«La carne está
triste y ya he leído todos los libros», decía Mallarmé. Y eso que murió con
cincuenta y seis años. Soledad, más vieja que el poeta, había tenido tiempo
para empezar a releer y para entristecerse un poco más que él. Lo cierto era
que, desde hacía unos cuantos meses, la melancolía se acumulaba dentro de ella
como una niebla espesa y fría. Tal vez fuera el desconsuelo de haber alcanzado
los sesenta años, cuando por dentro seguía teniendo dieciséis.
Miró el reloj
y torció la boca con gesto de fastidio. Estaba en el bar del Círculo de Bellas
Artes esperando a la periodista Rosa Montero y ya pasaban diez minutos de la
hora. Un retraso de diez minutos empezaba a ser grosero. Cierto que era ella la
interesada, era Soledad quien se había puesto en contacto con Rosa, pero aun
así. Se creería muy importante. No la conocía en persona, pero nunca le había
caído bien. A Soledad no le caían bien las escritoras porque le recordaban que
ella no escribía. Comprendía que era una emoción mezquina por su parte, pero no
podía evitarlo.
Ah, ahí
estaba… Sin duda era ella. Acababa de aparecer en la puerta. Se puso en pie y
la saludó con la mano para darse a conocer. Montero sonrió y se apresuró a
acercarse sorteando las mesas del gran salón.
—¡Perdona el
retraso! Me lié, salí tarde, lo siento —dijo, sin aliento, mientras se quitaba
el abrigo.
Por lo menos
no le ha echado la culpa al tráfico, pensó Soledad.
—No te
preocupes, no pasa nada. Gracias por venir.
La periodista
se sentó con acelerada torpeza y en un instante lo ocupó todo: el abrigo, el
bolso y la bufanda desperdigados por todas partes, el móvil, los auriculares y
un montoncito de libros desparramados sobre la mesa. Su llegada fue como un
maremoto. Soledad, siempre tan organizada y meticulosa, se echó hacia atrás. Se
sentía invadida.
—Un té con
leche, por favor —pidió Montero al camarero que acababa de materializarse a su
lado—: Y un vaso de agua. Y… perdone —alzó la voz cuando el hombre ya se iba—:
¿Tendrían una pastita o algo? ¿Algo dulce pequeño?
Por favor, ¿es
que no podía pedirlo todo de una vez? Qué desorden de mujer. Soledad la analizó
con ojos duros y subrepticios: ¡llevaba unas botas de Dr. Martens con rosas
bordadas! Y ropa de Zara o algo peor, ropa de una de esas malas cadenas de
tiendas para adolescentes. Por todos los santos, ¿se creería que disfrazándose
así iba a engañar al tiempo? ¡Pero si Rosa y ella debían de tener más o menos
la misma edad! No era una jovenzuela, por más que quisiera vestirse como si lo
fuera.
—Muchas gracias
por venir. Como te dije en el email, estoy preparando una exposición para la
Biblioteca Nacional sobre escritores malditos y Josefina Aznárez es la figura
central. Guardo todavía el recorte de aquella semblanza biográfica que hiciste
sobre ella hace quince años. Estaba muy bien. En el texto hablabas de que
habías encontrado a unos descendientes suyos…
—Sí, una
sobrina nieta. O sea, el hermano de su padre tenía un hijo y éste tuvo otro
hijo y una nieta. Creo que es la única familia. Cuando hice el perfil sabía de
su existencia pero no había podido localizarla…
—Ah, qué pena.
Precisamente estaba muy interesada en contactar con la familia para intentar
saber a ciencia cierta qué pasó con Josefina… En tu artículo no lo aclarabas…
—Sí, claro, ya
sabes que había informaciones contradictorias. Tú tampoco encontraste nada
cuando hiciste aquella exposición, ¿no?
—Sí, bueno, lo
que se sabía era que el North Star se había visto afectado por la explosión,
que Josefina resultó herida, que la llevaron al hospital y al quitarle la ropa
de Luis Freeman descubrieron que era una mujer… Días después saltó el escándalo
y los periódicos contaron la historia de Aznárez y de su doble vida como varón
y todo eso, pero por entonces todavía estaba en el hospital y no sé si se murió
o qué fue de ella. Por lo menos yo no conseguí encontrar ninguna referencia más
—dijo Soledad.
—Ni yo tampoco
logré nada entonces. Con toda la tragedia del Cabo Machichaco los periódicos
estaban muy ocupados. Contaron la parte más sensacionalista del caso Aznárez y
luego la historia desapareció.
Acalorada,
Rosa Montero se había subido las mangas del jersey, dejando a la vista un
montón de pájaros tatuados en un brazo y una salamandra en el otro. ¡Y encima
estaba tatuada! Soledad tuvo que reprimir un bufido burlón. Y, sin embargo,
esta mujer se atrevía a escribir novelas. Qué disparate.
—Pero verás,
después de que yo publicara aquel perfil, la sobrina me mandó una carta y me
contó lo que le había pasado a su tía. Lo incluí en la reedición de mi libro de
biografías, Historias de mujeres… —explicó Montero, y luego se tragó una pasta
de té de un solo bocado—: Es que no he comido —añadió exculpatoriamente.
—Lo siento, no
lo leí…
—No importa.
Te he traído un ejemplar de bolsillo. Pues la historia es tremenda: Josefina se
recuperó de sus heridas, pero la metieron en el Departamento de Dementes del
Hospital General. Y allí estuvo hasta finales de siglo, cuando la trasladaron
al recién creado manicomio de Valladolid. Nunca volvió a salir. Murió allí en
1933. Se pasó cuarenta años encerrada, desde los treinta y siete hasta los
setenta y siete. En aquellos manicomios. Pobrecita.
Soledad se
quedó espantada. Pobrecita Josefina, sí. Pobrecita Dolores. Aunque los
manicomios de ahora eran mejores. ¿O no?
—Qué horror…
—musitó.
—Sí, el
horror, el horror, como diría Kurtz en El corazón de las tinieblas —resopló
Montero—: Pobre Josefina. Es una vida tan trágica, ¿no? Tan conmovedora. Lo
primero, ser escritora y no poder publicar porque vives en un mundo tan
machista. Pero además la pobre, como tantas otras mujeres de su época, dedicó
su juventud a cuidar de sus padres y se quedó así fuera de la existencia,
aparcada, anulada… Sin conocer el amor en toda su vida. Qué tremendo, ¿no?
Soledad estaba
empezando a marearse. Un sabor a cenizas y herrumbre en la boca. Asintió con la
cabeza, incapaz de hablar.
—Yo me la
imagino muy bien, creo que la entiendo muy bien, debía de ser una mujer llena
de pasión, me la imagino inundada, ahogada por su tremenda necesidad de querer…
Yo creo que inventó a Luis Freeman no para poder publicar sus novelas, que
también, sino sobre todo para vivir el ensueño de un amor —añadió con rotunda
vehemencia la periodista.
—Ya… Mmmmm…
¿Volvió a escribir algo durante el tiempo que estuvo internada? —se esforzó en
decir Soledad para cambiar de tema.
—Me comentó la
sobrina que al parecer había hecho algo así como un diario, pero vamos, creo
que muy poco. Nada. Cuarenta años sepultada en vida.
Soledad miró a
Rosa con inquina.
—Leí que tu…
que tu marido murió hace poco, ¿no?
La escritora
endureció levemente el gesto. No parecía complacerle hablar de eso.
—Sí.
—Perdona. Lo
siento mucho. ¿Puedo preguntarte cuánto tiempo estuvisteis juntos?
Montero la
miró con recelosa curiosidad.
—Veintiún
años.
Soledad notó
que la sangre empezaba a hervirle en las venas.
—Y entonces,
¿cómo dices que la entiendes, cómo sabes lo que sentía una mujer que no conoció
nunca lo que es el amor?
Rosa sonrió:
—Bueno, es que
con mis biografías hago lo mismo que con los personajes de mis novelas, te metes
dentro, ¿sabes? Te vives dentro de esas vidas. Todos tenemos todas las
posibilidades del ser dentro de nosotros, es lo que decía el romano Terencio,
«nada de lo humano me es ajeno». Entonces te imaginas dentro de esa otra
existencia, te dejas llevar por ella, permites que el personaje te cuente su
historia, que te envuelva en ella… Es como surfear, ¿sabes?, como subirte al
lomo de una ola poderosa y salpicada de espuma y dejar que te arrastre y te
lleve hasta la playa… —peroró seudopoéticamente la escritora.
—¿Tú haces
surf?
—¡No!
—¿Y entonces
cómo demonios sabes lo de la ola y la espuma y todo eso? —se desesperó Soledad,
incapaz de contener su irritación.
Montero rió
con genuina alegría y los ojos le chispearon:
—Eso también
me lo imagino.
Rosa
Montero, La Carne
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