Tigre, tigre, que te
enciendes en luz
por los bosques de la
noche
¿qué mano inmortal,
qué ojo
pudo idear tu
terrible simetría?
¿En qué profundidades
distantes,
en qué cielos ardió
el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó
elevarse?
¿Qué mano osó tomar
ese fuego?
¿Y qué hombro, y qué
arte
pudo tejer la
nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los
latidos de tu corazón,
¿qué mano terrible?
¿Qué terribles pies?
¿Qué martillo? ¿Qué
cadena?
¿En qué horno se
templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras
osaron
sus mortales terrores
dominar?
Cuando las estrellas
arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos
con sus lágrimas
¿sonrió al ver su
obra?
¿Quien hizo al
cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que te
enciendes en luz,
por los bosques de la
noche
¿qué mano inmortal,
qué ojo
osó idear tu terrible
simetría?
William Blake
Este
poema da título a una de las obras maestras de la ciencia ficción, Tigre,
Tigre de Alfred Bester (aunque al revisar la obra el autor le cambiaría
el título: Las Estrellas mi Destino).
En el siglo
XXV, las técnicas de teleportación (jaunteo, es el término que emplea el libro
por su descubridor; un hombre puede teleportarse a lugares en los que ha estado
antes) ha cambiado de forma radical la sociedad de la Tierra.
Un
hombre, Gully Foyle (claro homenaje al protagonista de Verne en La Vuelta al Mundo en Ochenta Días), un hombre corpulento y de escasa
capacidad intelectual, lleva cerca de seis meses en una nave destrozada a la
deriva, donde el oxígeno comienza a escasear, repitiendo una y otra vez:
—¿Quién eres?
—Guly Foyle es mi nombre.
—¿De donde eres?
—La tierra es mi nación.
—¿Dónde estas ahora?
—En el profundo espacio, mi vivienda.
—¿A dónde te diriges?
—La muerte es mi destino.
Hasta
que una nave aparece, la Vorga-T:1339, y le ve, pero se desentiende de la situación
y le abandona en medio del espacio. La ira y el odio se apoderan de Gully Foyle,
quien clama venganza contra la Vorga, quiere matar a la nave y sus tripulantes,
e intentará lo imposible. Ese sentimiento de venganza le permitirá
sobrevivir, que nos recuerda a otro libro de nuestra juventud: El Conde
de Montecristo, de Alejandro Dumas.
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