miércoles, 23 de enero de 2019

EL AÑO QUE NEVÓ EN ALABAMA


En Alabama no nevaba nunca y, sin embargo, el invierno en que mi padre tenía nueve años nevó. Caía la nieve en sucesivas capas blancas, endureciéndose tan pronto como tocaba el suelo, y acabó por cubrir el paisaje de puro hielo, donde no había forma de abrir brecha. Sorprendido bajo la tempestad de nieve estabas perdido; sobre ella, al menos te daba tiempo a reflexionar sobre tu inminente perdición.
Edward era un muchacho fuerte y silencioso con ideas propias, pero no se le ocurría rechistarle a su padre si había que echar una mano con cualquier tarea, reparar una cerca, atraerse a casa a un novillo descarriado. Cuando la noche de aquel sábado comenzó a nevar, y continuó nevando a lo largo de toda la mañana siguiente, Edward y su padre hicieron un muñeco de nieve, ciudades de nieve y otras construcciones, y sólo más tarde se dieron cuenta de la inmensidad y el peligro de la nevada que no cesaba.
Pero se dice que el muñeco de nieve de mi padre medía dos metros de algo, ni un centímetro menos. Para llegar tan arriba, mi padre diseñó un artefacto a base de ramas de pino y poleas, gracias al cual subía y bajaba a su antojo. Los ojos del muñeco eran viejas ruedas de carro, desechadas años atrás; su nariz, el remate de un silo; y su boca, curvada en una media sonrisa, como si le rondara por la cabeza una idea grata y divertida, estaba hecha de la corteza arrancada del costado de un roble.
Su madre estaba en casa, cocinando. Desde la chimenea se elevaba el humo en regueros de blanco y gris, que caracoleaban hacia el cielo. Oía la madre un distante picar y escarbar, al otro lado de la puerta, pero tan ajetreada andaba que apenas si le prestó atención. Ni siquiera levantó la vista cuando, media hora más tarde, entraron su marido y su hijo, sudorosos a pesar del frío.
—Nos hemos metido en un buen lío —dijo el marido.
—A ver —dijo ella—, cuéntame qué ha pasado.
Entretanto la nieve continuaba cayendo y la entrada volvía a estar casi bloqueada a pesar de que acababan de despejarla. Su padre empuñó la pala y abrió un pasadizo de nuevo.
Edward se quedó mirándolo: padre dando paletadas, la nieve cayendo, padre dando paletadas, la nieve cayendo, hasta que el mismísimo tejado de la cabaña empezó a crujir. Su madre descubrió un alud de nieve en el dormitorio. Decidieron que había llegado el momento de irse de casa.
Pero ¿a dónde? Todo el mundo viviente se había transformado en hielo, duro y de un blanco deslumbrante. Su madre empaquetó la comida que había preparado y recogió unas cuantas mantas.
Pasaron la noche en los árboles.
A la mañana siguiente era lunes. Dejó de nevar, salió el sol. La temperatura cayó por debajo de los cero grados.
—Ya es hora de que vayas a la escuela ¿no te parece, Edward? —dijo su madre.
—Supongo que sí —respondió Edward, sin preguntar nada. Y es que él era así.
Después del desayuno, bajó del árbol y caminó diez kilómetros hasta el pequeño edificio de la escuela. Por el camino vio a un hombre convertido en un bloque de hielo.
También él estuvo a punto de congelarse, pero no se congeló. Consiguió llegar. Un par de minutos antes de la hora de clase, de hecho.
Y ahí estaba el maestro, sentado sobre un montón de leña, leyendo. De la escuela sólo se veía la veleta, el resto estaba sepultado bajo la nevada del fin de semana.
—Buenos días, Edward —dijo el maestro.
—Buenos días —dijo Edward.
Y entonces se acordó: se le habían olvidado los deberes.
Volvió a casa a por ellos.
Es una historia verídica.

Daniel Wallace, El Gran Pez

No hay comentarios:

Publicar un comentario