No quedan años
nuevos, cariño, vienen todos usados, nos llegan como envejecidos, como vividos
ya por otros, por las circunstancias (tú y yo mismos somos circunstanciales de
lugar, de modo, de tiempo). Cada año nuevo que nos venden tiene un desconchón
en la chapa, el motor le suena raro, lo han manoseado antes los otros y ahora
nos lo pasan sucio de sus dedos. ¿Cuántos siglos llevamos así, amor,
consumiendo tiempo frío de tupperware? Los años empiezan cuando más frío hace.
Nos hemos puesto a contar aquí en medio de la nieve. Unamuno diría: aquí en
medio de la muerte; pero, corazón, ya sabes la manía que le tengo a Unamuno, a
las levitas, a las barbas tiesas, a las camas pequeñas (¿viste la suya en
Salamanca?, a ese tío le daba miedo morirse en la cama, por eso cogió la más
pequeña que encontró). Todos los años empiezan en invierno con viento helado en
medio de la noche, con nieve en los caminos, con árboles pelados, con grajos
que aletean chillando de hambre, aunque aquí sólo haya pisos y un cielo claro
de fábricas cerradas, y el calor de nuestros corazones proceda de la última
combustión espontánea. ¿Cómo no va a ser circular el tiempo si la Tierra es
redonda? Un año va de invierno a invierno igual que nuestras almas van de
infierno a infierno. ¿Cómo va a dejar de ser invierno todo el tiempo si el año
que de verdad tiene que llegar no lo hace nunca? Así vivimos desde la Edad
Media, esperando algo realmente nuevo, un fin del mundo que nos salve. Se
plantó aquel invierno medieval, el de las iluminaciones de los libros de horas,
y desde entonces sus hielos no se han deshecho. Por eso ningún invierno hay más
verdadero que los que se ven en las pinturas de los siglos XIII, XIV, porque
nunca más ha habido nuevos inviernos. Ni nuevos años. Atrapados, vida mía, en
aquellos carros sin tiro vueltos sobre la tierra, en aquellos hombres y mujeres
de los bosques, de las piedras, de los haces de leña. Atrapado en los discos de
Bola de Nieve, en su piano donde cada tecla era una rosa dentro de un vaso de
whisky. Cada año que llega, drume negrita, viene otra vez con todo eso. Todos
estos años (¿cuántos van?, ¿cerca de mil?) han sido pacientemente,
esmeradamente tallados por aquellos artesanos que murieron de peste en el siglo
de las pestes. Yo los voy guardando en una cajita de marfil, con cuatro cartas
de no sé quién y una china en papel de plata que se quedó como recuerdo. Joder,
tía, no sabes los años que tengo.
Javier Pérez Andujar, Diccionario
Enciclopédico de la Vieja Escuela
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