidad.
El silencio
hasta aquel momento reinante fue rasgado por un súbito murmullo que aumentaba
en un estridente crescendo. William Blake podía escuchar su nombre pronunciado
por un conglomerado de voces desconocidas que parecían cercarle en un
torbellino de pesadilla.
No pudo
evitarlo. La curiosidad innata en el ser humano le obligó a mirar al monstruo.
Lo primero que
vio fueron dos cuernos retorcidos asentados en su frente.
El engendro
ladeó la cabeza mostrando, ante el resplandor de las velas, numerosos ojos
circulares que giraban sobre sí mismos en direcciones diferentes. Un camaleón
deforme. Desprovisto de nariz, podía escucharse su respiración pausada y
profunda junto a un sonido similar al zumbido de cientos de moscas.
El gran
orificio que hacía las veces de boca, se abrió en una desdentada mueca y Blake
vislumbró en su garganta diversas caras amalgamadas en un caos dantesco.
Hombres, mujeres y niños eran quienes gritaban su nombre desde aquellas
profundidades, agitándose con horrible frenesí.
—Así que has
venido a por mí, dragón rojo…
La voz sosegada de Blake rasgó su propio miedo.
Era consciente
del destino que iba a sufrir. La muerte no significaba nada. Solo el mensaje
que había creado era importante. Debía sobrevivir a la tempestad del tiempo y a
la incomprensión humana hasta que llegara el momento oportuno. Y llegaría, no
albergaba ninguna duda.
Por un
instante deslizó la vista hacia el cuadro en el que había estado trabajando y
esbozó una triste sonrisa.
El gran dragón
agitó sus alas de murciélago y se abalanzó sobre él rasgando su pecho de un
solo zarpazo.
Acto seguido,
una intensa oscuridad lo invadió todo…
La llave de Blake, Sandra Andrés
Belenguer
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