—La cena
—respondió, despertando de su ensueño— ha sido en el hotel Langham, donde tanto
la decoración como la carne están demasiado pasadas. Mi editor, el señor
Stoddart, es un encanto. Es norteamericano, de ahí que le rodee ese halo tan
lleno de energía y de orgullo. Es el editor del la revista Lippincott's Monthly Magazine...
—¿Y te ha
hecho un nuevo encargo? —conjeturé.
—Mejor aún. Me
ha presentado a un nuevo amigo. —Arqueé una ceja—. Sí, Robert, esta noche he
hecho un amigo nuevo. Te gustará.
Yo estaba ya
acostumbrado a los repentinos arrebatos de entusiasmo de Oscar.
—¿Voy a
conocerle? —pregunté.
—En breve,
siempre que tengas algo de tiempo libre.
—¿Va a venir
aquí? —Eché una mirada al reloj de la repisa de la chimenea.
—No, iremos a
verle nosotros... para desayunar. Necesito su consejo.
—¿Consejo?
—Es médico. Y
también escocés. De Southsea.
—No me extraña
que estés inquieto, Oscar —dije, echándome a reír. También él se rió. Siempre
se reía con los chistes de los demás. No había la menor sombra de mezquindad en
Oscar Wilde—. ¿Por qué estuvo presente en la cena? —pregunté.
—Porque
también es escritor... novelista. ¿Has leído Micah Clarke? La Escocia
del siglo diecisiete jamás ha resultado más distraída.
—No, no la he
leído, pero sé exactamente a lo que te refieres. Hoy había un artículo sobre él
en The Times. Es el hombre de moda:
Arthur Doyle.
—Arthur Conan
Doyle. Le da poca importancia a eso. Sospecho que debe de tener tu edad:
veintinueve, quizá treinta años, aunque le envuelve un aire de gravedad que le
hace parecer mucho mayor. Es un hombre claramente brillante, un científico que
sabe bien jugar con las palabras, y bastante apuesto, siempre que uno sea capaz
de imaginar su rostro bajo ese bigote de morsa. A primera vista, parece un
cazador de caza mayor recién llegado del Congo, pero aparte de su apretón de
manos, que resulta del todo intolerable, no tiene nada de bruto. Es suave como
san Sebastián y sabio como san Agustín de Hipona.
Volví a
reírme.
—Te veo
entusiasmado, Oscar.
—Y presa de la
envidia —respondió—. El joven Arthur ha causado sensación con su nueva
creación.
—Sherlock
Holmes —dije—, detective privado. Estudio en Escarlata. Lo he leído.
Es excelente.
—Stoddart
opina lo mismo. Quiere la continuación. Y, entre la sopa y el pescado, Arthur
le ha prometido que la tendrá. Al parecer, se titulará El Signo de los Cuatro.
—¿Y qué hay de
la historia que ibas a escribirle al señor Stoddart?
—La mía
también será una novela de misterio, aunque un poco distinta. —De pronto cambió
el tono de voz—. Tratará sobre el asesinato que escapa a los mecanismos de
detección ordinarios. —El reloj dio el cuarto. Oscar encendió un segundo
cigarrillo. Guardó unos segundos de silencio y fijó la mirada en la rejilla
vacía—. Esta noche hemos hablado mucho de asesinatos —dijo con voz queda.
Gyles Brandreth, Oscar Wilde y
una Muerte sin Importancia
No hay comentarios:
Publicar un comentario