Era día de mercado y los tenderetes se repartían por la Plaza de
Barco en una mezcolanza de colores, aromas y formas. La arena del suelo parecía
desprender en volutas de un polvo finísimo todo el calor acumulado en esa mañana
ardiente de verano. Algunos niños correteaban entre las columnatas. En una
esquina, bajo las arcadas de piedra, un juglar disfrutaba del frescor y la
sombra. Estaba sentado sobre un poyete y rodeado de chiquillos y adultos. El
hombre estaba terminando de recitar un largo cantar, y de vez en cuando rasgaba
la cítara con la que acompañaba su poema.
Los hermanos y hermanas huyeron con gran dolor.
Dejaban sus monasterios, hogares y corazón.
Marcharon hacia la Puerta, pero el grupo se encontró
con el ejército entero que buscaba su extinción.
Bernardo y Yebra primero, con la fuerza de un león,
combatieron con donaire, con grandeza y con tesón.
Y crearon vendavales con el poder de un tifón,
y empujaron a los otros en completa confusión.
Paralizaron a unos, con la fuerza del pavor,
mataron a los ruines en contienda y con fragor.
Y los hermanos lucharon con espadas y pasión.
Pero eran tantos los viles, y tan pocos del Señor,
que hasta la tierra temblaba temiendo su perdición.
Yebra supo que su fin estaba ya alrededor.
«¡Vete tú con los hermanos!», a Bernardo le gritó.
«Ponlos a buen seguro, a la Puerta llévalos.
Tú sabes cómo has de hacerlo, de todo protégelos.»
«Nunca me iría sin ti», y Bernardo se negó.
«Si tú y yo morimos, y bien lo sabes mi amor,
también lo harán los hermanos, y todo lo que Jan
amó.
Así que ve tú y vete pronto, antes que se ponga el
sol.»
Bernardo no quiso irse, pero ella bien lo empujó.
Arremetió contra él y su alma confundió.
«Vete ahora, vete pronto, y a todos llévatelos.»
Unos pocos se quedaron luchando con gran valor.
Bernardo guió a los hermanos, a la Puerta los llevó.
Pasaron al otro mundo y allí se estableció
una Orden de hombres sabios, de la razón y de Dios.
El juglar terminó su historia, dejó que la cítara desgranase unas
últimas notas y sonrió con sus ojillos brillantes a la audiencia.
Susana
Vallejo, La Orden de Santa Ceclina
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