viernes, 31 de marzo de 2017

EL ASOMBROSO VIAJE DE POMPONIO FLATO


En el siglo I de nuestra era, Pomponio Flato, noble romano con aires de filósofo, viaja por los confines del Imperio romano en busca de unas aguas sagradas de efectos portentosos, para aliviar sus trastornos intestinales. El azar y la precariedad de su fortuna lo llevan a Nazaret, donde va a ser ejecutado el carpintero del pueblo, José, convicto del brutal asesinato del rico ciudadano Epulón. Allí, Pomponio será contratado para solucionar el crimen, por el más extraordinario de los clientes: el hijo del carpintero, Jesús, un niño candoroso y singular, convencido de la inocencia de su padre, hombre en apariencia pacífico y taciturno. En sus investigaciones conocerá a María, la madre de Jesús, y a otros personajes que años después aparecerán en otro libro, el Nuevo Testamento, como son Barrabás, Mateo, Juan, María Magdalena...

La obra, que tiene menos de 200 páginas, en realidad es una carta dirigida a un tal Fabio contándole unos hechos ocurridos años antes, pero en ella asistimos a un cruce de novela histórica, policíaca, vida de santos y la parodia de todas ellas, ajustando cuentas con muchas novelas de consumo (lease Dan Brown con su Código da Vinci y seguidores), y se construye una nueva modalidad del género más característico de Eduardo Mendoza: la trama detectivesca original e irónica, que desemboca en una sátira literaria y en una desternillante creación novelesca.

El autor retoma la senda humorística y gamberra de Sin Noticias de Gurb combinándola con las aventuras detectivescas de El Misterio de la Cripta Embrujada, pero ni es tan divertida como la primera, ni tan intrigante como la segunda. Hay que destacar el poderoso componente satírico que desprende la obra desde el comienzo hasta el final de la misma. Desde algunas situaciones esperpénticas hasta el vocabulario pedante y extremadamente culto del protagonista, dotan a la novela de un halo de humor constante. La narración es ágil y con abundantes diálogos.

PREMIO CERVANTES 2016

jueves, 30 de marzo de 2017

BOADICEA


La reina salió, junto con sus hijas, y la luz le acarició el rostro. Decenas de miles de manos y espadas se alzaron hacia el cielo y su nombre resonó entre la multitud como una corriente marina, que lo arrastraba todo.
—Boadicea, Boadicea, Boadicea.
Las espadas comenzaron a golpear contra los escudos, en una confusión ensordecedora. Cathmor y sus icenos escoltaron a la reina hasta su carro de guerra. Una vez arriba, Boadicea contempló el mar de cabezas, de yelmos y de lanzas que llenaba la llanura hasta donde alcanzaba la vista. Y la sola visión de su cabellera roja desencadenó un estruendo aún más fuerte que hizo que la tierra temblara.
Ella misma cogió las riendas, mientras Aine y Mor subían a los lados.
—Ar Buidheachas.
El carro se apartó de la multitud y pasó por delante de la alineación. Boadicea sentía en sus adentros que la fuerza le crecía cada vez que su nombre remontaba el cielo. Desfiló delante de miles de guerreros, con el estómago contraído y el corazón en la garganta. Ojos inyectados en sangre, venas hinchadas bajo los dibujos tribales, rostros turquesa, cabelleras blancas empastadas con cal. Eran poderosos, duros, salvajes, quién semidesnudo y quién cubierto de hierro. Solo pedían combatir para poder liberarse para siempre del yugo de Roma.
—Boadicea, Boadicea, Boadicea.
Boadicea alzó las manos al cielo, pidiendo silencio. Y su gesto recorrió la alineación como la sombra del vuelo de un ave rapaz.
—No estoy aquí como descendiente de nobles antepasados para reivindicar un reino que me han arrebatado —empezó con voz aguda, mientras, lentamente, la multitud se apaciguaba como un mar en el que amainaba la tormenta—. Estoy aquí como una mujer que quiere redimir la pérdida de la propia libertad. Estoy aquí para redimir mi cuerpo azotado hasta la sangre y para vengar el pudor violado de mis niñas. —La reina puso las manos sobre los hombros de las pequeñas—. Mirad y ved en la suya la mirada de vuestros hijos. Recordad qué ha sucedido y pensad que es también por vuestros hijos y por vuestras hijas por lo que estamos hoy aquí, para que ya no sufran ningún ultraje. Y a quien tiemble ante el pensamiento del enemigo, le digo que cuente cuántos de los nuestros tienen yelmos, escudos y espadas cogidos a la legión que se ha atrevido a desafiarnos. Y que recuerde que la orgullosa águila de aquella legión está atada al carro de Murrogh de los trinovantes. Juzgad nuestro número y el suyo. ¿Cómo van a poder resistir nuestro ataque?
Un trueno resonó acompañando sus últimas palabras. Boadicea, la reina de los icenos, desenvainó la espada, la levantó hacia el cielo y clamó a la multitud con toda la fuerza de su aliento.
—Pensad en cuántos de nosotros están combatiendo y por qué, entonces venceréis esta batalla o moriréis.
Otra vez el clamor de un trueno; todo estaba listo, también el cielo. Boadicea regresó a donde había dejado a Ambigath. Hizo que las muchachas descendieran y se las confió; después hizo subir al auriga y le cedió las riendas.
Boadicea miró a sus hijas, y aquella fue la última mirada de amor de la jornada. Luego se volvió hacia el destino y su voz rompió el silencio, mientras remontaba el barranco que llevaba hacia la colina.
—¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí delante de vosotros! Ahora vuestra sangre aplacará la sed de los dioses infernales y me recompensará con la más que esperada venganza.
Boadicea lanzó su grito de guerra que, multiplicado, resonó mil veces.
—¡Este es el momento de la verdad! ¡Es aquí cuando se distinguen los hombres libres de los esclavos!
Un rugido se alzó desde su ejército, mientras el sonido de decenas de cuernos daba la señal de ataque. Boadicea se agarró al carro, que saltó hacia delante. Comenzaba a caer una lluvia rala pero constante. Los caballos descendieron al galope por el cauce del río, cuyo lecho estaba, a trechos, seco. La vigilancia de la caballería romana del día anterior y las patrullas nocturnas habían impedido que los britanos liberaran buena parte de la ribera de troncos y de grandes ramas, dificultando el paso de los carros. Los jinetes, en cambio, esquivaron los obstáculos y miles de caballos entraron en el río levantando altas salpicaduras de agua, después remontaron la orilla haciendo temblar el terreno.
Boadicea se aferró a los apoyos laterales del carro. La tierra saltaba alrededor. Los violentos vaivenes del carro le dejaban atisbar cómo ondulaban los centenares de hombres a caballo que había en torno a ella, que gritaban empuñando las armas. Ya no veía a los romanos ni a los suyos, tan solo contemplaba una sucesión de imágenes distorsionadas y fragmentadas, confundidas en una ensordecedora oleada.

Massimiliano Colombo, El Estandarte Púrpura

miércoles, 29 de marzo de 2017

EL CLUB DE LECTURA


Lucia saca su ajado ejemplar de Orgullo y prejuicio.
—Este libro se tituló en un primer momento Primeras impresiones. Lo he buscado.
Virginia sorbe el té ruidosamente.
—Pues vaya un título más bobo.
Una misteriosa brisa le alborota el pelo, dejando un par de hebras en pie, como si estuvieran bajo el efecto de la electricidad estática.
Lucia prosigue.
—Y lo que es más importante, trata sobre lo engañosas que pueden llegar a ser las primeras impresiones.
Otra mujer apunta:
—He oído decir que los escritores acostumbran a barajar muchos títulos antes de decantarse por uno.
Virginia sigue sorbiendo el té de forma audible.
—Ambos títulos son de lo más tonto. —La pulsera de plata se abre y cae rodando al suelo de madera maciza—. ¡Se ha roto el cierre! —Se agacha, busca a tientas en el suelo—. ¿Dónde demonios habrá ido a parar?
—Ya la ayudo. —Me pongo a cuatro patas. La pulsera se halla incomprensiblemente lejos del lugar en el que su propietaria estaba sentada—. Aquí tiene.
—Gracias.
Cuando se incorpora en el asiento, tiene más hebras de pelo apuntando al techo. Reprimo una sonrisa.
Lucia saca una pequeña libreta del bolso, se pasa la lengua por la yema del pulgar y pasa la primera página.
—¿Era Jane Austen una escritora realista? Charlotte Brontë dijo que su obra era como un «jardín cuidadosamente vallado y cultivado con primoroso orden». Ralph Waldo Emerson sostenía que su descripción de la vida era «avara y estrecha de miras».
Se oye un chirrido procedente del pasillo. Todas miramos en esa dirección.
—Mark Twain creía que sus libros no deberían estar en las bibliotecas —prosigue Lucia—, pero os digo que todo eso es pura envidia. Jane Austen escribió una obra maestra. Este libro me fascina cada vez que lo leo, porque me hace creer que podemos superar cualquier obstáculo.
«¿Cada vez que lo lee?»
Virginia se guarda la pulsera rota en el bolso.
—A mí no me entusiasma que haya tanto diálogo sin apenas ninguna descripción.
Sin querer, golpea la taza con el brazo y derrama el té sobre la mesa.
Me levanto de un brinco y cojo varias servilletas de papel con las que trato de empapar el líquido.
—Iré por un paño. Sigan.
Lucia se echa a reír.
—La casa está enfadada contigo, Ginnie.
Todo el mundo se vuelve hacia mí. El corazón me da un vuelco, pero sonrío.
—Y bien, Jasmine —dice Virginia, mirándome fijamente—, ahora te toca a ti iniciar el debate.
—¿Iniciar el debate? —replico, sin salir de mi asombro.
—Has leído el libro, ¿no? —pregunta, sin apartar sus ojos de los míos—. Tu tía siempre nos plantea alguna pregunta interesante relacionada con el libro, pero si no lo has leído...
—Claro que lo he leído. —Hace mucho tiempo. Sostengo los paños de cocina empapados—. Voy a dejar esto en el lavadero.
Entro en el lavadero, respiro profundamente varias veces seguidas. ¿Qué les pregunto, qué les pregunto? Hace tanto que leí el libro...
Sus voces me llegan desde el otro extremo del pasillo.
—Tomemos al señor Wickham —dice una mujer a mi espalda. Tiene la voz cantarina, un suave acento inglés.
Giro sobre mis talones. ¿Me habrá seguido una de las mujeres? No hay nadie conmigo.
Una compleja mezcla de aromas flota en el aire: estiércol de caballo, humo de leña, rosas y sudor, como si hubiese entrado en la habitación alguien que enciende la chimenea, que se ocupa de una granja, alguien que se baña a lo sumo una vez por semana y usa colonia para disimular el olor corporal.
—¿A qué se refiere? —replico.
El señor Wickham, el joven y locuaz soldado que engatusa a Elizabeth Bennet hasta hacerle creer lo peor del reservado señor Darcy. Pero Wickham resulta ser un granuja. Yo también conocí a un señor Wickham, alguien en quien confiaba. Alguien en quien quería confiar.
—Conoces el argumento mejor de lo que crees.
La cabeza me da vueltas. Los olores se hacen más intensos y oigo un frufrú, el leve roce de un vestido.
—Lo leí mucho tiempo atrás —susurro en la habitación desierta.
—Debes aprender a confiar en tu intuición.
—¿Por qué?... Virginia, ¿es usted?
Estoy hablando conmigo misma en el lavadero de mi tía. El detergente perfumado debe de estar afectándome el cerebro. Pero ¿cómo explicar el olor a estiércol de caballo, a humo de leña?
Se oye un suave suspiro.
—Virginia es insufrible.
—¡Ya basta! —exclamo, llevándome las manos a las sienes.
Los misteriosos olores se desvanecen, y solo una leve fragancia alimonada permanece en la estancia, donde se percibe ahora una ausencia, como si alguien la hubiese abandonado.
Respiro hondo varias veces seguidas. La cabeza me da vueltas.
Vuelvo al salón arrastrando los pies, alargando la mano para apoyarme en la pared a medida que avanzo. Cuando entro en la estancia, todas las miradas convergen en mi persona.
—Qué pálida estás —apunta Lucia—. Siéntate, anda.
Las mujeres murmuran entre sí.
—¿Te encuentras bien? ¿Ha pasado algo?
—Ya tengo la pregunta. Para iniciar el debate —anuncio. Mi voz suena lejana, como si otra persona hablara por mí—. Reflexionemos sobre el papel que desempeña el señor Wickham en la novela.
—Sigue —me urge Lucia, mirándome fijamente.
—Piensen en términos de geometría del deseo. ¿De dónde procede la atracción que siente Elizabeth hacia el señor Wickham?
¿De dónde saco yo todo esto?
—Cree que es un buen hombre —contesta una mujer menuda y rolliza—. Es todo lo que ella desea: apuesto, accesible. No es orgulloso, puede hablar con él.
Así era mi ex marido, Robert. También supo engatusarme.
—¿Cómo influye en la atracción que Elizabeth siente hacia el señor Darcy? ¿Qué importancia tienen sus devaneos amorosos?
Se hace un silencio y luego Lucia apunta:
—Wickham representa sus ideas preconcebidas, lo que se ve en la superficie frente a lo que hay debajo de esta. Así que el libro habla realmente de las primeras impresiones.
—Exacto —confirmo.
—¿Cómo se te ha ocurrido esa pregunta? —pregunta Virginia en tono quisquilloso.
—No tengo ni idea. Ni siquiera he leído el libro, o al menos no lo he vuelto a leer desde hace mucho tiempo.
Noto la tensión en mis cervicales. Todos los ojos están puestos en mí. La casa cruje. Los tablones del suelo chirrían al asentarse. Las paredes exhalan polvo. Virginia niega con la cabeza, escéptica. ¿Qué se cree, que me he ido corriendo a mirar la guía de lectura de Orgullo y prejuicio?
—¡Lo sabía! —Lucia golpea la mesa con la mano—. Sabía que Jasmine sabría exactamente qué decir.
El moho negro que crece en la casa debe de tener propiedades alucinógenas que me hacen oír cosas, oler cosas. O eso o soy alérgica al detergente que usa mi tía, o resulta que tengo un tumor cerebral. La casa ya puede montar otra pataleta esta noche; yo no me quedo después de que oscurezca.

martes, 28 de marzo de 2017

MAGO POR CASUALIDAD


Enviado por Laura (S1C):

Había una vez un reino de fantasía con hadas, dragones, caballeros y todas esas cosas que tienen los reinos de fantasía. También había una ciudad grande a la que se llegaba por un camino, y junto a ese camino estaba la posada del Ogro Gordo. En ella trabaja como mozo el joven Ratón, que un día recibe por accidente los poderes del malvado mago Calderaus… Unos poderes que no sabe usar… y que el mago quiere a toda costa recuperar.

Para lograrlo, ambos inician un delirante viaje en el que conocerán a toda una serie de personajes extravagantes y vivirán emocionantes aventuras repletas de humor. Un apasionante relato que transcurre en un sugerente mundo de fantasía.

Laura Gallego intenta acercar el género de la fantasía a los más pequeños con una historia llena de aventuras delirantes que giran en torno a un objeto mágico de poderes ilimitados llamado el Maldito pedrusco. Hay referencias a otras obras y alguna que otra película: El señor de los anillos, Las crónicas de Narnia, etc…

La historia me ha parecido muy entretenida ya que es de aventura y comedia; es muy creativa, con partes que me han gustado mucho y otras en las que me entraba una risilla.

Los personajes algunos son graciosos, otros refunfuñones… Los que más me han gustado son: Ratón. un niño que trabaja en una posada, algo torpe, y que es el protagonista de la historia; Lila, una joven ladrona que se mete en muchos líos; Robustiano, un enano refunfuñón y gracioso; Colmillo Feroz, un simpático dragón, dejando aparte que se los quiere comer a todos…

Los que no me gustan, pues los magos. ¿Por qué? Pues porque ellos quieren el maldito pedrusco para ser los más poderosos del mundo, pero ¿para qué quieren la piedra, si con ser magos ya está bien? Eso nunca lo entenderé.

Os dejo con Laura presentando el libro:

lunes, 27 de marzo de 2017

DÍA MUNDIAL DEL TEATRO 2017


Sin ninguna experiencia previa, salvo la de haber asistido de niño al teatro, a los diecisiete años dirigí una obra actuada por amigos y compañeros de la preparatoria. Se presentó de manera informal en la escuela y también en una sala más adecuada y abierta al público. La obra se llamaba Ensayo general: tocaba el tema de las drogas y sobre todo, como su título lo sugiere, el del teatro dentro del teatro. Su autor fue mi padre, cuya vocación innata como actor sólo cultivó de joven en algunas funciones de beneficencia. Tampoco continué yo por ese rumbo, aunque seguí siendo lector y espectador. Sin embargo, me reencontraría más tarde con el teatro de otra manera: algunos de los cuentos que he escrito para niños han sido adaptados para llevarse a escena desde hace más de veinte años. Al principio, cuando se trataba de grupos establecidos, pedía que me enviaran una copia de la adaptación para darle el visto bueno. Luego preferí no hacerlo y dar plena libertad a quienes hacen ese trabajo, a sabiendas de que al pasar de un lenguaje narrativo a uno dramático algo tiene que cambiar. Algunas veces he asistido a las funciones. De otras sólo me he enterado por la prensa o por alguna página de internet. A veces se respeta literalmente el texto y a veces sirve como fuente de inspiración para crear una obra basada en él. El cuento que más veces se ha representado se llama La peor señora del mundo, ya sea como espectáculo unipersonal, con títeres o sombras, como lectura dramatizada o bien montado como teatro escolar o profesional. Me ha tocado ver que algunas maestras y maestros se disfrazan del personaje principal para leerlo en el aula: una pequeña dosis de actuación contribuye a acercar el relato a los escuchas. El director de una compañía teatral me contó que alguna vez tuvieron que rescatar a la actriz que representaba el papel protagónico de la furia de los pequeños espectadores que veían en ella la verdadera reencarnación del mal: realidad y ficción se integran en el imaginario colectivo. También he sido testigo del reclamo, en plena función, que hacen algunos niños que conocen el libro cuando los actores siguen un libreto que no se apegan a la historia original.

Un cuento bien contado en el escenario cautiva sin duda al público infantil y de alguna manera lo transforma. Al salir de la sala en la que fue puesto en escena, el mundo parece distinto: ha sido tocado por la representación, que nos permite ver más allá de lo aparente. Y con frecuencia una reacción catártica opera en el espectador al verse proyectado en algunos de los personajes o situaciones. A diferencia de la lectura en soledad de una historia, cuando ésta salta a las tablas la experiencia cambia: ahora se trata de algo que está sucediendo frente a nuestros ojos y que lo podemos compartir con otros: ya no somos los únicos testigos. El relato cobra vida más allá de nuestra imaginación y de cierta manera nos convierte en sus protagonistas porque depositamos en los personajes nuestras emociones y nuestros miedos, nuestros anhelos y nuestras frustraciones. Ahí pueden reunirse armónicamente la ficción, la música, la danza, el canto, la poesía, el juego, la magia, los malabares y todos los recursos propios del arte teatral: vestuario, iluminación, escenografía, maquillaje, objetos de utilería. La aportación que hace la herencia cultural –con énfasis en la literatura y el teatro– contribuirá a que el niño ejercite su imaginación y encuentre un sentido a la vida.

Francisco Hinojosa

domingo, 26 de marzo de 2017

LA LECTORA DE LIBROS


Michael, el hermano de Matilda, era un niño de lo más normal, pero la hermana, como ya he dicho, llamaba la atención. Cuando tenía un año y medio hablaba perfectamente y su vocabulario era igual al de la mayor parte de los adultos. Los padres, en lugar de alabarla, la llamaban parlanchina y le reñían severamente, diciéndole que las niñas pequeñas debían ser vistas pero no oídas.
Al cumplir los tres años, Matilda ya había aprendido a leer sola, valiéndose de los periódicos y revistas que había en su casa. A los cuatro, leía de corrido y empezó, de forma natural, a desear tener libros. El único libro que había en aquel ilustrado hogar era uno titulado Cocina fácil, que pertenecía a su madre. Una vez que lo hubo leído de cabo a rabo y se aprendió de memoria todas las recetas, decidió que quería algo más interesante.
—Papá —dijo—, ¿no podrías comprarme algún libro?
— ¿Un libro? —preguntó él—. ¿Para qué quieres un maldito libro?
—Para leer, papá.
— ¿Qué demonios tiene de malo la televisión? ¡Hemos comprado un precioso televisor de doce pulgadas y ahora vienes pidiendo un libro! Te estás echando a perder, hija...
Entre semana, Matilda se quedaba en casa sola casi todas las tardes. Su hermano, cinco años mayor que ella, iba a la escuela. Su padre iba a trabajar y su madre se marchaba a jugar al bingo a un pueblo situado a ocho millas de allí. La señora Wormwood era una viciosa del bingo y jugaba cinco tardes a la semana. La tarde del día en que su padre se negó a comprarle un libro, Matilda salió sola y se dirigió a la biblioteca pública del pueblo. Al llegar, se presentó a la bibliotecaria, la señora Phelps. Le preguntó si podía sentarse un rato y leer un libro. La señora Phelps, algo sorprendida por la llegada de una niña tan pequeña sin que la acompañara ninguna persona mayor, le dio la bienvenida.
— ¿Dónde están los libros infantiles, por favor? —preguntó Matilda.
—Están allí, en las baldas más bajas —dijo la señora Phelps—. ¿Quieres que te ayude a buscar uno bonito con muchos dibujos?
—No, gracias —dijo Matilda—. Creo que podré arreglármelas sola.
A partir de entonces, todas las tardes, en cuanto su madre se iba al bingo, Matilda se dirigía a la biblioteca. El trayecto le llevaba sólo diez minutos y le quedaban dos hermosas horas, sentada tranquilamente en un rincón acogedor, devorando libro tras libro. Cuando hubo leído todos los libros infantiles que había allí, comenzó a buscar alguna otra cosa.
La señora Phelps, que la había observado fascinada durante las dos últimas semanas, se levantó de su mesa y se acercó a ella.
— ¿Puedo ayudarte, Matilda? —preguntó.
—No sé qué leer ahora —dijo Matilda—. Ya he leído todos los libros para niños.
—Querrás decir que has contemplado los dibujos, ¿no?
—Sí, pero también los he leído.
La señora Phelps bajó la vista hacia Matilda desde su altura y Matilda le devolvió la mirada.
—Algunos me han parecido muy malos —dijo Matilda—, pero otros eran bonitos. El que más me ha gustado ha sido El Jardín Secreto. Es un libro lleno de misterio. El misterio de la habitación tras la puerta cerrada y el misterio del jardín tras el alto muro.
La señora Phelps estaba estupefacta.
— ¿Cuántos años tienes exactamente, Matilda? —le preguntó.
—Cuatro años y tres meses.
La señora Phelps se sintió más estupefacta que nunca, pero tuvo la habilidad de no demostrarlo.
— ¿Qué clase de libro te gustaría leer ahora? —preguntó.
—Me gustaría uno bueno de verdad, de los que leen las personas mayores. Uno famoso. No sé ningún título.
La señora Phelps ojeó las baldas, tomándose su tiempo. No sabía muy bien qué escoger. ¿Cómo iba a escoger un libro famoso para adultos para una niña de cuatro años? Su primera idea fue darle alguna novela de amor de las que suelen leer las chicas de quince años, pero, por alguna razón, pasó de largo por aquella estantería.
—Prueba con éste —dijo finalmente—. Es muy famoso y muy bueno. Si te resulta muy largo, dímelo y buscaré algo más corto y un poco menos complicado.
Grandes Esperanzas —leyó Matilda—. Por Charles Dickens. Me gustaría probar.
—Debo de estar loca —se dijo a sí misma la señora Phelps, pero a Matilda le comentó—: Claro que puedes probar.
Durante las tardes que siguieron, la señora Phelps apenas quitó ojo a la niñita sentada hora tras hora en el gran sillón del fondo de la sala, con el libro en el regazo. Tenía que colocarlo así porque era demasiado pesado para sujetarlo con las manos, lo que significaba que debía sentarse inclinada hacia delante para poder leer. Resultaba insólito ver aquella chiquilla de pelo oscuro, con los pies colgando, sin llegar al suelo, totalmente absorta en las maravillosas aventuras de Pip y la señorita Havishman y su casa llena de  telarañas dentro del mágico hechizo que Dickens, el gran narrador, había sabido tejer con sus palabras. El único movimiento de la lectora era el de la mano cada vez que pasaba una página. La señora Phelps se apenaba cuando llegaba el momento de acercarse a ella y decirle: «Son las cinco menos diez, Matilda».
En el transcurso de la primera semana, la señora Phelps le preguntó:
— ¿Viene tu madre todos los días para llevarte a casa?
—Mi madre va todas las tardes a Aylesbury a jugar al bingo —le respondió Matilda—. No sabe que vengo aquí.
—Pero eso no está bien —dijo la señora Phelps—. Creo que sería mejor que se lo contaras.
—Creo que no —contestó Matilda—. A ella no le gusta leer. Ni a mi padre.
—Pero ¿qué esperan que hagas todas las tardes en una casa vacía?
—Ir de un lado para otro y ver la tele.
—Ya.
—A ella no le importa nada lo que hago —dijo Matilda con un deje de tristeza.
A la señora Phelps le preocupaba la seguridad de la niña cuando transitaba por la concurrida calle Mayor del pueblo y cruzaba la carretera, pero decidió no intervenir.
Al cabo de una semana, Matilda terminó Grandes Esperanzas que, en aquella edición, tenía cuatrocientas once páginas.
—Me ha encantado —le dijo a la señora Phelps—. ¿Ha escrito otros libros el señor Dickens?
—Muchos otros —respondió la asombrada señora Phelps—. ¿Quieres que te elija otro?
Durante los seis meses siguientes y, bajo la atenta y compasiva mirada de la señora Phelps, Matilda leyó los siguientes libros:
Nicolas Nickleby, de Charles Dickens.
Oliver Twist, de Charles Dickens.
Jane Eyre, de Charlotte Brontë.
Orgullo y prejuicio, de Jane Austin.
Teresa, la de Urbervilles, de Thomas Hardy.
Viaje a la Tierra, de Mary Webb.
Kim, de Rudyard Kipling.
El hombre invisible, de H. G. Wells.
El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.
El ruido y la furia, de William Faulkner.
Alegres compañeros, de J. B. Priestley.
Las uvas de la ira, de John Steinbeck.
Brighton Rock, de Graham Greene.
Rebelión en la granja, de George Orwell.
Era una lista impresionante y, para entonces, la señora Phelps estaba maravillada y emocionada, pero probablemente hizo bien en no mostrar su entusiasmo. Cualquiera que hubiera sido testigo de los logros de aquella niña se hubiera sentido tentado de armar un escándalo y contarlo en el pueblo, pero no la señora Phelps. Se ocupaba sólo de sus asuntos y hacía tiempo que había descubierto que rara vez valía la pena preocuparse por los hijos de otras personas.
—El señor Hemingway dice algunas cosas que no comprendo —dijo Matilda—. Especialmente sobre hombres y mujeres. Pero, a pesar de eso, me ha encantado. La forma como cuenta las cosas hace que me sienta como si estuviera observando todo lo que pasa.
—Un buen escritor siempre te hace sentir de esa forma —dijo la señora Phelps—. Y no te preocupes por las cosas que no entiendas. Deja que te envuelvan las palabras, como la música.
—Sí, sí.
— ¿Sabías —le preguntó la señora Phelps— que las bibliotecas públicas como ésta te permiten llevar libros prestados a casa?
—No lo sabía —dijo Matilda—. ¿Podría hacerlo?
—Naturalmente —dijo la señora Phelps—. Cuando hayas elegido el libro que quieras, tráemelo para que yo tome nota y es tuyo durante dos semanas. Si lo deseas, puedes llevarte más de uno.
A partir de entonces, Matilda sólo iba a la biblioteca una vez por semana, para sacar nuevos libros y devolver los anteriores. Su pequeño dormitorio lo convirtió en sala de lectura y allí se sentaba y leía la mayoría de las tardes, a menudo con un tazón de chocolate caliente al lado. No era lo bastante alta para llegar a los cacharros de la cocina, pero colocaba una caja que había en una dependencia exterior de la casa y se subía en ella para llegar a donde deseaba. La mayoría de las veces preparaba chocolate caliente, calentando la leche en un cazo en el hornillo, antes de añadirle el chocolate. De vez en cuando preparaba Bovril y Ovaltina. Resultaba agradable llevarse una bebida caliente consigo y tenerla al lado mientras se pasaba las tardes leyendo en su tranquila habitación de la casa desierta. Los libros la transportaban a nuevos mundos y le mostraban personajes extraordinarios que  vivían unas vidas excitantes. Navegó en tiempos pasados con Joseph Conrad. Fue a África con Ernest Hemingway y a la India con Rudyard Kipling. Viajó por todo el mundo, sin moverse de su pequeña habitación de aquel pueblecito inglés.

Roald Dahl, Matilda

viernes, 24 de marzo de 2017

POR UNA ROSA

Laura Gallego, Javier Ruescas y el autor mexicano Benito Taibo reinterpretan el cuento de La Bella y la Bestia muy distintos de la historia que conocemos gracias a la casa Disney. Junto a la Bella y la Bestia también encontramos como nexo de unión entre estos tres mundos, estos tres cuentos, una flor, la rosa, que con sus espinas nos pinchará, a no ser que sea de plástico o… En todas ellas, hay una historia de amor, de amor verdadero, como dirían en La Princesa Prometida, pero esas historias las tendréis que leer, pues yo os voy a hablar de lo que me ha llamado la atención en esos cuentos

Laura Gallego en El Zorro y la Rosa nos vuelve a llevar al mundo de Todas las Hadas del Reino con sus peculiares hadas madrinas. Aquí Ren, ese ancestral con figura de zorro, entra en el castillo de la Bestia; tras hablar con el monstruo, Ren querrá averiguar quién y por qué ha lanzado ese horrible hechizo. Lo malo es que yo, al igual que Ren, sufro una pequeña maldición y no me acuerdo de lo que os iba a contar.

Benito Taibo en Anabella y la Bestia nos lleva al mundo real, al mundo actual, el de los espaldas mojadas, los pollos, como dice en el relato, el de los inmigrantes ilegales que quieren cruzar la frontera con Estados Unidos (advierto, la bestia no es Trump, y no es ningún spoiler). En un relato duro, Anabella, a quien su madre le ha dado este nombre por una muñeca de juguete que es una princesa y sin ningún parecido con la niña, tendrá que enfrentarse a dos terribles bestias: una, el tren que utilizan los inmigrantes para cruzar México y acercarse a los Estados Unidos; la otra, el monstruo que muchos de nosotros llevamos dentro.

Javier Ruescas en Al Cruzar el Jardín nos transporta a un mundo post-apocalíptico. Es un historia contada de una forma delicada, casi poética, con un narrador en segunda persona, que logra desde el primer momento sumergirnos en este sorprendente relato, que en el fondo esconde una historia de Montescos y Capuletos (no digo Romeo y Julieta, pues los protagonistas, en ningún momento, se quieren matar o fingir su suicidio). Una vez que Fiara descubre su secreto, podríamos pensar que los protagonistas han intercambiado sus roles.

Os dejo con un video donde Javier Ruescas presenta y lee fragmentos del libro:

jueves, 23 de marzo de 2017

ATENTADO EN VICTORIA STATION


En cuanto los doce telégrafos empezaron a repiquetear al unísono, ambos dieron un respingo. El papel de las transcripciones se arrugaba a la velocidad de los mensajes, y hubo una avalancha cuando los empleados corrieron a coger un lápiz para apuntar los códigos. Como todos se concentraban en las letras individuales, Thaniel fue el primero en percatarse de que los doce telégrafos decían lo mismo.

Urgente, ha explotado bomba en...
Estación Victoria destruida...
estación ha sufrido grandes desperfectos...
escondida en la consigna...
sofisticado mecanismo de relojería en consigna...
Estación Victoria...
... los oficiales eliminados, posibles heridos...
... Clan na Gael.

Thaniel llamó a gritos al jefe administrativo, que entró como un rayo con el chaleco manchado de té. Una vez se hizo cargo de la situación, el resto del día se dedicó a agilizar el intercambio de mensajes entre los ministerios y Scotland Yard, y a negarse a hacer declaraciones a los periódicos. Thaniel no tenía ni idea de cómo lograban bloquear las líneas directas de Whitehall, pero siempre lo hacían. Del pasillo llegó un grito. Era el ministro del Interior pidiendo a voces al director de The Times que prohibiera a sus periodistas bloquear los cables. Antes de que terminara el turno a Thaniel le dolían los tendones del dorso de las manos y las teclas de cobre habían conseguido que su piel desprendiera un olor a monedas.

Ninguno habló de ello, pero en lugar de separarse al final del turno, regresaron juntos a la estación Victoria. Encontraron un gran gentío, ya que los trenes habían dejado de funcionar durante el día, y a medida que se acercaban al edificio vieron ladrillos desperdigados por todas partes. Como el resto de la gente estaba más interesada en averiguar cuándo se restablecería el servicio, no les resultó difícil llegar a la desvencijada consigna. Las vigas de madera habían volado como si algo monstruoso se hubiera desatado. Entre los escombros se veía un sombrero de copa y una bufanda roja que se había vuelto gris por donde la escarcha la había adherido a los ladrillos. Los agentes de policía estaban limpiando los casquetes desde el exterior, con el aliento convertido en vaho blanco. Al cabo de un rato empezaron a mirar con cautela a los cuatro telegrafistas. Thaniel comprendió que debía de chocarles ver a cuatro empleados delgados y vestidos de negro detenidos mucho más tiempo que nadie en una pulcra hilera, observando. Se separaron.

miércoles, 22 de marzo de 2017

ERIS


Habladme, musas, de las antiguas historias de los dioses;
de sus rencillas y sus amores, y de los pecados nunca perdonados.
Habladme de Eris, que fue castigada por su ambición,
y de cómo el Caos se atrevió a crear vida de la propia muerte…

La historia que voy a contaros ocurrió mucho después de que el Mundo Medio hubiera sido poblado por mortales y el Mundo Superior por inmortales. Mucho después de que el Universo fuera dividido en tres por Zeus y sus hermanos, separando Cielo, Mar e Inframundo.

Esta historia ocurrió cuando el poder de los divinos ya estaba repartido, y todo aquel que ansiase más tenía que armarse de astucia y artimañas para conseguirlo.

Eso fue precisamente lo que hizo Eris, diosa de la Discordia, capaz de hacer reinar el caos entre humanos y deidades por igual.

Ella ansiaba más poder del que se le había dado, y pensó que la forma de conseguirlo era engañar a uno de los tres grandes dioses para robarles su fuerza y su reino. Su mirada se volvió hacia Zeus antes que hacia cualquier otro: pensó que si conquistaba al rey, este sería capaz de desterrar a su propia esposa, Hera, para darle el título de reina a ella. Pero, aunque el Caos sedujo al gobernante de los cielos, él nunca pensó en darle nada. Podría haberlo matado entonces, pero su idilio había despertado la atención y el desprecio de Hera, siempre celosa y vengativa, por lo que decidió retirarse de aquel terreno para conquistar alguno más sencillo.

Se fijó entonces Eris en el reino de Poseidón, pero aquel lugar no la agradaba: era frío y húmedo, y no estaba lo suficientemente apartado como para hacer lo que se le antojase sin estar bajo la vigilancia de los demás dioses. De igual modo, en los mares solo se puede plantar el caos de las tormentas y los naufragios, y aquello le parecía poco ambicioso.

Solo quedaba entonces una opción: el Inframundo era cálido y caótico en sí mismo. El sufrimiento y el terror que emanaban del Tártaro la atraían. Aunque Hades tenía como esposa a la bella Perséfone, ella pasaba la mitad del año fuera de aquellas tierras y no era demasiado poderosa. Eris no podía mantener a la reina del Inframundo alejada de sus dominios para siempre, pero quizá bastase con tomar su puesto durante un día y hacer creer a Hades que era ella. Cuando él se quisiera dar cuenta de que había sido engañado, ya sería demasiado tarde.

Así pues, cuando la puerta del Inframundo se abrió al final del verano para que Perséfone volviese a su palacio, Eris trató de embaucarla para adentrarse en el reino en su lugar. Le dijo que, de ese modo, si ansiaba pasar más tiempo con su madre podría hacerlo, que si quería toda la libertad del mundo la tendría. Incluso trató de convencerla de que Hades no la amaba, y le preguntó si de verdad ella podía llegar a querer a quien un día fue su captor. Pero Perséfone, si bien no tenía demasiado poder, era inteligente: sospechó de los trucos del Caos y se negó a aceptar su oferta, creyendo que intentaba mantenerla alejada de su trono.

Entonces Eris decidió que las cosas habrían de hacerse por las malas: planeaba gobernar sobre el Inframundo de todos modos, así que no haría falta otra reina. Por eso cortó la cabeza de su enemiga: la única forma que existe de matar a un inmortal. Eris escondió el cuerpo sin demora y tomó la forma de Perséfone como parte de su trampa, descendiendo a continuación a los Infiernos para conseguir su corona.

Hades esperaba a su esposa como al principio de cada otoño. Ajeno al engaño del que estaba siendo víctima, cuando Eris se arrodilló ante él bajo la apariencia de Perséfone, el dios la tomó en sus brazos y la besó con la pasión del primer encuentro. El hombre no vio el puñal que guardaba el Caos tras la espalda, pero supo que algo iba mal cuando no reconoció el beso de la que creía su amada. Se separó justo a tiempo de descubrir la farsa y salvar su vida, y fue campeón del forcejeo que siguió, reduciendo a la diosa y enredándola en cadenas.

Eris vio descubierta su identidad, y su castigo fue inminente.

¡Cómo lloraron los espíritus de los muertos ese día, cuando descubrieron a la bella Perséfone profanada por las crueles garras de la pérfida! ¡Cómo sufrió Hades, pues los dioses, cuando mueren, nunca pasan por su reino, y él no podría verla nunca más!

Pero la que más lloraba era Deméter, madre de Perséfone, que había perdido a su hija para siempre. Y si no estaba con ella, la vida no tenía sentido. Durante semanas, lloró por la soledad, y las plantas se marchitaron por todo el Mundo Medio. Durante semanas, fue una muerta en vida, hasta que decidió que solo le quedaba una opción: vacía como estaba, al borde de la locura y el agotamiento, tuvo sin embargo las fuerzas suficientes para cortar su propio cuello y acabar de una vez por todas con su dolor. En el mismo momento en el que lo hizo, su poder quedó libre por la tierra de los mortales, y las estaciones empezaron a sucederse sin orden ni concierto, trayendo largas sequías y espantosas inundaciones. Las cosechas se cubrieron de heladas y olas de calor abrasador azotaron las ciudades. Su pérdida dentro de los Doce, menguados a Once de pronto, trajo confusión y debates entre los dioses sobre si su puesto debía ser o no reemplazado. Finalmente, fue Hermes quien ocupó el lugar de la diosa, premiado por su fidelidad como mensajero divino durante tantos siglos.

Eris habría estado muy satisfecha de que su engaño hubiera traído al mundo la anarquía que tanto amaba, si no hubiera sido porque para entonces los Doce ya la habían juzgado. El pecado de matar a otra diosa era lo suficientemente malo para condenarla de por vida y Hera, encabezando el juicio junto a su esposo, prometió su encierro eterno. La convirtieron en estatua y construyeron a su alrededor un laberinto cuyo centro fuese imposible de alcanzar por cualquier dios conocido. Allí la dejaron, custodiada por sus vástagos, que así también recibieron su castigo por nacer del Caos: guardarían a su madre hasta el fin de los días, y así los dioses no habrían de temer que pudieran ser tan osados como lo había sido su madre.

Pero de todos los hijos de Eris, uno era demasiado pequeño para cumplir su labor de carcelero: Orión, el dios de la Vida, no era más que un recién nacido cuando su madre fue juzgada. Con él nadie sabía qué hacer, pues su poder no era cruel como el del resto de los hijos del Caos, pero al mismo tiempo no podían prever lo que pasaría si lo dejaban suelto.

Tras largas discusiones entre los Doce, Hera se ofreció a hacerse cargo del niño y a educarlo y guardarlo en su palacio. Conscientes del odio de su reina hacia Eris, ninguno de los presentes estuvo seguro de que aquella promesa guardara buenas intenciones, pero nadie se atrevió a protestar. Los dioses, al fin y al cabo, son criaturas egoístas que solo saben de bondad cuando esta les dispensa honor y gloria.

Y, así, la Vida nunca conoció la libertad.

Selene M. Pascual e Iria G. Parente, Rojo y Oro

martes, 21 de marzo de 2017

DÍA MUNDIAL DE LA POESÍA 2017


No tenemos alas, no podemos elevarnos,
mas tenemos pies para trepar y escalar
paso a paso, más y más,
las nubosas cumbres de nuestros tiempos

En una época en que los retos a que nos enfrentamos, desde el cambio climático, la desigualdad y la pobreza hasta el extremismo violento, parecen tan ingentes, las palabras del poeta Henry Wadsworth Longfellow nos aportan esperanza.

Compuesta de palabras, coloreada con imágenes, tañida con la métrica perfecta, la poesía tiene un poder singular. El poder de arrancarnos de la vida cotidiana y recordarnos la belleza que nos rodea y la resiliencia del espíritu humano que compartimos.

La poesía es una ventana a la diversidad excepcional de la humanidad. En la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO se incluyen decenas de formas de expresión oral y poesía, desde el duelo poético Tsiattista de Chipre o la poesía cantada Ca trù de Viet Nam hasta Al-Taghrooda, la poesía cantada tradicional de los beduinos de los Emiratos Árabes Unidos y Omán. La poesía es tan antigua como el lenguaje, y en los períodos turbulentos es más necesaria que nunca, como fuente de esperanza, como manera de compartir lo que significa vivir en este mundo.

El poeta Pablo Neruda escribió que “la poesía es siempre un acto de paz”. La poesía es única por su capacidad de hablar a través del tiempo, el espacio y la cultura, de llegar directamente a los corazones de las personas de todo el mundo. Es un manantial de diálogo y entendimiento y ha sido siempre una fuerza para desafiar a la injusticia y promover la libertad. Como dijo Deeyah Khan, Embajadora de Buena Voluntad de la UNESCO para la libertad y la creatividad, todas las formas de arte, incluida la poesía, tienen la capacidad extraordinaria de expresar resistencia y rebelión, protesta y esperanza.

La poesía es una parte esencial de quiénes somos en cuanto que mujeres y hombres que vivimos juntos en el presente, nos valemos del patrimonio de las generaciones pasadas y somos custodios del mundo para nuestros hijos y nietos.

Irina Bokova, Directora General de la Unesco

           
     Os dejo con el siguiente poema de Benedetti


LA PALABRA

La palabra pregunta y se contesta
tiene alas o se mete en los túneles
se desprende de la boca que habla
y se desliza en la oreja hasta el tímpano

la palabra es tan libre que da pánico
divulga los secretos sin aviso
e inventa la oración de los ateos
es el poder y no es el poder del alma
y el hueso de los himnos que hacen patria

la palabra es un callejón de suertes
y el registro de ausencias no queridas
puede sobrevivir al horizonte
y al que la armó cuando era pensamiento
puede ser como un perro o como un niño
y embadurnar de rojo la memoria
puede salir de caza en silencio
y regresar con el moral vacío

la palabra es correo del amor
pero también es arrabal del odio
golpea en las ventanas si diluvia
y el corazón le abre los postigos
y ya que la palabra besa y muerde
mejor la devolvemos al futuro

Mario Benedetti


lunes, 20 de marzo de 2017

ERIK VOGLER Y LOS CRÍMENES DEL REY BLANCO

Enviado por Carlos (S1C):

Para el estrafalario Erik Vogler, maniático del orden y la pulcritud, las cosas no podían empezar peor aquellas vacaciones de Semana Santa: en lugar del soñado viaje a Nueva York con su padre, iba a tener que pasar esos días con su abuela. Pero ni abuela ni nieto se soportan, son totalmente  incompatibles; la pulcritud de uno y la dejadez de la otra hacen que convivan a regañadientes.

Aun así, ni en su peor pesadilla el obsesivo y temeroso Erik hubiera imaginado que se vería involucrado en los asesinatos de unos jóvenes que están conmoviendo a toda Alemania, que guardan relación con el ajedrez y la música de Schubert.

Beatriz Osés nos presenta como protagonista un personaje repelente, odioso a ratos, pero también nos sabe mostrar el lado divertido de sus manías, los problemas que le acarrea ser tan meticuloso y delicado.

Mezclando ingredientes de la literatura de terror y paranormal, Beatriz Osés ha creado una trama bien urdida de misterio, humor y aventura trepidante en la que sin embargo el principal mérito recae sobre los personajes. El ritmo se vuelve frenético muy rápidamente, manteniendo al lector en suspense todo el rato, y haciendo que devore esta historia sin darse cuenta.

El libro me ha parecido interesante porque Erik vive muchas situaciones difíciles para él, al ser un chico ordenado y limpio; lo que le va ocurriendo, a veces le termina desesperando porque, aunque intenta buscar soluciones para todo, acaba descubriendo nuevos hechos que le llaman la atención.

Al ir leyendo el libro he ido descubriendo lo que le ocurría a él: que los crímenes están relacionados por un torneo de ajedrez, que la siguiente victima podría ser Albert Zimmer, el chico que ha conocido en el pueblo de su abuela, etc…

El libro me ha parecido emocionante precisamente por eso, porque tenía que continuar leyendo cada vez más, para poder averiguar el final de cada uno de los líos en los que Erik se iba encontrando.

Pienso seguir con más libros de Erik. 

domingo, 19 de marzo de 2017

EL REY CERDO


Aquí tenéis este cuento italiano del siglo XVI, desconocido para muchos, que es uno de los antecedentes literarios de La Bella y la Bestia:

Deben, pues, saber, queridas señoras mías, que Galeoto era rey de Anglia, hombre tan rico de los bienes de la fortuna como de los del espíritu; y tenía por mujer a la hija de Matías, rey de Hungría, llamada Ersilia, la cual superaba en belleza, virtud y cortesía a todas las otras damas de su época. Y Galeoto gobernaba su reino con tanta prudencia que no había en éste nadie que pudiera quejarse de él con razón. Habiendo vivido, pues, largo tiempo juntos, quiso la suerte que Ersilia nunca quedase encinta. Lo que disgustaba tanto al uno como al otro. Sucedió que Ersilia, paseando por su jardín, andaba juntando flores; y, sintiéndose ya bastante cansada, divisó un lugar lleno de verdes hierbas; al llegar a él, se sentó; e, invitada por el sueño y por los pájaros, que cantaban dulcemente en lo alto entre las verdes ramas, se quedó dormida. Entonces, para su buena fortuna, pasaron por el aire tres hadas altivas; las cuales, viendo a la joven dormida, se detuvieron y, considerando su belleza y su encanto, pensaron juntas en hacerla inviolable y hechizarla. Así pues, las tres hadas se pusieron de acuerdo.
La primera dijo: «Quiero que la reina sea inviolable y que la próxima noche que pase con su marido quede encinta y nazca de ella un hijo que no tenga igual en el mundo por su belleza».
La segunda dijo: «Y yo quiero que nadie pueda hacerle daño y que su hijo esté dotado de todas las virtudes y gracias imaginables».
La tercera dijo: «Y yo quiero que sea la mujer más prudente y más rica del mundo, pero que el hijo que concebirá nazca cubierto con una piel de cerdo, que se comporte como un cerdo en todo y para todo, y que no pueda salir nunca de ese estado sin haber tenido antes tres esposas».
Una vez que las hadas se fueron, la reina se despertó; y, levantándose de inmediato, recogió las flores que había juntado y volvió al palacio. No pasaron muchos días antes de que Ersilia quedase encinta; y, cuando llegó el momento del parto, dio a luz a un hijo que no tenía el cuerpo de un ser humano sino el de un cerdo. Cuando el rey y la reina se enteraron de esto, sintieron un dolor inenarrable. Y para que semejante parto no acarrease la deshonra de la reina, que era santa y buena, el rey se sintió inclinado a hacerlo matar y arrojar al mar. Pero luego, cambiando de actitud y pensando cuerdamente que fuera cual fuera su aspecto el monstruo era hijo suyo y tenía su sangre, dejó de lado ese feroz propósito y, cediendo a la piedad mezclada con el dolor, quiso que se lo criase y se lo alimentase como ser racional y no como animal. El pequeñín, pues, solícitamente criado, se acercaba a menudo a su madre y, alzándose en dos patas, le ponía en la falda el morro y las pezuñitas. Y la compasiva madre, a su vez, lo acariciaba, poniéndole las manos en la peluda espalda, y lo abrazaba y lo besaba igual que si fuera una criatura humana. Y el niño enrulaba la colita, mostrando con gestos evidentes que las caricias de la madre le eran muy gratas. El cerdito, habiendo crecido bastante, empezó a hablar como un ser humano y a pasearse por la ciudad; y allí donde había inmundicias y basuras, se metía en ellas como hacen los cerdos. Luego, sucio y hediondo como estaba, volvía a casa y, yendo a refregarse en las ropas del rey y de la reina, se las ensuciaba todas de estiércol; pero, como era su único hijo, los padres lo soportaban todo con paciencia.
Uno de esos días, el cerdito volvió a casa y, después de ponerse todo sucio encima de las ropas de la madre, le dijo gruñendo:
—Madre mía, yo quisiera casarme.
Al oír esto, la reina respondió:
—¡Pero qué loco eres! ¿Quién quieres que te tome por marido? Eres hediondo y puerco, ¿y quieres que un barón o un caballero te dé a su hija?
Él contestó gruñendo que, fuera como fuese, quería una esposa. La reina, que no sabía como actuar, le dijo al rey:
—¿Qué debemos hacer? Mira en qué situación nos encontramos: nuestro hijo quiere esposa, y ninguna lo querrá por marido.
El cerdito volvió junto a su madre y, gruñendo con fuerza, decía:
—Yo quiero una esposa, y no pararé hasta que me den esa joven que he visto hoy y que me gusta tanto.
Ésta era hija de una pobre mujer que tenía tres, cada una de las cuales era hermosísima. Al oír esto, la reina enseguida mandó llamar a la mujer con su hija mayor y le dijo:
—Querida señora mía, eres pobre y estás cargada de hijas; si me dices que sí pronto te harás rica. Yo tengo este hijo cerdo, y quisiera casarlo con tu hija mayor. No pienses en tenerle respeto a él, que es cerdo, sino al rey y a mí, porque un día tu hija será dueña de todo nuestro reino.
La hija, al oír estas palabras, se turbó mucho; y, poniéndose colorada como una rosa de la mañana, dijo que no quería de ningún modo aceptar aquella propuesta. Pero tan dulces fueron las palabras de la pobre mujer que la hija accedió. Cuando el cerdo volvió todo sucio a casa, fue corriendo a ver a su madre, que le dijo:
—Hijo mío, te hemos encontrado mujer, exactamente como tú querías.
Y, después de llamar a la esposa, vestida de honorabilísimas ropas reales, se la presentó al cerdo. El cual, viéndola bella y graciosa, no cabía en sí de contento, y, hediondo y puerco como estaba, le daba vueltas alrededor, haciéndole con el morro y las pezuñas tantas caricias como nadie había visto nunca hacer a un cerdo. Y ella, como él le emporcaba todo el vestido, lo empujaba para apartarlo, pero el cerdo le decía:
—¿Por qué me rechazas? ¿Acaso no fui yo el que te dio este hermoso vestido?
A lo que ella contestó en tono soberbio:
—No, no le recibido de ti, ni de tu reino de cerdos.
Y cuando llegó la hora de irse a la cama, la joven dijo:
—¿Qué puedo hacer con este animal hediondo? Esta noche, antes de que haya terminado el primer sueño, lo mataré.
El cerdo, que no estaba muy lejos, oyó sus palabras pero no dijo nada.
Cuando llegó la hora, pues, fue, todo cubierto de estiércol y carroñas, hasta el pomposo lecho, levantó las finísimas sábanas con el morro y con las pezuñas y, emporcándolo todo de estiércol hediondo, se tendió junto a su esposa. La cual no tardó mucho en dormirse. Pero el cerdo, fingiendo dormir, la hirió con tanta fuerza en el pecho con los colmillos puntiagudos que ella quedó muerta en el acto. Y, levantándose a la mañana temprano, se fue, como de costumbre, a comer y a emporcarse.
 A la reina se le ocurrió ir a visitar a la nuera; y cuando llegó y la vio muerta, asesinada por el cerdo, sintió un grandísimo dolor. El cerdo volvió a casa y, cuando la reina se puso a reprenderlo ásperamente, él le respondió que le había hecho a la esposa lo que la esposa le quería hacer a él, y se fue furioso.
No pasaron muchos días antes que el cerdo empezara de nuevo a decirle a la madre que quería casarse con la segunda hermana; y a pesar de que la reina se opuso a ello, igualmente él siguió diciendo con obstinación que la quería fuese como fuese, amenazando con destruirlo todo si no se la daban. Al oír esto, la reina fue a ver al rey y le contó todo; y él le dijo que sería mejor hacerlo morir antes de que devastase la ciudad. Pero la reina, que era su madre y lo quería enormemente, no podía soportar la idea de perderlo, aunque fuese un cerdo.
Y después de llamar a la pobre mujer con la otra hija, deliberó largo tiempo con ellas; y una vez que hubieron deliberado juntas acerca del matrimonio, la muchacha consintió en aceptar al cerdo por esposo. Pero las cosas no salieron como ella lo deseaba, porque el cerdo la mató como a la primera, y a la mañana temprano dejó el palacio.
Y cuando volvió a la hora acostumbrada cubierto de tanta inmundicia y tanto estiércol que, por el hedor, no era posible acercársele, el rey y la reina lo trataron muy mal por sus excesos. Pero el cerdo respondió, atrevidamente, que le había hecho a ella lo que ella pretendía hacerle a él.
No había pasado mucho tiempo cuando su alteza el cerdo le dijo nuevamente a la reina que quería volver a casarse, tomando por mujer a la tercera hermana, que era más hermosa aún que la primera y la segunda. Y como el pedido se le negó categóricamente, él insistía más aún en casarse con ella, y con palabras ruines y espantosas amenazaba de muerte a la reina si no se la daba por esposa. La reina, al oír aquellas palabras puercas y vergonzosas, sentía un tormento tan grande en el corazón que casi se vuelve loca.
 Y dejando de lado toda otra consideración, mandó llamar a la pobre mujer con su tercera hija, que se llamaba Meldina, y le dijo:
—Meldina, hija mía, quiero que tomes a su alteza el cerdo por esposo; no pienses en tenerle respeto a él sino a su padre y a mí, porque si sabes llevarte bien con él serás la mujer más feliz y más satisfecha del mundo.
A lo que Meldina respondió, con semblante alegre y sereno, que estaba muy contenta, y le agradeció mucho a la reina que se dignase aceptarla como nuera. Y que aun cuando no recibiese nada más, le bastaría, pobre como era, con convertirse en un instante en la nuera de un poderoso rey. Al oír esta respuesta afectuosa y llena de gratitud, la reina, conmovida, no pudo retener las lágrimas. Pero no obstante temía que también a ella le ocurriese lo mismo que a las otras dos.
Vestida con trajes suntuosos y engalanada con joyas preciosas, la esposa esperó a que su marido volviese a casa. Cuando su alteza el cerdo llegó, más sucio y puerco que nunca, la esposa lo recibió amablemente, extendiendo en el suelo su precioso vestido y rogándole que se tendiese junto a ella. La reina le decía que lo apartase de su lado, pero ella se negaba a hacerlo y le dijo a la reina las palabras siguientes:
Tres cosas he oído ya contar,
Sacra Corona pía y venerable:
una, que si algo no es posible hallar,
querer lograrlo es locura muy grande;
otra, que nunca se debe confiar
en lo que recto no es ni razonable;
la tercera, que el don hay que apreciar,
raro y precioso, que las manos asen.
Su alteza el cerdo, que no dormía pero lo oía todo claramente, se incorporó y se puso a lamerle la cara, el cuello, el pecho y los hombros; y ella, a su vez, lo acariciaba y lo besaba, con lo que él se inflamaba de amor. Cuando llegó la hora de dormir, la esposa se metió en la cama y esperó a su querido esposo; y poco después el esposo, todo sucio y hediondo, fue a acostarse. Y ella, levantando la cobija, hizo que se le acercase, le acomodó la almohada debajo de la cabeza, tapándolo bien y corriendo las cortinas del dosel para que no tomase frío. Su alteza el cerdo, cuando se hizo de día, dejando el colchón lleno de estiércol, volvió a su comedero.
La reina, por la mañana, fue a la habitación de la esposa; y, creyendo que vería la misma escena que las otras dos veces, encontró a su nuera contenta y de buen humor, aun cuando la cama estaba emporcada de inmundicias y carroñas. Y le dio gracias al Altísimo por semejante regalo: que el príncipe había encontrado mujer a su gusto.
Poco tiempo después, su alteza el cerdo, mientras estaba conversando agradablemente con su mujer, le dijo:
—Meldina, querida esposa mía, si supiera que no le dirás a nadie mi gran secreto, yo, haciéndote inmensamente feliz, te revelaría algo que hasta ahora he tenido escondido; y como sé que eres sensata y prudente, y veo que me amas con auténtico amor, quisiera compartirlo contigo.
—Puedes hacerlo sin temor —dijo Meldina—, porque te prometo que no se lo diré nunca a nadie sin tu permiso.
Así fue como su alteza el cerdo, tranquilizado por su esposa, se sacó de encima la piel puerca y hedionda y quedó hecho un joven hermosísimo y agraciado: y pasó toda la noche abrazado en la cama con su Meldina. Y después de ordenarle que no dijese nada de todo aquello, porque faltaba poco tiempo para que saliese de estado tan miserable, se levantó de la cama; y poniéndose su traje porcino, se fue a hurgar en las inmundicias como antes.
Dejo que cada uno imagine cuánta y cuál fue la alegría de Meldina al descubrir que estaba casada con un joven tan encantador y gentil.
Poco tiempo después la joven quedó encinta; y cuando llegó el momento del parto dio a luz a un hermosísimo niño. Esto les dio al rey y a la reina una alegría inmensa, sobre todo porque vieron que no tenía forma de animal sino de ser humano. A Meldina le parecía una carga muy pesada tener que ocultarle a la reina algo tan importante y maravilloso; de modo que fue a ver a la suegra y le dijo:
—¡Sapientísima reina! Yo creía que me había unido a una bestia; pero tú me diste por marido el joven más hermoso, más lleno de virtud y más cortés que haya creado la naturaleza. Él, cuando va a la habitación a acostarse conmigo, se saca la corteza hedionda y, dejándola caer al suelo, queda hecho un joven apuesto y lleno de gracia. Cosa que nadie podría creer sino lo viese con sus propios ojos.
La reina creía que su nuera estaba bromeando, mientras que decía la verdad. Le preguntó cómo podía hacer para verlo, y la nuera le respondió:
—Ven esta noche a mi habitación a la hora del primer sueño: encontrarás la puerta abierta y verás que todo lo que te digo es verdad.
Cuando llegó la noche, después de esperar a que todos se fuesen a dormir, la reina mandó encender las antorchas y fue con el rey a la habitación del hijo; y, una vez adentro, encontró la piel porcina tirada en el suelo, y, acercándose a la cama, vio que su hijo era un joven hermosísimo, al que Meldina, su esposa, estrechaba entre sus brazos. Al ver esto, el rey y la reina se alegraron mucho, y el rey ordenó que, antes de que nadie saliese de allí, la piel se rompiera en mil pedazos pequeñísimos; y tanta fue la alegría del rey y de la reina por la transformación de su hijo que poco faltó para que se muriesen.
El rey Galeoto, viendo que tenía un hijo tan apuesto y virtuoso, y que éste le había dado nietos, renunció a la corona y al manto real y, en medio de grandes festejos, subió al trono su hijo; el que, a partir de ese momento, con el nombre de Rey Cerdo, gobernó el reino para gran contento de todo el pueblo, y vivió feliz largo tiempo con Meldina, su amadísima esposa.

Giovanni Francesco Straparola

QUE LA PACIENCIA NOS ACOMPAÑE

viernes, 17 de marzo de 2017

DÍA DE LA ENSEÑANZA

        
         Siempre me ha llamado la atención la figura del biblioburro, aprovechando la conmemoración del día de hoy, quiero unirla con la enseñanza, en homenaje a muchos de mis compañeros:

UN MUNDO BAJO EL CIELO

Gabito estaba habituado a que le hablara.
Pero, a veces, incluso parecía responderle.
Soltaba un rebuzno.
-¿Verdad que sí, amigo mío? -Sonreía entonces él palmeándole el flanco.
Así llegaban a la cresta. Y así descendían al valle. Y así volvían a trepar por el serpenteante camino que se retorcía escalando la montaña.
Algún amanecer alumbraba blanco.
La neblina lo cubría todo.
Luego, un poco más arriba, veía las nubes formando un manto entre las cumbres.
-¿Sabes, Gabito? Hace cientos, quizá miles de años, por esta misma senda caminaban nuestros antepasados. Y seguro que lo hacían a pie. Entonces no había burros. Ya ves cómo cambian las cosas.
Así que Gabito era un lujo, aunque él no lo supiera.
De noche, instalaba la pequeña tienda de campaña que se abría sola lanzándola al aire -un toque de modernidad- y encendía una fogata.
Al amparo de las llamas, que danzaban en el aire tan bellas como efímeras, diseminando sombras móviles por los árboles que le envolvían, sacaba un libro de uno de los dos zurrones.
¿Cuántas veces había leído Moby Dick?
¿Cuántas Las mil y una noches o Robinson Crusoe?
¿Y qué importaba?
Siempre era diferente, como si otra voz lo narrase en su mente.
-Me gustaría ver una ballena -suspiraba.
Bueno, una ballena, y un tigre, y un elefante.
Gran mundo, pequeño ser humano.
Leía y leía, hasta que el fuego se extinguía y apenas si quedaban algunas brasas. Entonces le dolían los ojos y guardaba el libro.
Después se cobijaba en la pequeña tiendecita de campaña, no fuera a llover y se empapara. Aunque lo más importante fuesen los libros.
Sí, los protegía con plásticos, pero aun así...
-Buenas noches, Gabito.
Otra noche, otro amanecer.
Otra jornada.
Ningún valle era igual a otro. Ningún río se parecía al anterior o al siguiente. Ningún cielo mostraba siempre las mismas nubes. El mismo paisaje, sí, pero con nuevas sensaciones. O sería que él, de año en año, más viejo, más cargado de recuerdos, lo veía o interpretaba todo con otros ojos.
¿Cuántas miradas puede trenzar un ser humano a lo largo de su vida?
¿Cuántas miradas de las de ver, no de las de simplemente pasar?
-Sí, me hago viejo, Gabito. Me estoy poniendo sentimental.
Tal vez fuera la soledad, el silencio roto únicamente por su voz o algún rebuzno de Gabito.
La última montaña.
Desde ella, a lo lejos, muy a lo lejos todavía, se veía el pueblito.
-Allá vamos.
Gabito también lo veía.
Solo era burro por naturaleza.
Agitó la cabeza y la movió de arriba abajo.
La última noche, en el risco, en la Cueva de la Soledad, llamada así porque en ella solo se refugiaban los solitarios que se movían por las montañas, leyó poesía.
Poesía romántica.

Grítale mi nombre al viento,
y lo hará su prisionero.
Yo gritaré el tuyo hacia dentro,
para que me abrase entero.

Ah, los poetas...
Tan locos, tan sublimes, tan especiales...
Se durmió con el libro en las manos, bañado por los rescoldos finales de la fogata. La cueva entera pareció arder, cárdena y luminosa con las ascuas enrojecidas.
El último amanecer.
El mejor de los ánimos.
-Vamos allá, Gabito.
Sentía el mejor de los ánimos. La espera tocaba a su fin. La fiesta sería cuando llegase, a primera hora de la tarde como mucho. Así que le dio por cantar.
Total, nadie le oía.
Luego siguió hablándole a Gabito, para que compartiera con él la alegría.
-Si pudieras entenderme, sabrías lo chistoso que es esto: un burro llevando libros, cultura, para que otros no sean eso mismo, burros.
Soltó una carcajada.
Ya ni se paró a comer. Siguió. Siguió. Cuando los campos labrados surgieron en la lejanía, también lo hicieron las voces.
-¡Ya está aquí!
-¡Ha llegado!
-¡Avisen a los niños!
Los primeros vecinos le rodearon. Las primeras sonrisas le dieron la bienvenida. Las primeras manos tocaron las alforjas. Luego, al enfilar la senda que desembocaba en las casas de adobe y madera, vio la placita a lo lejos.
La plaza, con la iglesia, el ayuntamiento y la escuela. Por la calle polvorienta aparecieron los niños y las niñas.
Aquel maravilloso enjambre...
-¡Ya está aquí el maestro!
-¡Por fin!
-¿Qué libros trae este curso?
-¡Maestro, maestro!
-¿Empezaremos mañana?
Pasaban los años, pero el momento era siempre irrepetible, mágico. El momento en que el soplo de la vida reaparecía y se hacía palabra.


El maestro llegó a la plaza.
Bajó de su montura.
Y se abrazó a las tres docenas de manos que querían saludarlo y tocarlo.
Su gente.
Después de todo no había ningún camino mejor, aunque fuera a través de las montañas y lejos del otro mundo.

Jordi Sierra i Fabra