Cuando era
niño, a principios de los años 80, tenía la costumbre de hablar con algo metido
en la boca: comida, tubos de dentista, globos que salían volando... De todo. Y,
aunque no hubiera nadie a mi alrededor, yo hablaba de todos modos. Esta manía
me condujo a mi fascinación por la tabla periódica la primera vez que me
dejaron a solas con un termómetro debajo de la lengua. Tuve faringitis un
montón de veces durante 2.º y 3.º de Primaria, y me pasaba muchos días
sintiendo dolor al tragar. No me importaba faltar a clase y automedicarme con
helado de vainilla y sirope de chocolate. Además, estar enfermo siempre me
concedía una nueva oportunidad para romper uno de esos anticuados termómetros de
mercurio.
Recostado, con
ese palito de cristal bajo la lengua, respondía en voz alta a una pregunta
imaginaria y el termómetro se me caía de la boca y se hacía trizas sobre el
suelo de madera. El mercurio líquido que contenía se desperdigaba en forma de
bolitas metálicas. Al rato, mi madre se agachaba en el suelo, a pesar de su
artrosis de cadera, y empezaba a recogerlas. Utilizando un mondadientes a modo
de palo de hockey, empujaba esas esferas dúctiles entre sí hasta que casi se
tocaban. De pronto, con un impulso final, una esfera engullía a la otra. Una
única e impoluta bolita quedaba en el lugar donde antes había dos. Mi madre
repetía este truco de magia a lo largo y ancho de la habitación, con una bolita
grande que iba engullendo a las demás hasta que todas formaban un bloque
compacto y plateado.
Una vez que
había recopilado todos los trocitos de mercurio, mi madre sacaba el frasco de
pastillas de plástico con la etiqueta verde que guardábamos en un estante de la
cocina que estaba repleto de trastos, entre un osito de peluche con una caña de
pescar y una taza azul de cerámica que conmemoraba una reunión familiar de
1985. Después de meter rodando la bolita en un sobre, añadía cuidadosamente los
últimos restos de mercurio del termómetro al pegote del tamaño de una nuez que
había dentro del frasco. A veces, antes de volver a guardar el frasco, mi madre
vertía el mercurio en la tapa para que mis hermanos y yo admirásemos los
movimientos de ese metal futurista, que no paraba de dividirse y volverse a
fusionar.
Los
alquimistas medievales, a pesar de su pasión por el oro, consideraban que el
mercurio era la sustancia más poderosa y poética del universo. De pequeño, yo
estaba de acuerdo con esa afirmación. Incluso habría estado dispuesto a creer,
igual que ellos, que albergaba espíritus de otro mundo.
El mercurio
actúa de esta manera, tal y como descubrí más tarde, porque es un elemento. Al
contrario que el agua (H2O), o que el dióxido de carbono (CO2),
o que casi cualquier otra cosa con la que te topas en tu día a día, no se puede
separar el mercurio en unidades más pequeñas de una forma natural. De hecho, el
mercurio es uno de los elementos más clasistas: sus átomos solo quieren estar
en compañía de otros átomos de mercurio y reducen al mínimo el contacto con el
mundo exterior al comprimirse en forma de esfera. La mayoría de los líquidos
que derramé de pequeño no se comportaban así. El agua se extendía por todas partes,
igual que el aceite, el vinagre y la gelatina derretida. El mercurio jamás
dejaba ni una mota. Mis padres siempre me decían que me calzara cada vez que se
me caía un termómetro, para que no me clavara esas invisibles esquirlas de
cristal. Pero no recuerdo que me alertaran sobre el mercurio desperdigado.
Durante mucho
tiempo seguí la pista del elemento 80 en la escuela y en los libros, tal y como
se haría con el nombre de algún amigo de la infancia en el periódico. Provengo
de las Grandes Llanuras (Dakota del Sur) y en clase de Historia me hablaron de los
famosos exploradores Lewis y Clark, de su expedición a través de Dakota del Sur
y por el resto del Territorio de Luisiana. Lo que no sabía en un principio fue
que Lewis y Clark llevaban consigo seiscientos laxantes de mercurio, cada uno
de ellos cuatro veces más grande que una aspirina corriente. Estos laxantes
eran conocidos como las Píldoras Biliosas del Dr. Rush, en honor a Benjamin
Rush, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia y héroe de la
medicina por haber tenido la valentía de quedarse en Filadelfia durante una
epidemia de fiebre amarilla en 1793. Su tratamiento favorito, para toda clase
de dolencias, era un mejunje a base de cloruro de mercurio que administraba a
la gente por la fuerza, a menudo hasta que se les caían el pelo y los dientes.
(¡Menos mal que la medicina ha avanzado mucho hoy en día!). ¿Y cómo sabemos que
Lewis y Clark lo tomaron? Con los extraños alimentos y el agua de dudosa
calidad que se encontraron durante su travesía, siempre había algún miembro de
su equipo que se sentía indispuesto y, hasta el día de hoy, aún se encuentran
depósitos de mercurio en muchos lugares donde los exploradores excavaron una
letrina, quizá después de que una de las «pastillas atronadoras» del Dr. Rush
funcionara un poco mejor de la cuenta.
El mercurio
acabó apareciendo en la clase de Ciencias. Cuando nos enseñaron por primera vez
el batiburrillo de la tabla periódica, la registré en busca del mercurio y no
conseguí encontrarlo. Está incluido, claro: entre el oro, que también es denso
y maleable, y el talio, que también es venenoso. Pero el símbolo del mercurio, Hg,
está compuesto por dos letras que ni siquiera forman parte de su nombre.
Resolver ese misterio —procede de hydrargyrum, que en latín significa «agua
plateada»— me ayudó a comprender hasta qué punto la tabla periódica estaba
influida por las lenguas antiguas y la mitología, algo que aún puede percibirse
en los nombres latinos que utilizan los científicos cuando crean nuevos
elementos superpesados que se añaden a la última fila.
También
encontré el mercurio en clase de Literatura. Antaño, los fabricantes de
sombreros utilizaban una solución anaranjada y brillante de mercurio para
separar el pelo del pellejo, y los sombrereros que se pasaban el día trabajando
entre esas cubetas humeantes acababan perdiendo el pelo y el juicio, como el
sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas. Finalmente, me di cuenta
de lo venenoso que es el mercurio. Eso explicaba por qué las Píldoras Biliosas
del Dr. Rush purgaban tan bien los intestinos: el cuerpo tiende a desprenderse
de cualquier tipo de veneno, incluido el mercurio. Y, por tóxico que pueda
resultar ingerir este elemento, sus vapores tienen un efecto incluso peor. Deshilachan
los «cables» del sistema nervioso central y provocan agujeros en el cerebro, al
igual que hace la enfermedad de Alzheimer en su fase avanzada.
Pero cuantas
más cosas aprendía sobre los peligros del mercurio, más me atraía su belleza
destructiva. Era un poco como con ese poema de William Blake que dice:
«Tigre, tigre, fuego que ardes». Con el paso de los años, mis padres
redecoraron su cocina y quitaron el estante donde estaban el osito de peluche y
la taza, pero guardaron todos esos trastos en una caja de cartón. Durante una
reciente visita, encontré el frasco de la etiqueta verde y lo abrí. Al
inclinarlo de un lado a otro, pude notar cómo el peso se deslizaba en círculos
por su interior. Cuando miré dentro, me llamaron la atención los trocitos
diminutos que se habían desparramado hacia los lados del conjunto principal.
Allí estaban, centelleando, como gotitas de agua tan perfectas que solo parece posible
encontrarlas en las fantasías. Durante toda mi infancia, asocié el mercurio
derramado con la fiebre. Aquella vez, consciente de la pasmosa simetría de esas
pequeñas esferas, sentí un escalofrío.
A partir de
ese único elemento, aprendí historia, etimología, alquimia, mitología,
literatura, psicología y toxicología forense. Y aquellas no fueron las únicas
historias relacionadas con elementos que recopilé, sobre todo después de que me
metiera a estudiar Ciencias en la universidad y conociera a unos cuantos
profesores que tuvieron a bien dejar a un lado sus investigaciones para charlar
un rato de ciencia conmigo.
Mientras
estudiaba Física con la esperanza de poder escapar del laboratorio para
escribir, me sentía fatal entre esos científicos jóvenes, serios y con talento
que iban a mi clase, que se apasionaban con los experimentos de ensayo y error
de una manera que yo nunca podría. Soporté cinco gélidos años en Minnesota y
acabé con un diploma de honor en Física, pero, a pesar de haber pasado cientos
de horas en un laboratorio, memorizando miles de ecuaciones y trazando decenas
de miles de diagramas de poleas y planos inclinados sin fricción, lo más
instructivo para mí fueron las historias que me contaron mis profesores. Historias
sobre Gandhi, Godzilla y científicos que creían haber perdido la chaveta. Sobre
arrojar bloques de sodio explosivo a los ríos para matar a los peces. Sobre
personas que se asfixiaban, sin sufrir apenas durante el proceso, con gas
nitrógeno en las estaciones espaciales. Sobre un antiguo profesor de mi
facultad que experimentó con un marcapasos accionado por plutonio ¡dentro de su
propio pecho!, acelerando y reduciendo su ritmo en función de su proximidad a
unas bobinas magnéticas gigantescas.
Me quedé fascinado
por esas historias, y recientemente, mientras pensaba en el mercurio durante el
desayuno, me di cuenta de que detrás de cada elemento de la tabla periódica hay
una historia curiosa, extraña o escalofriante. Al mismo tiempo, esa tabla es
uno de los grandes logros intelectuales de la humanidad. Es tanto un logro
científico como un libro de cuentos, así que decidí escribir este libro para
desprender todas sus capas una por una, como las transparencias de los libros
de anatomía que cuentan la misma historia en distintos niveles. En el más
básico, la tabla periódica es un catálogo de todos los tipos de materia que hay
en nuestro universo, los ciento y pico elementos cuyas marcadas personalidades
dan origen a todo lo que vemos y tocamos. La forma de la tabla también nos
aporta indicios científicos acerca de cómo esas personalidades se entremezclan
en sociedad. A un nivel ligeramente más complicado, la tabla periódica codifica
multitud de información forense sobre la procedencia de toda clase de átomos y
sobre qué átomos pueden fragmentarse o mutar para dar lugar a otros nuevos.
Estos átomos también se combinan de manera natural para formar sistemas
dinámicos, como los seres vivos, y la tabla periódica predice cómo se desarrolla
ese proceso. Incluso predice qué conjuntos de elementos nocivos pueden afectar
o destruir a los seres vivos.
La tabla
periódica es, por último, un hito antropológico, un instrumento creado por el
hombre que refleja todos los matices del ser humano —su ingenio, sus bondades y
también sus cosas malas— y la manera que tenemos de interactuar con el mundo físico.
Es la historia de nuestra especie, recopilada de una manera concisa y elegante.
Merece un estudio en cada uno de esos niveles, empezando por el más elemental
para después ir aumentando progresivamente la complejidad. Además de
entretenernos, las historias de la tabla periódica nos proporcionan una forma
de entenderla que no se encuentra en los libros de texto ni en los manuales de
laboratorio. Respiramos y nos alimentamos de la tabla periódica; la gente
apuesta y pierde enormes sumas de dinero en función de ella; los filósofos la
utilizan para sondear el significado de la ciencia; envenena a la gente; desata
guerras. Entre el hidrógeno, que se encuentra en la esquina superior izquierda,
y los insólitos elementos sintetizados por el ser humano, que merodean por los
últimos puestos de la lista, puedes encontrar burbujas, bombas, toxinas,
dinero, alquimia, políticas mezquinas, historia, crimen y amor. E incluso un
poco de ciencia.
Sam Kean, La Cuchara Menguante
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