viernes, 30 de marzo de 2018

EL CRISTO DE VELÁZQUEZ



Banderillero desganado.
Las guedejas del sueño cubren tu ojo derecho.
Te quedaste dormido con los brazos alzados,
y un derrote de Dios te ha atravesado el pecho.

Un piadoso pincel lavó con leves
algodones de luz tu carne herida,
y otra vez la apariencia de la vida
a florecer sobre tu piel se atreve.

No burlaste a la muerte. No pudiste.
El cuerno y el pincel, confabulados,
dejaron tu derrota confirmada.

Fue una aventura absurda, bella y triste,
que aún estremece a los aficionados:
¡qué cornada, Dios mío, qué cornada!

Ángel González

jueves, 29 de marzo de 2018

AFRICANUS: EL HIJO DEL CÓNSUL


Es la primera novela de Santiago Posteguillo, con la que inicia la trilogía dedicada a la figura del estadista y militar romano Publio Cornelio Escipión el Africano, vencedor de Aníbal en la batalla de Zama. En esta primera parte se narra la infancia y juventud de Escipión, desde poco antes de su nacimiento hasta que conquista Cartago Nova.

A finales del siglo III a. C., Roma se encontraba al borde de  la destrucción total, a punto de ser aniquilada por los ejércitos cartagineses  al mando de uno de los mejores estrategas militares de todos los tiempos:  Aníbal. Su alianza con Filipo V de Macedonia, que pretendía la aniquilación de  Roma como Estado y el reparto del mundo conocido entre las potencias de Cartago y  Macedonia, constituía una fuerza imparable que, de haber conseguido sus  objetivos, habría determinado para siempre el devenir de Occidente. Pero el azar  y la fortuna intervinieron para que las cosas fueran de otro modo. Pocos años  antes del estallido del más cruento conflicto bélico que se hubiera vivido en  Roma, nació un niño que estaba destinado a cambiar el curso de la historia: Publio Cornelio Escipión.

                La novela se centra en dos personajes: Publio, al que vemos nacer, cómo se va formando mientras crece, sus primeras campañas militares hasta que conquista Cartago Nova. Frente a él, Aníbal, cómo conquista Hispania, pasa los Alpes, sus campañas en la península itálica sin que ningún general romano sea capaz de detenerle frente. Los dos arropados por muchos otros personajes, la mayoría históricos (Quinto Fabio Máximo, Marco Porcio Catón, que en los siguientes libros irá adquiriendo más peso como rival político de Escipión, Cayo Lelio, Maharbal…). Junto a ellos dos aparecerá un tercer personaje con fuerza: Tito Macio Plauto, el gran autor teatral, con él asistimos a los sufrimientos de las clases bajas romanas y al nacimiento de la comedia latina (genial el capítulo dedicado a la primera representación de la Asinaria).

La narración es fluida, y hay que destacar las batallas, que están perfectamente narradas, se nos cuenta, de una manera amena, las diferentes estrategias, cómo se disponen y de qué manera se mueven las tropas. No importa que sepamos de antemano el resultado de muchas de ellas, queremos ver cómo resistieron, cómo sobrevivieron, cómo vencieron.

miércoles, 28 de marzo de 2018

MI AMOR POR EL MUNDO DE LA ANTIGUA ROMA

surgió cuando tenía nueve años y estaba segura de que nada podría superar el que sentía por Grecia, su mitología y su cultura. Por casualidad, mi maestra de lo que entonces era 4.º de EGB, sor Mercedes, me puso en las manos varios libros sobre ese tema, y el flechazo fue instantáneo. Yo entonces leía con una pasión que preocupaba un poco a los mayores, menos, precisamente, a aquella maravillosa maestra de mirada dulce y cabellos canos, que me dijo: «Tú lee. No te preocupes por nada más. Todo lo que tengas que aprender está ahí, en los libros».

Después llegó Robert Graves y Yo, Claudio, y Henryk Sienkiewicz con Quo Vadis, y el resto de novelas, películas y enciclopedias que me permitieron sumergirme en un mundo que había desaparecido hacía muchos siglos, pero que en cierta medida continuaba vivo en las ruinas, los edificios, los monumentos, la lengua, el derecho, la ingeniería… Incluso en el pueblo en el que yo vivía, en Llodio, bastante impermeable a la romanización, se sostenía en pie un puente romano (luego lo dataron mejor y resultó ser románico… una gran decepción para mí). Cuando pude estudiar latín me entusiasmé con esa lengua muerta: llegué a leerla bastante bien y a traducirla con facilidad. Pero no era solo eso: sus comidas, sus costumbres, sus conquistas, la estructura de las casas, todo me despertaba interés y de todo quería saber. Incluso la cara más siniestra (sus emperadores más sangrientos o las guerras) me parecía un aspecto interesante y del que podía aprender.

De manera que era cuestión de tiempo el que acabara escribiendo una historia de romanos, y mejor aún, en Hispania, y durante el siglo que mejor conozco, el i d. C. En cierta medida se lo debía a mis amigas de infancia, que ahora tienen niños ya crecidos, y recordaban aquellas historias que yo les contaba sin tregua y que ellas escuchaban con infinita paciencia, hasta que lograba engancharlas y terminaban diciendo: «¿Y qué pasó entonces? ¡Cuenta más!». Ellas me pedían que las escribiera para sus hijos, y estoy encantada de haberlo hecho.

Espido Freire, El Chico de la Flecha

martes, 27 de marzo de 2018

READY PLAYER ONE


Enviado por Pedro: 

Estamos en el año 2044 y, como el resto de la humanidad, Wade Watts prefiere mil veces el mundo virtual de OASIS, donde todo es posible, al cada vez más sombrío mundo real.

El creador de OASIS es un enorme fan de la década de 1980, así como un fantástico programador de videojuegos que amasa una inmensa fortuna con su compañía GSS. Tras su muerte se anuncia en un vídeo que el juego contiene un huevo de pascua. Quien lo encuentre heredará toda su fortuna. Las claves del enigma están basadas en la cultura de los 80: series de televisión, películas, videojuegos, música, etc…

Ocultas, las tres llaves, puertas secretas abren.
En ellas los errantes serán puestos a prueba.
Y quienes sobrevivan a muchos avatares
llegarán al Final donde el trofeo espera.

Al cabo de cinco años, Wade logra resolver el primer rompecabezas del premio, y, a partir de ese momento, debe competir contra miles de jugadores para conseguir el trofeo. La competición es encarnizada entre los Sixers, los empleados de una empresa llamada IOI que pretende hacerse con el control de OASIS, y los Gunters, todas las demás personas que buscan el huevo de pascua, sea individualmente o en clanes.

La única forma de sobrevivir es ganar; pero para hacerlo tendrá que abandonar su existencia virtual y enfrentarse a la vida y al amor en el mundo real, del que siempre ha intentado escapar.

Esta distopía de Ernest Cline nos presenta un mundo donde los combustibles fósiles están agotados,  el cambio climático ha empeorado las condiciones de vida, una crisis afecta a todos los niveles socioeconómicos, el sistema escolar público va de capa caída, la gente vive hacinada, existe el racionamiento y los vales por comida… Ante esta situación el ser humano se refugia en Oasis, un mundo virtual donde las personas pueden estudiar, trabajar, hacer negocios, jugar o evadirse de la dura realidad.

                La lectura es ágil, llega a enganchar y, muchas veces, cuando cuenta como es un juego, una película o una serie de televisión, recordaba mi adolescencia. El relato se estructura en tres partes, correspondientes a cada llave que el protagonista tiene que encontrar y a cada puerta que tiene que abrir. El argumento es sencillo, muchas veces previsible, lleno de esas referencias a los 80, que juegan un importante papel en la novela, y con pequeñas denuncias ante situaciones que ya se plantean hoy. Los personajes están bien tratados, pero son muy maniqueos, sobre todo, los malos, los sixers, con Sorrento a la cabeza. También las relaciones a distancia y virtuales están presentes; recordemos que nuestro grupo protagonista (Parzival, Hache, Art3mis) no se conocen en persona, así los intentos de Parzival por conocer a Art3mis (ese chico conoce, o más bien quiere conocer, a chica), o la sorpresa que nos llevamos cuando conoce a Hache.

 PREMIO ALEX 2012 

lunes, 26 de marzo de 2018

UNA OPINIÓN SOBRE ALICIA



—Pues claro que lo tengo, nunca vengo sin uno. ¡Que me parta un rayo si algún día lo hiciera! Vamos a ver: ¿cuál es el libro que tiene más personajes, pero menos trama que ninguno?
Rémy se puso a pensar. Tampoco Clémentine pudo evitar hacer lo propio.
Pero no pensaban en lo mismo.
La joven había recordado otro té: el del Sombrerero Loco, en el que planteaba una adivinanza a Alicia: «¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?».
Alicia se rindió, y Clémentine esperaba que Rémy no hiciera lo mismo, porque Alicia no le entusiasmaba, pero estaba empezando a coger mucho cariño al niño.
A ella no le apasionaba mucho el libro Alicia en el país de las maravillas y no sabía si dependía de lo que le contó su padre acerca del libro, o del escritor, o acerca de la propia historia. Sin duda era un libro demasiado onírico, y consideraba forzado ese mundo de maravillas inventado por Lewis Carroll. Más que maravillas le parecían pesadillas grotescas, en las que no intervenía la poesía. Pero esta era una opinión personal que no tenía repercusiones sobre las ventas del libro, ni sobre la fama del autor.
—¿Estás bien, Clémentine? —preguntó la madre.
—Sí, muy bien; estoy emocionada por vuestra acogida y me siento muy afortunada al teneros como vecinos.
Rémy habría dicho algo en ese momento, si no hubiera estado concentrado en pensar.
La abuela contaba los puntos, la madre ponía la tetera en el fuego, Hector observaba a Rémy, y a Clémentine le parecía que estaba viviendo en un libro.
Vistos desde fuera, lo estaban.
El niño arrugaba la nariz y no se rendía, sino que intentaba algunas respuestas dictadas por el sentimiento y no por la razón.
Clémentine recordó que cuando Alicia se rindió, el Sombrerero Loco admitió que él mismo no conocía la respuesta. He aquí por qué Lewis Carroll no le convencía. No se puede crear un personaje que provoca que una niña que espera una respuesta sufra. Los críticos que idolatraban al autor pensaban que todo ello formaba parte del juego y de su personaje, pero ella consideraba extremadamente incorrecta esa actitud.
Entonces comprendió por qué se le había ocurrido todo esto: Hector, aunque apenas lo conocía, nunca habría jugado sucio con Rémy; por tanto, aquel no era un té de locos, sino de gente de bien, como decía la abuela.

Cristina Petit, Algo Parecido al Verdadero Amor

domingo, 25 de marzo de 2018

CHICKAMAUGA


En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un tercero donde recibió como herencia la guerra y el poder.
Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Éste, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado contra salvajes desnudos, había seguido la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y se paraba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico, bastante frecuente, de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acaba de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.
Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra, ni comprender que el más afortunado no puede tentar al Destino.
De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente; las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero; y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros llenos de alarma buscaban febrilmente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
Pasaron las horas, y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un terreno más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no conociendo nada en su descrédito, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas, amenazadoras, del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. De uno en uno, de dos en dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquéllos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo, se arrastraban como niñitos. Eran hombres; nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes grotescas, le recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y entonces, se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franqueado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. El saliente monstruoso de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.
En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel resplandor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar si sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de ideas significativas en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados, junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.
Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de riempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustible, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa! Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata –la obra de un obús.
El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma -maldito lenguaje del demonio-. El niño era sordomudo.
Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.

Ambrose Bierce

viernes, 23 de marzo de 2018

EL SECRETO DEL ORFEBRE


Esta novela corta de Elia Barceló es, ante todo, una bellísima historia de amor. Cuenta la relación entre un muchacho de diecinueve años y una mujer madura marcada por una relación de juventud con un hombre mayor que ella. Veinticinco años más tarde, camino de Nueva York decide pasar una noche en Villasanta de la Reina, su pueblo. Pero algo extraño va a ocurrir, pues, al fin y al cabo, su tierra es el país de las leyendas, según su eslogan turístico.

Ambientada en Umbría, territorio imaginario y mágico creado junto a Elia por César Mallorquí, Julián Díez y Armando Boix, la acción se desarrolla en tres tiempos: la España de los cincuenta, la de los setenta y el último año del siglo XX. Con una prosa sutil y pausada, la autora plantea en esta breve e intensa novela cuestiones fundamentales como el paso del tiempo, la pasión, la identidad y la imposibilidad del amor.

          La edición, que ha sacado hace poco Roca Editorial, añade unas páginas inéditas del cuaderno de su protagonista, Celia Sanjuán; un texto que aporta un nuevo punto de vista a esa extraña historia de amor

                Con una prosa sencilla, muy cuidada, llena de sentimientos, pues ellos son los que importan, Elia Barceló nos cuenta esta historia de encuentros y desencuentros amorosos entre una Celia madura y el muchacho, entre una joven Celia y un Pablo mayor que quiere recobrar lo que perdió, pero lo malo es el tiempo, ese tiempo que todo lo acerca y destruye. La obra se centra en ellos dos, en Celia, que en los 50 se encontró sola ante el altar, hecho que le va a marcar ante su comunidad, y que no va a renunciar a su amor por Pablo, y en el muchacho, en Pablo, que en los 70 se verá subyugado por la belleza, por el misterio que rodea a Celia, a pesar de que se lo advierten

«Yo creo que aún lo espera —dijo mamá al terminar su historia—. Ha rehecho su vida en cierto modo, ya lo sé. Ha salido al extranjero, ha leído mucho, cose unos vestidos que ya quisieran las mejores tiendas de la capital, pero nunca ha encontrado a un hombre como el que perdió. Y yo creo que, en secreto, en el fondo de su corazón, lo espera aún. Esa mujer no es para ti, hijo. Aparte de que podría ser tu madre, esa mujer tiene dueño. Y si te empeñas en lo que no puede ser, te matará.»

                Ambos, Celia y Pablo, llevados por su pasión, queriendo encontrar su perdido amor, convierten Nueva York en un nuevo territorio mítico, en su propia Tierra Prometida, donde esperan volver a encontrarse, que ocurra ese milagro que solo lo permiten las leyendas. Por eso, esa cita en la que no han quedado en el Empire State Building, como hemos podido ver en el cine (Algo para recordar, con Tom Hanks y Meg Ryan, o la esplendida Tu y yo, con Cary Grant y Deborah Kerr).

                Significativo y evocador el comienzo de la novela, que nos trae la canción Famous Blue Raincoat de Leonard Cohen:

Las cuatro de la mañana. Últimos de diciembre.
Escribo ahora para mí, a mano, con mi menuda letra de orfebre, en este piso recién alquilado, semivacío, mientras la nieve cae mansamente tras de los cristales sobre esta calle Clinton, en la que ya no suena la música de la que hablaba Cohen. Escribo para mí. No hay nadie más. No hay nadie más ahora que no está Celia.
He consumido tres cigarrillos buscando las palabras, el principio, el arranque de esta historia que hoy me cuento, pero ¿dónde encontrarlo? ¿Cómo? ¿Cómo, si no hay principio, y el final que marcó mi vida, ese final de hace tantos años, está a apenas seis días de esta madrugada neoyorquina?
Los recuerdos acuden enfurecidos, luchando por imponerse al desorden de mi mente, y se confunden en un magma vidriado que apenas deja entrever los contornos de lo que fue.,

jueves, 22 de marzo de 2018

SEAMOS GOLOSOS



                Un año más, en víspera de las vacaciones de Semana Santa, hemos celebrado en el IES Octavio Cuartero de Villarrobledo (Albacete), nuestro concurso de tartas. Como el curso pasado tuvo mucha aceptación el tema de tartas literarias, este año hemos decidido repetir el tema dar rienda suelta a vuestra imaginación.


                Desde aquí os damos las gracias a todos los participantes: ¡ENHORABUENA, CHICOS, SIN VOSOTROS NO SERÍA POSIBLE EL CONCURSO! Esperamos que os hayan gustado los libros, que habéis tenido como premio y que nos los comentéis.


                Os ofrecemos una selección de las tartas que nos hemos comido esta mañana.


           Gracias a Loqueleo por enviarnos los ejemplares de El Principito se Fue a la Guerra de Santiago García-Clairac para los premios





LOCUS AMOENUS



Debo de encontrarme en un jardín, pues siento la caricia de la hierba bajo mis pies descalzos. No conozco esta parte del país y tampoco sé cómo he llegado hasta aquí. La última luciérnaga de la noche desaparece ante mis ojos mientras una brisa ligera, procedente de las tierras que he dejado atrás, sopla agitando mis largos cabellos, que se mueven en libertad. Qué extraño. No estoy acostumbrada a llevar el pelo suelto, pues mi cabeza siempre está aprisionada en el gorro que nos obligan a utilizar en la fábrica, que cubre el pelo con una redecilla como una cofia de cocina. El gorro forma parte del uniforme junto al mono amarillo, las botas y las herramientas, que van atadas a la cintura.

Ahora, sin embargo, no llevo el uniforme: voy vestida con unos pantalones cortos y una camiseta blanca de manga corta. Veo que mis brazos, tan blancos como la ropa, se mueven como si quisieran dibujar una figura en el aire. Aquí nadie puede verme. El cielo brilla en medio del más absoluto silencio y la luz de la mañana invita a extender la mirada metros o tal vez kilómetros más allá, a izquierda y a derecha, hasta allí donde la hierba rizada promete hacerse más tersa.

La tentación es más fuerte que yo.

Me tumbo boca abajo y el perfume fresco del prado penetra por mi nariz hasta confundirse con el olor de mi piel. Yo también soy una brizna de hierba mecida por el viento, que de pronto empieza a cantar sin temor alguno. Las palabras salen de mi garganta y se elevan hasta el cielo. Es una canción inventada, que nunca había cantado hasta hoy. Las cuerdas vocales vibran y modulan las notas. No querría encontrarme en ningún otro lugar del mundo. El aire, que entra y sale de mis pulmones, atraviesa las fosas nasales, se desliza por la garganta y se transforma en música. No creía que pudiera sentirme tan viva ni que existiese tanta fuerza, tanta armonía dentro de mí. No puedo dejar de cantar y, mientras canto, mis labios dejan al descubierto unos dientes iluminados por el sol en una radiante e insólita sonrisa arrebatadora.

Ya recuerdo cuál es el nombre de este lugar.

Garden, el jardín del fin del mundo. Muchos hablan de este jardín, aunque nadie está seguro de su existencia: hay quien lo considera tan solo una leyenda. Aquí puedo cantar como siempre he deseado hacerlo, aunque, en realidad no estoy cantando. No sé cómo no me he dado cuenta antes: cantar está prohibido por la ley, como todas las manifestaciones artísticas. Estaría loca si...

Emma Romero, Garden, El Jardín del Fin del Mundo

miércoles, 21 de marzo de 2018

DÍA MUNDIAL DE LA POESÍA



EL POETA

Ese hombre de cabellera dispersa
no es otra cosa que el exhumador
de un mundo antes irredento
Ha aprendido sufriendo,
formulas magicas que los otros desconocen
conjuros para evocar y recrear las danzas interiores
razas sordomudas perdidas en sus parajes profundos
cobran voz bruscamente y desde el valle dormido bajo la niebla
ese coral suena iluminando regiones desoladas o magnificas,
asi hasta que toda la tierra se convierte en eco.

Juan Eduardo Cirlot

martes, 20 de marzo de 2018

EL DIARIO DE ANNE FRANK


                Enviado por Sergio

Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido hacer con nadie, y espero que seas para mí un gran apoyo.

                Con estas palabras comenzaba Ana Frank su diario, que Ari Folman y David Polonsky, han adaptado al cómic. Se trata de una de las obras más populares —y trágicas— de la historia contemporánea: el relato juvenil del encierro en Holanda de una familia judía que trata de salvarse del nazismo.

Tras la invasión de Holanda, la familia Frank se ocultó de la Gestapo en una buhardilla anexa al edificio donde el padre de Anne tenía sus oficinas. Allí permaneció recluida desde junio de 1942 hasta agosto de 1944, fecha en que sus miembros fueron detenidos y enviados a campos de concentración. En ese lugar y en las más precarias condiciones, Anne, una niña de trece años, escribió su estremecedor Diario: un testimonio único sobre el horror y la barbarie nazi, y sobre los sentimientos y experiencias de la propia Anne y sus acompañantes.


Los autores han querido adoptar el punto de vista de Ana, que se basaba en utilizar el sentido del humor y la capacidad de observación aun en las condiciones más horribles que se puede uno imaginar. Su trabajo se ha orientado en encontrar el lenguaje adecuado sin hacer concesiones al texto original. Para ello tuvieron que sintetizar y recurrir a imágenes fantásticas u oníricas, con el objetivo de abarcar todos los temas que refleja Ana Frank en su diario. Por ejemplo, la treintena de páginas dedicadas a la relación entre Ana y su hermana, Margot, se resumen en una sola en la que una serie de retratos yuxtapuestos de ambas, sin texto, muestran las diferencias abismales de carácter entre ambas. Les parecía inconcebible que una chiquilla de 13 años tuviera una mirada de tal madurez, tal poesía y tal lirismo sobre el mundo que la rodeaba, y que hubiera logrado expresarlo en textos concisos que desbordaban compasión, humor y una lucidez raramente vista en adultos, y menos en niños.


El resultado: 150 páginas de viñetas de línea clara que condensan las 300 páginas del diario de Ana Frank, esos dos años que ella y su familia pasaron escondidos en una buhardilla hasta que fueron delatados y detenidos por la policía alemana. Las ilustraciones a veces exageran el texto, lo hacen emocionalmente tangible y retratan lo que Ana Frank escribía entre líneas. 

lunes, 19 de marzo de 2018

LA VUELTA A LA ORALIDAD



Da la impresión de que nos encontramos en tránsito hacia una cultura oral, una especie de regreso a los orígenes del hombre.
Parece que a la gente le cuesta más abrir un libro que nunca. No sólo lo dicen las ventas de libros, que han bajado considerablemente, sino una cultura ambiente en la que prima la idea de experiencia sobre el conocimiento.
No se considera versado en Londres o la historia de Ana Frank a aquel que ha leído a Dickens o el diario de Ana Frank, sino al que ha viajado a la capital inglesa, aunque haya sido un fin de semana con un paquete turístico de bajo coste, o el que ha entrado en la casa natal de la escritora en Amsterdam. Ir, sentir no importa qué, gana la partida a estar y leer, al supuesto intermediario que te cuenta la historia.
Es verdad que una gran parte de los lectores de periódicos en papel se ha pasado a las ediciones digitales, pero, lo dice el tiempo que pasa la gente en cada artículo, se lee distinto, menos, raramente se llega hasta el final de los artículos.
También es cierto que especialmente los jóvenes, pero no sólo, pasan mucho tiempo en los medios sociales al fin y al cabo "leyendo", interpretando símbolos escritos, pero la verdad es que cada vez más "se escribe como se habla", leemos pero en realidad es como si estuvieramos escuchando una jerga poco elaborada, hecha para el consumo y la destrucción instantánea, que aunque podamos recuperar en realidad es una hipótesis que no nos interesa, como las imágenes que circulan en Snapchat.
Estudiar los libros de texto, leer interminables artículos académicos está cada vez más desprestigiado en el mundo de la enseñanza convencional. Prima la idea de que el aprendizaje es producto de la experiencia, de compartir con otros. El ratón de biblioteca que deglute libros en solitario, si es que todavía existe, se considera un fracasado, alguien que no ha entendido el signo de los tiempos. El profesor que prescribe demasiadas lecturas que requieren demasiado tiempo no ha entendido lo que es un mundo que se mueve a la velocidad de la luz. Leer pasa por no ser un trámite ineludible para aprender, sino más bien al contrario.
Hemos pasado, al menos en términos de lo que es el ideal normativo, de un extremo a otro del péndulo, de las, al menos teóricamente soporíferas e inútiles lecciones magistrales a la dictadura del trabajo en grupo, las discusiones y el refuerzo positivo.
En España, por un complejo histórico archiconocido, nos gusta abrazar las modas y las vanguardias acríticamente. Eso incluye la pobreza de las bibliotecas de las escuelas españolas (aunque se escuden en un hipotético acceso al libro electrónico), incluso las de élite, que están despobladas de libros.
En los Estados Unidos, que nunca ha tenido problema en negar las tradiciones pero también en inventarlas si es necesario, las bibliotecas de los colegios están llenas de libros, a los estudiantes se les invita a visitarlas durante el horario lectivo, a llevarse libros prestados, a leer a Dashiel Hammett o a J. K. Rowling aunque antes no hayan leído a Shakespeare.
Aquí hay que haber leído ineludiblemente el Cantar del Mio Cid y La Celestina antes de llegar a Lorenzo Silva o a Elvira Lindo.
Así nos va.

César García

domingo, 18 de marzo de 2018

ROBANDO UN LIBRO



Bastián se dio cuenta de que, durante todo el tiempo, había estado mirando fijamente el libro que el señor Koreander había tenido en las manos y ahora estaba en el sillón de cuero. Era como si el libro tuviera una especie de magnetismo que lo atrajera irresistiblemente.
Cogió el libro y lo miró por todos lados. Las tapas eran de color cobre y brillaban al mover el libro. Al hojearlo por encima, vio que el texto estaba impreso en dos colores.
No parecía tener ilustraciones, pero sí unas letras iniciales de capítulo grandes y hermosas. Mirando con más atención la portada, descubrió en ella dos serpientes, una clara y otra oscura, que se mordían mutuamente la cola formando un óvalo. Y en ese óvalo, en letras caprichosamente entrelazadas, estaba el título Las pasiones humanas son un misterio, y a los niños les pasa lo mismo que a los mayores. Los que se dejan llevar por ellas no pueden explicárselas, y los que no las han vivido no pueden comprenderlas. Hay hombres que se juegan la vida para subir a una montaña. Nadie, ni siquiera ellos, puede explicar realmente por qué. Otros se arruinan para conquistar el corazón de una persona que no quiere saber nada de ellos. Otros se destruyen a sí mismos por no saber resistir los placeres de la mesa... o de la botella.
Algunos pierden cuanto tienen para ganar en un juego de azar, o lo sacrifican todo a una idea fija que jamás podrá realizarse. Unos cuantos creen que sólo serán felices en algún lugar distinto, y recorren el mundo durante toda su vida. Y unos pocos no descansan hasta que consiguen ser poderosos. En resumen: hay tantas pasiones distintas como hombres distintos hay.
La pasión de Bastián Baltasar Bux eran los libros. Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado...
Quien nunca haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque Papá o Mamá o alguna otra persona solícita le ha apagado la luz con el argumento bien intencionado de que tiene que dormir, porque mañana hay que levantarse tempranito...
Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acababa y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba, por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido...
Quien no conozca todo eso por propia experiencia, no podrá comprender probablemente lo que Bastián hizo entonces.
Miró fijamente el título del libro y sintió frío y calor a un tiempo. Eso era, exactamente, lo que había soñado tan a menudo y lo que, desde que se había entregado a su pasión, venía deseando: ¡Una historia que no acabase nunca! ¡El libro de todos los libros!
¡Tenía que conseguirlo, costase lo que costase! ¿Costase lo que costase? ¡Eso era muy fácil de decir! Aunque hubiera podido ofrecerle más de los tres marcos y cincuenta pfennig que le quedaban de su paga..., aquel antipático señor Koreander le había dado a entender con toda claridad que no le vendería ningún libro. Y, desde luego, no se lo iba a regalar. La cosa no tenía solución...
Y, sin embargo, Bastián sabía que no podría marcharse sin el libro. Ahora se daba cuenta de que precisamente por aquel libro había entrado allí, de que el libro lo había llamado de una forma misteriosa porque quería ser suyo, porque, en realidad, ¡le había pertenecido siempre!
Bastián escuchó atentamente el murmullo que, lo mismo que antes, venía del despacho.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, se había metido muy deprisa el libro bajo el abrigo y lo sujetaba contra el cuerpo con ambos brazos. Sin hacer ningún ruido, se dirigió a la puerta de la tienda andando hacia atrás y mirando entretanto temerosamente a la otra puerta, la del despacho. Levantó el picaporte con cautela. Quería evitar que las campanillas de latón sonaran y abrió la puerta de cristal sólo lo suficiente para poder deslizarse por ella. Silenciosa y cuidadosamente, cerró la puerta por fuera.
Y sólo entonces comenzó a correr.
Los cuadernos, los libros del colegio y la caja de lápices saltaban y tableteaban en su cartera al ritmo de sus piernas. Le dio una punzada en el costado, pero siguió corriendo.
La lluvia le resbalaba por la cara, metiéndosele por el cuello. El frío y la humedad le calaban el abrigo, pero Bastián no lo notaba. Sentía calor, y no era sólo de correr.
Su conciencia, que antes, en la tienda, no había dicho esta boca es mía, se había despertado de repente. Todas las razones que habían sido tan convincentes le parecieron de pronto totalmente increíbles, y se fundieron como monigotes de nieve bajo el aliento de un dragón.
Había robado. ¡Era un ladrón!
Lo que había hecho era peor incluso que un robo corriente. Aquel libro era seguramente un ejemplar único e insustituible. Sin duda había sido el mayor de los tesoros del señor Koreander. Quitarle a un violinista el violín o a un rey su corona era peor que llevarse el dinero de un banco. Mientras corría, apretaba contra su cuerpo el libro, por debajo del abrigo. No quería perderlo por muy caro que le costara. Era todo lo que le quedaba en el mundo.
Porque a casa, naturalmente, no podía volver.

Michael Ende, La Historia Interminable

viernes, 16 de marzo de 2018

LA MUJER DE LA ESCALERA


Un suicidio y un misterioso asesinato sirven de arranque a este relato donde dos universitarios recién licenciados, a comienzos de los años ochenta, afrontan una misión que cambiará sus vidas para siempre: la de localizar unos antiguos libros de teatro medieval. Así comienza una trepidante búsqueda en la que los personajes acabarán encontrándose consigo mismos y con su propio destino, trazando a la vez el retrato de una generación fronteriza que luchó por conseguir un espacio propio en la España de los últimos años setenta y principios de los ochenta.

Una apasionante historia de intriga, de ambiciones y rencores, de amor y desamor, de frustraciones y deseos, donde los más turbios y los más nobles sentimientos se entremezclan y chocan dramáticamente, siempre con el telón de fondo del mundo teatral, ese espacio metaliterario en el que, como en un juego de espejos, no todo es lo que parece...

Cuando el  jurado del Premio Café Gijón otorgó el galardón a Pedro A. González Moreno, constató en su fallo: «Dos muertes y la búsqueda de unas supuestas obras de teatro anteriores a la aparición de La Celestina crean una apasionante novela ambientada en el mundo universitario. La protagonista se verá inmersa en un cruce de intrigas que el autor desarrolla hábilmente y con un excelente despliegue de recursos narrativos».

En realidad, según su autor, no se trata de una obra policíaca, sino de una novela de una generación que siempre había llegado a destiempo a todas partes, pues la investigación policial queda relegada a un segundo plano, sólo cobra importancia casi al final de la novela, cuando el comisario Adolfo Tena (que, en cierta manera, recuerda al Plinio de García Pavón) ata los cabos sueltos del suicidio de Ricardo y el asesinato de Daniel Carvajal. No importa quién es el culpable, sino cuáles son los motivos que le han llevado a ello.

                La trama literaria es la que predomina, no sólo por intentar encontrar esos libros que responderían a la pregunta de si existió un teatro medieval anterior a La Celestina (búsqueda que les lleva a los combates de la guerra civil en la provincia de Guadalajara), sino porque mediante esta obra, con la representación que hace el grupo teatral al que pertenecen los protagonistas, y con Luces de Bohemia, de Valle Inclán, asistimos a la reflexiones y sentimientos de Sara o de Marcos (magistral esa Fantasía Botánica que escribe), y porque los integrantes de Bambalinas 9, en un principio, huyendo de la vida se refugian en el teatro, y, más tarde, algunos de ellos ven la vida como si permanecieran actuando en el escenario (ahí Irene, que con sus celos y envidias intenta manejar los hilos, por poner un ejemplo).

                Y en las reflexiones y sueños de Sara, aparecen recurrentes una serie de imágenes: el hombre que la lleva en una barca y está de espaldas a ella guiando el rumbo, la mujer inmóvil que la mira desde el último peldaño de una escalera, a la que nunca consigue verle la cara o el cuadro de Edward Hopper, Habitación de Hotel, con esa mujer leyendo sentada en la cama. 

                Muchas más sorpresas nos depara el libro, pero descubridlas con su lectura

PREMIO CAFÉ GIJÓN 2017

jueves, 15 de marzo de 2018

EL CIRCO LLEGA SIN AVISAR


No viene precedido de ningún anuncio, no se cuelga cartel alguno en los postes o vallas publicitarias del centro ni tampoco aparecen notas ni menciones en los periódicos locales. Sencillamente, está ahí, en un sitio en el que ayer no había nada.
Las altísimas carpas son de rayas blancas y negras, nada de tonos dorados o carmesíes. De hecho, no se ve color en ninguna parte, a excepción del verde de los árboles cercanos y de la hierba de los campos colindantes. Rayas blancas y negras, y un cielo gris de fondo. Innumerables carpas de todas las formas y tamaños rodeadas por una recargada valla de hierro forjado que las aísla en un mundo falto de color. Hasta el poco suelo que se ve desde el exterior es blanco o negro, está pintado o empolvado, o bien ha sido objeto de algún otro truco circense.
Pero no está abierto al público. Aún no.
En cuestión de horas, todos los habitantes del pueblo han oído hablar del circo. Por la tarde, la noticia ha llegado ya a varias localidades de los alrededores. El boca a boca es un método publicitario mucho más efectivo que la letra impresa o los signos de exclamación en panfletos y carteles de papel. La aparición repentina de un misterioso circo es una noticia insólita e impactante. La gente contempla maravillada la asombrosa altura de algunas de las carpas y observa, al otro lado de las puertas, un reloj que nadie sabe exactamente cómo describir.
Y luego está el cartel negro con letras blancas que cuelga de esas puertas, el cartel que dice así:

ABRIMOS CUANDO ANOCHECE.
CERRAMOS CUANDO AMANECE

«¿Qué clase de circo abre sólo de noche?», se pregunta la gente. Nadie sabe la respuesta, pero a medida que se acerca el ocaso un considerable número de espectadores se reúne ante las puertas.
Tú estás entre ellos, claro. La curiosidad ha sido más fuerte que tú, como suele ocurrir con ella. Estás allí al caer el día, con la bufanda que llevas al cuello bien subida para que te proteja de la fresca brisa nocturna, ansioso por ver qué clase de circo abre sus puertas únicamente al ponerse el sol.
La taquilla, perfectamente visible al otro lado de las puertas, está cerrada a cal y canto. Las carpas permanecen inmóviles, excepto cuando el viento las sacude de forma apenas perceptible. El único movimiento en el interior del circo es el del reloj que cuenta los minutos, si es que tan sorprendente escultura puede considerarse un reloj.
El circo da la sensación de estar vacío y abandonado, pero te parece percibir el olor del caramelo en la brisa nocturna, mezclado con el fresco perfume de las hojas de otoño. Una fragancia ligeramente dulzona que llega con el frío.
El sol se oculta por completo tras el horizonte y la claridad que queda deja de ser ocaso para convertirse en penumbra. A tu alrededor, la gente que espera está impacientándose: un mar de personas que arrastran los pies y comentan entre murmullos la posibilidad de abandonar el intento para buscar un lugar más cálido en el que pasar el rato. Tú también estás considerando la opción de marcharte cuando, de pronto, sucede.
Primero, se produce una especie de estallido, que apenas se oye entre el viento y las conversaciones. Luego un sonido más débil, como el de una tetera a punto de empezar a hervir. Y por último llega la luz.
En todas las carpas empiezan a encenderse lucecitas, como si el circo entero estuviera cubierto de luciérnagas inusitadamente brillantes. La multitud, expectante, guarda silencio mientras contempla ese derroche de luz. Alguien, junto a ti, contiene una exclamación. Un niño aplaude, entusiasmado por el espectáculo.
Cuando todas las carpas están iluminadas, cuando centellean recortadas contra el cielo nocturno, aparece el cartel.
En la parte superior de las puertas se encienden más luciérnagas, ocultas hasta ese momento entre espirales de hierro forjado. Producen un estallido al iluminarse y, algunas, incluso despiden un poco de humo y una pequeña lluvia de relucientes chispas blancas. Los que están más cerca de las puertas retroceden unos cuantos pasos.
Al principio, no parecen más que unas cuantas luces que se iluminan al azar. Pero, a medida que se van encendiendo otras, resulta obvio que todas juntas forman una especie de palabra. La primera letra que se puede distinguir es una «C», pero luego van apareciendo otras. Una «q», extrañamente, y varias «es». Cuando se enciende la última bombilla, cuando el humo y las chispas se disipan, el recargado cartel incandescente resulta legible. Te inclinas un poco a tu izquierda para ver mejor y lees lo siguiente:

LE CIRQUE DES RÊVES

Entre la multitud, algunos sonríen con gesto de complicidad, mientras otros observan con mirada interrogante a sus vecinos. Una niña que está a tu lado le tira de la manga a su madre y le pregunta qué dice el cartel.
—El Circo de los Sueños —responde la madre. La niña sonríe, encantada.
En ese momento, las puertas de hierro tiemblan y se abren, al parecer por propia voluntad. Giran hacia dentro, como si invitaran a la multitud a pasar.
El circo ya está abierto.
Ya puedes entrar.

Erin Morgenstern, El Circo de laNoche

miércoles, 14 de marzo de 2018

SI EL UNIVERSO FUESE VERDADERAMENTE INFINITO



IN MEMORIAM DE STEPHEN HAWKING
(8 DE ENERO DE 1942, 14 DE MARZO DE 2018)

          Si el universo fuese verdaderamente infinito espacialmente, o si hubiese infinitos universos, habría probablemente en alguna parte algunas grandes regiones que habrían comenzado de una manera suave y uniforme. Es algo parecido al bien conocido ejemplo de la horda de monos martilleando sobre máquinas de escribir; la mayor parte de lo que escriben será desperdicio, pero muy ocasionalmente, por puro azar, imprimirán uno de los sonetos de Shakespeare. De forma análoga, en el caso del universo, ¿podría ocurrir que nosotros estuviésemos viviendo en una región que simplemente, por casualidad, es suave y uniforme? A primera vista esto podría parecer muy improbable, porque tales regiones suaves serían superadas en gran número por las regiones caóticas e irregulares. Sin embargo, supongamos que sólo en las regiones lisas se hubiesen formado galaxias y estrellas, y hubiese las condiciones apropiadas para el desarrollo de complicados organismos auto reproductores, como nosotros mismos, que fuesen capaces de hacerse la pregunta: ¿por qué el universo es tan liso? Esto constituye un ejemplo de aplicación de lo que se conoce como el principio antrópico, que puede parafrasearse en la forma «vemos el universo en la forma que es porque nosotros existimos»

Stephen H. Hawking, Historia del Tiempo

martes, 13 de marzo de 2018

EL ÚLTIMO SUEÑO DE LORD SCRIVEN


Londres, 1906.

Cristopher Carandini es un periodista caído en desgracia, que tiene que dormir en un banco, envuelto en una vieja manta. Una noche lee en  el Times, tras un artículo que habla sobre el posible regreso de Jack el Destripador este extraño anuncio, que puede ser su única oportunidad de salir de ese pozo sin fondo en el que está metido:

"Caballero busca secretario personal para vigilar su sueño.
Presentarse en Portobello Road, 30 y preguntar por una tetera".

                Allí Christopher comenzará a trabajar para Arjuna Barnejee, un detective de origen hindú. Su método es de lo más peculiar: tras hablar con su cliente, o los testigos del caso, sufre una  especie de pinchazo en la nuca y se sumerge en un sueño deductivo, en el que la realidad se le revela para sacar luego las posibles conclusiones. Pero tiene una contraprestación: jamás el sueño puede exceder los veintiséis minutos, y Christopher será el encargado de despertarlo.

                Una mañana reciben la visita de Cardiff, mayordomo del difunto Lord Scriven, quien afirma ser el muerto y que ha sido asesinado. Este extraño caso los arrastrará por las calles de Londres y los mundos oníricos, donde nada es lo que parece, para resolver una trama con asesinatos y espías, que amenaza al Imperio Británico, tras la que se oculta un nuevo genio del mal.

Esta novela de Eric Senabre más que una novela de fantasía, es una novela de intriga y suspense. La fantasía queda relegada a los sueños de Banerjee, pues las conclusiones que ayudan a resolver el caso las hace Christopher siguiendo su instinto de periodista. La trama de intriga tiene un mayor peso (es más, el asesinato de Lord Scriven ha tenido lugar en una habitación cerrada). La pareja protagonista funciona a la perfección y nos recuerda a Holmes o Poirot, con el doctor Watson o el capitán Hastings, respectivamente, aunque aquí, Christopher, ese ayudante y a la vez narrador de la historia, es mucho menos torpe y más cínico.

La ambientación en ese Londres de principios del siglo XX está muy bien lograda en todos los escenarios que el autor nos va presentado, desde la lujosa mansión de Lord Scriven hasta los camerinos de ese sórdido teatro londinense, pasando por las oficinas de la City. Los personajes están bien desarrollados, y con más de uno nos llevaremos alguna sorpresa. Tiene un buen ritmo que se intensifica conforme avanzamos en la lectura

PREMIO SAINT-EXUPÉRY
PREMIO DE LAS BIBLIOTECAS DE PARÍS