lunes, 25 de octubre de 2021

LA TUMBA

 


La tumba volvía a estar llena.

Casi parecía mentira.

Flores, botellas de todo tipo —especialmente de cerveza a medio consumir—, fotografías, pulseras y collares hechos a mano, juguetes, como osos de peluche o pequeñas naves espaciales de Star Trek y Star Wars, pósteres, un par de cómics...

Cada semana era lo mismo, y cada semana Grace alucinaba.

No tanto por el fanatismo o la devoción de los fans, sino por la clase de objetos que dejaban en la tumba. Por ejemplo, él ya no tomaba alcohol. Por ejemplo, él nunca había llevado pulseras o collares. Por ejemplo, lo de los osos de peluche, que había sido una invención o una de esas frases típicas del estilo: «A mi hija le gustan los osos de peluche». Cuando un famoso soltaba algo así, para los seguidores era como un mandamiento.

Y eso que él nunca había sido famoso.

Al menos en vida.

Grace empezó a recoger todas aquellas cosas.

Llevaba una bolsa para las botellas siempre medio vacías y otra para el resto de objetos. Las botellas y latas primero las vaciaba a un lado de la tumba. Era el trabajo más lento y pesado. Con la parte dura acabada, llegaba la fácil. Recogía los regalos, pero sin acritud ni violencia. De hecho lo hacía con mimo. Por lo menos respetaba el fervor de las personas que habían viajado hasta allí, tan lejos seguramente de su casa, para rendirle el último tributo al héroe caído, a la leyenda.

Porque ahora sí era eso: una leyenda.

Lo que más le impactaba eran las fotos.

Sobre todo las de ellas.

Desde chicas jóvenes, de su misma edad, hasta mujeres ya mayores, como su madre. Dos estaban desnudas, una en una posición recatada y otra, más explícita. En la parte posterior de la primera se leía: «Espérame en el paraíso». En la de la segunda, el texto era: «¡Mira lo que te perdiste!».

A veces no sabía si reír o llorar.

Por lo menos, esta vez no había pintadas en la sencilla lápida asentada a ras de suelo, con el nombre y las fechas de nacimiento y muerte. Habían tenido que construir un sarcófago de cemento para introducir en él el ataúd porque al comienzo algún loco o loca había escarbado incluso la tierra. Grace se alegró de no verse obligada a ponerse los guantes de goma y empezar a rascar la pintura o el tipo de tinta, a veces indeleble, que algunos empleaban para dejar sus mensajes, siempre del tipo: «¡Vive!» o «Long Live Rock».

Era un cantautor, un cruce de Dylan, Springsteen, Stephen Stills o Tom Waits en sus respectivas épocas puristas, pero bastaba una guitarra eléctrica para que los rockeros se lo apropiaran.

¿Qué más daba?

Cuando un artista se exponía al público, todo era interpretable.

Él siempre decía: «Yo soy músico, no sé hacer nada más».

Estaba acabando de acomodar en el fondo de la bolsa las naves de juguete cuando apareció él.

No era normal ver a un fan entre semana. Las peregrinaciones solían hacerse en grupo, en manada, de viernes a domingo. Claro que, aunque uno llegara en plan solitario, quedaba automáticamente hermanado con el resto. Todos estaban allí por lo mismo, para rendirle tributo a Leo Calvert. Los viernes y los sábados por la noche era normal que alrededor de la tumba se organizaran fiestas, se cantaran sus canciones y se bebiera hasta quedarse dormidos. También se había hecho amargamente popular hacer el amor sobre la tumba, como ofrenda o como si el espíritu del muerto pudiera bendecirles.

En aquellos años, ¿cuántos hijos se habrían engendrado así, allí mismo?

Grace prefería no pensarlo.

Salvo que electrificaran la tumba, o la vallaran, o... ¿o qué?

El aparecido y ella se quedaron mirando.

Era alto, quizá un poco desgarbado, o tal vez fuera por la mochila que cargaba sobre el hombro derecho y la guitarra que colgaba del izquierdo. Llevaba su cabello negro revuelto, un poco caído sobre la frente, y tenía unos ojos claros y limpios. Vestía de manera informal: zapatillas deportivas, vaqueros gastados y una camisa roja arremangada. Pese a todo no parecía un vagabundo ni un sucedáneo de hippy renacido del pasado. Iba limpio. Incluso se diría que cuidado. Le calculó veintiuno o  veintidós años, quizá veintitrés. De no haber sido por su seriedad, su cara habría resultado agradable.

Grace lo esperaba todo menos aquello:

—¿Qué haces? —le espetó el chico.

Ella se quedó quieta.

—¿Perdón? —dijo.

—¿Estás robando las cosas? —continuó él—. ¡Joder!, ¿no te da vergüenza?

La parálisis provocada por el desconcierto duró menos de tres segundos. Le lanzó una última mirada, mitad agotada, mitad resignada, y acabó de meter los últimos juguetes en la bolsa. Quedaba tan solo el cómic de los mutantes de X-Men.

—¡Oye, te estoy hablando! —gritó el joven.

Grace no le hizo caso.

Ni se lo hubiera hecho de no ser porque él dio un par de pasos hacia ella, tal vez para sujetarla, tal vez para detenerla.

Entonces sí, se volvió.

Lo fulminó con la mirada.

—Como te acerques te hago una cara nueva —le previno.

—¡Pues deja eso donde estaba!

Entonces ya sí, se lo dijo:

—¡Es mi padre, idiota! ¡Limpio la tumba para que no se amontone la mierda que tarados como tú dejáis en ella cada semana! ¿De acuerdo?

Luego se dio media vuelta, cargó los dos sacos y echó a andar sin volver la vista atrás.

El silencio de la tarde habría sido agradable de no ser porque ahora estaba furiosa.

Jordi Sierra I Fabra, Como lágrimas en la lluvia

PREMIO LAZARILLO 2019

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