En Alabama no
nevaba nunca y, sin embargo, el invierno en que mi padre tenía nueve años nevó.
Caía la nieve en sucesivas capas blancas, endureciéndose tan pronto como tocaba
el suelo, y acabó por cubrir el paisaje de puro hielo, donde no había forma de
abrir brecha. Sorprendido bajo la tempestad de nieve estabas perdido; sobre
ella, al menos te daba tiempo a reflexionar sobre tu inminente perdición.
Edward era un
muchacho fuerte y silencioso con ideas propias, pero no se le ocurría
rechistarle a su padre si había que echar una mano con cualquier tarea, reparar
una cerca, atraerse a casa a un novillo descarriado. Cuando la noche de aquel
sábado comenzó a nevar, y continuó nevando a lo largo de toda la mañana
siguiente, Edward y su padre hicieron un muñeco de nieve, ciudades de nieve y
otras construcciones, y sólo más tarde se dieron cuenta de la inmensidad y el
peligro de la nevada que no cesaba.
Pero se dice
que el muñeco de nieve de mi padre medía dos metros de algo, ni un centímetro
menos. Para llegar tan arriba, mi padre diseñó un artefacto a base de ramas de
pino y poleas, gracias al cual subía y bajaba a su antojo. Los ojos del muñeco
eran viejas ruedas de carro, desechadas años atrás; su nariz, el remate de un
silo; y su boca, curvada en una media sonrisa, como si le rondara por la cabeza
una idea grata y divertida, estaba hecha de la corteza arrancada del costado de
un roble.
Su madre
estaba en casa, cocinando. Desde la chimenea se elevaba el humo en regueros de
blanco y gris, que caracoleaban hacia el cielo. Oía la madre un distante picar
y escarbar, al otro lado de la puerta, pero tan ajetreada andaba que apenas si
le prestó atención. Ni siquiera levantó la vista cuando, media hora más tarde,
entraron su marido y su hijo, sudorosos a pesar del frío.
—Nos hemos
metido en un buen lío —dijo el marido.
—A ver —dijo
ella—, cuéntame qué ha pasado.
Entretanto la
nieve continuaba cayendo y la entrada volvía a estar casi bloqueada a pesar de
que acababan de despejarla. Su padre empuñó la pala y abrió un pasadizo de
nuevo.
Edward se
quedó mirándolo: padre dando paletadas, la nieve cayendo, padre dando
paletadas, la nieve cayendo, hasta que el mismísimo tejado de la cabaña empezó
a crujir. Su madre descubrió un alud de nieve en el dormitorio. Decidieron que
había llegado el momento de irse de casa.
Pero ¿a dónde?
Todo el mundo viviente se había transformado en hielo, duro y de un blanco
deslumbrante. Su madre empaquetó la comida que había preparado y recogió unas
cuantas mantas.
Pasaron la
noche en los árboles.
A la mañana
siguiente era lunes. Dejó de nevar, salió el sol. La temperatura cayó por
debajo de los cero grados.
—Ya es hora de
que vayas a la escuela ¿no te parece, Edward? —dijo su madre.
—Supongo que
sí —respondió Edward, sin preguntar nada. Y es que él era así.
Después del
desayuno, bajó del árbol y caminó diez kilómetros hasta el pequeño edificio de
la escuela. Por el camino vio a un hombre convertido en un bloque de hielo.
También él
estuvo a punto de congelarse, pero no se congeló. Consiguió llegar. Un par de
minutos antes de la hora de clase, de hecho.
Y ahí estaba
el maestro, sentado sobre un montón de leña, leyendo. De la escuela sólo se
veía la veleta, el resto estaba sepultado bajo la nevada del fin de semana.
—Buenos días,
Edward —dijo el maestro.
—Buenos días
—dijo Edward.
Y entonces se
acordó: se le habían olvidado los deberes.
Volvió a casa
a por ellos.
Es una
historia verídica.
Daniel Wallace, El Gran Pez
No hay comentarios:
Publicar un comentario