la hija del
Sol, confieso y declaro a la comunidad de los dioses y a la turba de los
humanos que siempre quise ser una mujer normal, quiero decir, una mujer mortal.
En esto, y sólo en esto, me reconozco igual a Blancaflor, la hija del Diablo, que
también forcejeó con el Destino para impedir que todo su sufrimiento la
devolviera al Castillo de Irás y no Volverás, donde moran las sombras
sempiternas, en sempiterna monotonía.
En todo lo
demás nos separamos, a pesar de las apariencias que tienden a crear semejanzas
entre nosotras. Baste decir que sus artes mágicas son naturales, que no está consagrada
a ningún dios, sino a los caprichos de su padre terrible. Y hasta es dudoso, como
de él, que posea verdaderamente un cuerpo, dada la facilidad con que se torna
en esto o aquello, ya sea animal o cosa.
De mí añadiré,
por ahora, que soy en todo digna hija del Sol, aunque he de aclarar enseguida
que el verdadero hijo suyo es mi padre, el rey Eetes. Pero es que la
dependencia respecto a Aquel que todo lo ilumina y lo calienta es de tal
intensidad entre sus descendientes, que cualquiera de ellos puede, y aun debe,
reclamarse hijo suyo. Así yo, sin falsedad alguna, proclamo que soy Medea, hija
del Sol, y que de él procede tanto el dorado resplandor de mis cabellos, como
un centelleo estelar que hay a veces en mis ojos, sobre el glauco marino que es
su color. Y no lo digo por vanidad, sino porque gracias a esa cualidad extraña
lo reconocí de inmediato, a él, al bellísimo Jasón, como al héroe que me estaba
destinado. Pues la primera vez que entró en mis pupilas, con su capa de
púrpura, fue como Sirio saliendo del océano. Tan fácilmente se acomodó a mi
mirada, quiero decir, que no tuve que acudir a ninguna de mis artes sagradas
para cerciorarme; ni abrirle las entrañas a ningún carnero, ni estudiar el
vuelo de las gaviotas sobre el horizonte de aquel atardecer, en que el mundo
renació para mí. Con sólo el dardo de Cupido lo entendí para siempre. Él inflamó
mi pecho y envenenó mi razón de tal manera que hasta hoy, después de tanto tiempo
y de tantas calamidades, no dejo de sentir, cada vez que me descuido, la misma turbación
repentina y embriagadora, como si acabara de conocerlo.
Antonio
R. Almodovar, El Bosque de los Sueños
PREMIO NACIONAL DE LITERATURA JUVENIL 2005
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