martes, 31 de julio de 2018

LOBA


Alosna y Moriana están en guerra constante. En la primera viven los magos, que con sus hechizos impiden que los ejércitos del otro reino entren en su país. En la segunda reina Lobo, que se dedica a quemar magos, porque un mago no logró salvar a su mujer durante el parto y le maldijo a no tener hijos varones que le sucedan, y nadie es capaz de romper esa maldición.

Soledad, su hija mayor, quiere ser el hijo que su padre no tiene; por ello se educará como un joven príncipe en el gobierno de las armas, en cacerías y combates simulados. Para ella sólo existe el honor, la valentía, la lealtad… que guiaran su conducta.

Ámbar es una joven campesina de Moriana que vive cerca del territorio de los magos. Díscola con sus padres, se cría con su abuela, una vieja curandera, que le cuenta viejas historias llenas de magia y alimenta su resentimiento contra la familia real y los nobles.

Cuervo, un aprendiz de mago, rabioso por el trato que se le dispensa a su gente en el reino vecino, despierta a Tengri, el dragón, para usarlo contra sus enemigos, pero el hechizo no sale como esperaba, pues el dragón se despertará, pero nadie lo puede gobernar.

Cuando la noticia de una amenaza terrible llega a la corte, Soledad acepta la responsabilidad de partir a los confines del reino para ver cuánto hay de verdad en los rumores, pues no cree en la magia, sino que piensa que es obra de los tungros, un pueblo nomada, otro enemigo tradicional de Moriana.

A la vez, el Unicornio, un ser ancestral, también ha sentido el despertar del dragón y partirá en busca de una muchacha virgen de corazón puro que le ayudará a derrotarlo.

                Verónica Murguía nos ofrece una historia de fantasía y amor, no propia de una novela juvenil, sino de un público más adulto. Me explico: está muy bien narrada con una prosa muy cuidada; a lo largo de sus quinientas páginas no hay nada superfluo, ni descripciones ni reflexiones; todos los personajes, tanto principales como secundarios, están muy bien trabajados, son complejos como cualquiera de nosotros, y llegamos a comprender perfectamente sus motivaciones; toma elementos de  la tradición literaria medieval, pero sin utilizarlos como los típicos arquetipos.

                Soledad hace honor a su nombre; es un personaje solitario. Quiere buscar el cariño de su padre, ser el hijo que no puede tener. El orgullo de su clase social le hace distanciarse de los demás a los que considera inferiores, no les considera iguales. Es más se nos presenta como una joven poco atractiva (más tarde, a partir de los ojos de Cuervo, cambiará nuestra perspectiva). En realidad, toda la novela es el viaje iniciático de Soledad para que ésta acepte su destino, que no tiene nada que ver ni con lo que ella esperaba ni quería.

                Cuervo es el otro protagonista de la historia, y va a encarnar al perfecto antihéroe: tras despertar al dragón, será desterrado por los suyos y se le prohibirá practicar la magia; cuando le envían a ayudar a Soledad y los suyos, en el momento crucial queda paralizado y en varios momentos cree que ha perdido sus poderes mágicos. En muchos momentos, el sentimiento de culpa y el deseo de expiación por el mal que ha liberado le asaltan y teme no estar a la altura y ayudar a la princesa. Siempre ha reprimido el deseo, el mostrar afecto hacia las muchachas, y se debatirá entre la princesa Soledad y la campesina Ámbar

PREMIO GRAN ANGULAR 2013

lunes, 30 de julio de 2018

BASORA



Has de saber —pero Alá es más sabio, más prudente, más poderoso y más bondadoso— que en los años del califa Harún al-Rashid la ciudad de Basora era el santuario de los intrépidos navegantes del océano Índico. Sus innumerables torres cubiertas de azulejos, trozos de vidrio y cristal de roca brillaban al ser alcanzadas por los rayos del sol y atraían con sus destellos a los barcos que cruzaban frente a la costa, prometiéndoles ricos mercados para sus productos y evitando así que remontasen el río Tigris hacia Bagdad.

Porque Basora era la puerta al mar del califato y cada tarde se congregaban en sus puestos naves de todas las formas y tamaños: lanchas estrechas, semejantes a galeras impulsadas por varios remeros, gráciles dhows de velas triangulares que venían de puertos lejanos, gordos baghlahs para el transporte de esclavos, jihaazis y sambuks de popa cuadrada, creando entre todos el espectáculo abigarrado de un bosque de mástiles recortándose contra el cielo. De cada una de sus bodegas surgían sacos con mercancías valiosas, balas de lana aprisionada entre zunchos de cuerda, barriles y cajones que los estibadores iban apilando en los muelles.

Juan Miguel Aguilera, Sindbad enel País del Sueño

domingo, 29 de julio de 2018

EL GORRIÓN DE LESBIA



Gorrión, delicias de mi amada,
con quien ella suele jugar
y a quien acostumbra tener en el seno
y darle, cuando se lo pide, la punta del dedo,
provocando sus agudos mordiscos,
cuando place a mi radiante amor
entregarse a no sé qué agradable distracción
para buscar algún alivio a sus ansias,
sin duda para calmar su ánimo ardiente:
 ¡ojalá pudiera como ella jugar contigo
y disipar mis tristes pesares!


Llorad, Venus y Cupidos,
y cuantos hombres sensibles hay:
ha muerto el pajarillo de mi amada,
el pajarillo, cosita de mi amada,
a quien ella quería más que a sus ojos;
era dulce como la miel y la conocía
tan bien como una niña a su propia madre.
No se movía de su regazo,
pero saltando a su alrededor, aquí y allá,
a su dueña continuamente piaba.
Este, ahora, va, por un camino tenebroso,
a ese lugar de donde dicen que nadie ha vuelto.
¡Mal rayo os parta, funestas
tinieblas del Orco, que devoráis todo lo bello!:
me habéis quitado tan bello pajarillo.
¡Oh mala ventura! Pues, ahora, por tu culpa,
desdichado pajarillo, hinchados por el llanto,
enrojecen los ojillos de mi amada.

Catulo

viernes, 27 de julio de 2018

EL DÍA QUE SE PERDIÓ LA CORDURA



Enviado por Miguel (B1CH):

La historia nos sitúa en Boston, 24 de diciembre de 2013. Un día aparentemente tranquilo, en pleno centro de la ciudad, un hombre camina desnudo con la cabeza decapitada de una joven en la mano. El hombre es detenido por la policía y llevado a un centro psiquiátrico de la ciudad. Una vez allí, el doctor Jenkins, director del centro, y Stella Hyden, especialista en perfiles psicológicos del FBI, llevarán a cabo una investigación sin saber que pondrán en juego sus vidas y les creará una pérdida de concepción de la cordura.

En un principio, el silencio de "el decapitador" es total y su identificación es prácticamente imposible. La ciudad sigue en desconcierto con lo sucedido, y la llegada de una misteriosa caja al centro desatará una nueva desgracia, provocando que la agente Hyden se ponga al mando de la investigación.

A partir de esta situación, comenzará un viaje que llevará a los tres personajes principales a retroceder en el tiempo, en concreto hasta unos acontecimientos ocurridos diecisiete años antes, en el misterioso pueblo Salt Lake, y fueron los desencadenantes de lo que está pasando en la actualidad.

Con un estilo ágil lleno de referencias literarias -García Márquez, Auster, Orwell o Stephen King- e imágenes impactantes, Javier Castillo construye un thriller romántico narrado a tres tiempos que explora los límites del ser humano y rompe los esquemas del género de suspense.

Se trata de un thriller muy bien realizado. La trama es muy interesante y ya desde la primera página te incita  a seguir leyendo página tras página, perdiendo la noción del tiempo, porque lo único que deseas es  llegar al final de la historia y poder encontrarle sentido a todas esas historias que se muestran enlazadas entre sí,  que te provocan una gran confusión al ver que parecen totalmente diferentes.

                Como ya he dado a entender no se trata de una novela lineal, es decir, que cada capítulo hace referencia a una fecha y lugar distinto, por ejemplo en el capitulo tres puede hablar de lo que está ocurriendo en el presente, y en el siguiente te puede hablar sobre lo que ocurrió hace diecisiete años.

Me parece que tiene mucho mérito contar varias historias que no se muestran nada enlazadas, pero que a medida que vas avanzando, te vas dando cuenta que son una misma historia. También me parece muy difícil hacerlo de forma que el lector puede seguir la historia sin perderse. Además ayuda bastante la fácil y rápida lectura que muestran los capítulos, con un vocabulario nada complejo y una gran abundancia de diálogos entre personajes. Aparte de incitarte a llegar al final de la historia, también te empuja a conocer más a los personajes, y a sus complejas historias también.  

Otro punto a destacar y que me llama bastante la atención, es que todo es inesperado y sorprendente, para nada predecible. También es una novela muy intrigante a la par que entretenida, pero lo que más destaca son esas escenas que te provocan una sensación de miedo, haciéndote pensar que la historia las estás viviendo tú.

Y para terminar, lo que has me ha gustado ha sido como ha mezclado de una manera muy sutil una lectura que es casi el cien por cien suspense con una bonita y fascinante historia de amor entre dos adolescentes, que a pesar de las circunstancias, luchan todo lo que pueden por su amor.

jueves, 26 de julio de 2018

LEER



Los editores acaban de lanzar una campaña para fomentar la lectura. Hacen bien: Al parecer, en este país sólo lee a diario un 18% de la población, mientras que todos los días se aceporran con la televisión el 84%. Y casi la mitad de los españoles mayores de 18 jamás leen nada. Me pregunto sinceramente cómo se las arreglan para sobrevivir sin los libros, la existencia se me arroja mucho más gris y más mezquina.

Éste es un artículo apasionado. Una carta de amor a la literatura. Las novelas son como los sueños de la Humanidad: ponen palabras a lo que no tiene nombre, dan forma a ese rugiente magma que los habita. No hay ningún libro, ningún amor imprescindible. Si Shakespeare, si Cervantes no hubieran existido, el devenir del mundo hubiera sido probablemente idéntico. Pero los libros en su conjunto, sí son imprescindibles. Si se les impide soñar, las personas enloquecen: está comprobado. De la misma manera, sin novelas, la Humanidad sería mucho más triste y más enferma.

Hay algo sustancial que nos une a la narrativa. Quizá sea, como dice Vargas Llosa, porque la novela pone un simulacro de orden en nuestras azarosas y caóticas existencias; porque restaría, por tanto, la herida del vivir, el mal oscuro. Pero no quiero ponerme trascendente; lo que sí sé es que las novelas me han dado muchas vidas. He visitado cientos de mundos, he sido dama victoriana, rey medieval y bucanero. He conocido el odio y el amor, la aventura y el vértigo.

Todos tenemos un libro que nos espera, de la misma manera que a todos nos aguarda un amor en algún sitio: la cosa es descubrirlo. Los que no disfrutan con la lectura son aquellos que no han encontrado aún ese libro, esa obra que les atraparía y les dejaría temblorosos y exhaustos como siempre dejan las grandes pasiones. Lo siento por ellos.

Rosa Montero

miércoles, 25 de julio de 2018

BERLÍN


Camina durante algo más de media hora. Llega hasta Alexanderplatz y pronto entra en la parte más monumental de la ciudad. Pasa por delante de la mole neobarroca de la catedral, con sus cúpulas azul verdoso, y atraviesa la Isla de los Museos pasando por la resplandeciente pradera del Lustgarden. Observa a los grupos de adolescentes y turistas sentados en el bordillo de la gran fuente central, disfrutando de este sol que aquí es un lujo escaso.

Entra en una pastelería, se sienta en una de las mesitas que hay junto al mostrador y pide una porción de tarta Selva Negra. A su abuela le gustaba mucho la que preparaban en el café Embassy de la Castellana y solía comprarla por su cumpleaños. Hasta hace poco, habría aprovechado este momento para consultar el mail del despacho de abogados o devolver alguna llamada aunque estuviera de vacaciones, pero desde que dejó el trabajo toda esa parte de su vida, que antes parecía tan urgente, se ha esfumado sin más, como una prueba de su propia estupidez.

Sigue paseando y pronto se da cuenta de que ha llegado a Unter den Linden. Hay calles que son mucho más que una línea en el trazado urbano de una ciudad. Como en los Campos Elíseos de París o la Gran Vía de Madrid, en este amplio bulevar se respiran el carácter y la historia de Berlín. Su nombre significa textualmente «bajo los tilos». Es fácil imaginar este lugar durante los sofisticados años veinte, cuando se solía bromear diciendo que la mayor preocupación de los berlineses era encontrar tiempo para tantos placeres: la efervescencia de los cafés, el sonido de las risas y la música, el ambiente canalla y hedonista de los cabarés… Y es imposible no recordar las épocas más oscuras que vinieron poco después, cuando la calle, llena de enormes banderolas rojas con esvásticas y columnas coronadas con águilas, se convirtió en un gran escaparate de la simbología nazi.

Alicia estuvo en Berlín hace quince años con su amiga María y otras chicas de la facultad, y se sorprende de ser aún capaz de orientarse por los barrios más céntricos. Aquel fue un viaje divertido. Hubo un par de noches locas en esos clubes de música electrónica que, al menos entonces, no eran iguales en ningún otro sitio del mundo. Recuerda haber bailado hasta el amanecer en la cámara acorazada de un banco que había estado abandonado durante décadas, situado en la antigua zona cero cercana al muro. Qué distinto es todo ahora, cuánta distancia hay entre aquella sencilla búsqueda de diversión y el enorme lío que hoy tiene en la cabeza.

Avanza unos minutos más por la gran avenida y por fin se detiene en el lugar exacto donde fue tomada la fotografía de la familia Hoffmann en 1936. Su idea desde que ha salido de casa era llegar precisamente hasta aquí. De algún modo, este es el comienzo natural de sus extrañas vacaciones, de estos días solitarios que solo son una manera igual de mala que cualquier otra de superar su duelo.

Frente a ella, el majestuoso edificio de la vieja foto, una de las óperas más emblemáticas del mundo, el lugar donde Mendelssohn y Strauss recibieron largas ovaciones. El gran auditorio donde, décadas más tarde, los acordes de Wagner sirvieron como banda sonora al aparato nazi, que se esforzó en mantener el teatro en activo durante casi toda la guerra, como un símbolo de poder.

martes, 24 de julio de 2018

LA DESAPARICIÓN DE STEPHANIE MAILER


                En la fiesta de despedida de Jesse Rosenberg, capitán de la policía, en junio de 2014, se le acerca una joven periodista, Stephanie Mailer, que le insinúa que su primer caso se cerró en falso, que el verdadero culpable sigue suelto porque no supo ver algo evidente.

                La noche del 30 de julio de 1994, la apacible población de Orphea, en la región de los Hamptons, asiste a la gran apertura del festival de teatro. Pero el alcalde se retrasa... Mientras tanto, un hombre recorre las calles vacías buscando a su mujer, hasta hallar su cadáver ante la casa del alcalde. Dentro, toda la familia ha sido asesinada.

           Este caso que le catapultó le va a costar su equilibrio psicológico, su novia Natasha, la amistad con su compañero; unos hechos que ha preferido sepultar en lo más hondo de su conciencia.

              A los pocos días es denunciada la desaparición de Stephanie por sus padres. A partir de este suceso, Jesse decide reabrir el caso, contando con la ayuda de Derek Scott, su antiguo compañero, y de Anna Kanner, la actual subjefa de la policía de Orphea, que viene huyendo de un pasado tormentoso en Nueva York, y es mal vista por sus compañeros por ser mujer.

                Joël Dicker nos ofrece un thriller que se mueve en dos planos temporales, por los que se mueven diferentes personajes, en un principio inconexos entre sí, que se alternan para irnos dando su punto de vista sobre los acontecimientos que ocurrieron y los secretos que prefirieron ocultar en su momento (poco a poco, los iremos descubriendo todos), lo que nos permite introducirnos en la personalidad de los narradores.

                Todos los elementos están tan perfectamente engranados, aunque a veces nos parezcan previsibles, que nos recuerdan al cineasta inglés Alfred Hitchcock y una de sus películas, basada en la novela de la americana Patricia Highsmith, Extraños en un Tren (entenderéis esta referencia conforme vayáis leyendo la novela).

                Hay más referencias literarias en la novela, aparte del festival de teatro que se celebra en Orphea. Así nos encontramos con Meta Ostrovski, ese feroz crítico literario que se considera un divo, a pesar que está en horas bajas. Las aspirantes a escritoras, así Stephanie o Alice Filmore (la rubia “tonta” de Hitchcock). La librería de Cody en Orphea, donde trabajaba la víctima inocente de los asesinatos de 1994. O la obra de teatro La Noche Negra, escrita por Harvey Kirk, el sheriff de la localidad en los primeros asesinatos, que desapareció de repente y en cuyo libreto se encuentra la solución del enigma.

                A pesar de que la novela no está a la altura de El Libro de los Baltimore, Dicker ha encontrado una fórmula que nos atrapa desde las primeras páginas, queriendo averiguar los secretos que nos esconden los distintos personajes.


lunes, 23 de julio de 2018

EL HOTEL DE LOS CUENTOS



A principios de los ochenta, en plena transición democrática, un amigo mío me pidió que escribiera, en exclusiva para su mujer, unos cuentos que la divirtieran y la animaran pues andaba algo alicaída y bastante inapetente. Como por entonces se iniciaba lo que se vino a llamar el destape, me instó a que el elemento común de la colección fuera moderadamente erótico. Sólo así su casta esposa, que muy pudorosa apartaba la vista de los primeros desnudos que ciertas revistas empezaban a difundir, sería capaz de leerlos. Quién sabe si a partir de esa lectura no se interesaría por un género que él consideraba de gran utilidad…
Como mi amigo era un tipo estupendo, al que conocía desde la infancia, acepté con la convicción de que lo que pretendía en realidad era encontrar ayuda para mejorar sus relaciones cameras y para ello confiaba en mis cuentos. Que alguien creyera en las terapias sexuales derivadas de la literatura me parecía de buen augurio, pero aun así le puse una condición: trataría de satisfacer su petición con humor previniéndole de que tal vez no todos pecarían de eróticos, algunos simplemente intentarían ser divertidos.
—Mejor que mejor —me dijo—, si tú te ríes mientras escribes es posible que mi mujer se ría mientras lea y a lo mejor hasta le va tomando gusto… Por cierto, aún no hemos hablado del precio. ¿Cuánto quieres cobrar? ¿Cuánto cobras por un libro?
Me sentí incapaz de contestar la verdad porque sabía que mi prestigio mermaría mucho ante sus ojos si le confesaba lo mal pagados que estaban los cuentos, así que fui ambigua:
—Depende… A ti te haré un precio especial.
—Muchas gracias, pero no voy a aceptarlo. Los negocios me van muy bien, ya lo sabes, de manera que no necesito descuentos especiales. Te pagaré a precio de artista, quiero decir como si fueras un pintor y cada cuento una obra única… Además, así que pasen veinte años podrás publicarlos… Veinte años no es…
—Nada —acabé yo la frase del tango.
Mi amigo me anticipó una cantidad espléndida a cambio de que me pusiera enseguida a escribir. Pensé en recluirme en algún lugar propicio y di con Lluc-Alcari, una aldea próxima a Deià, en la costa norte de Mallorca, donde había un pequeño hotel familiar. Tuve la suerte de encontrar una habitación con vistas al mar y una mesa suficientemente grande para poder escribir con comodidad.
Tal vez, sin saberlo, llegué a Lluc-Alcari siguiendo los pasos de Anaïs Nin, o guiada por el espíritu de George Sand, que, a menudo —dicen—, vuelve a instalarse en «la verde Helvecia, bajo el cielo de Calabria y el embrujo de Oriente», aunque no pare de despotricar contra los mallorquines, y a ambas les pedí protección.
Empecé a trabajar y como escribía a mano —por entonces no había ordenadores portátiles y hacerlo a máquina me parecía de lo más antierótico—, los folios iban llenando la papelera, invadían el suelo, amenazaban con convertir mi habitación en el almacén de un trapero… Nada de lo que escribía me gustaba. Intenté buscar inspiración fuera del cuarto. Paseé por el jardín repleto de buganvillas moradas, en nada comparable al jardín de las delicias. Observé a los clientes del hotel, apenas una treintena. Ninguno me parecía capaz de estimular mi imaginación.
Con la creencia tópica de que el erotismo más rebuscado tiene un punto de caduco, intenté dar con algún aristócrata. Alguien me había dicho que el hotel era frecuentado por la jet set europea, princesas auténticas y duques de verdad, claro que arruinados y de incógnito. Pero por más que escudriñé no pude dar con ellos. El único representante de la vieja casta era un vizconde francés, de aspecto deteriorado, reumático y triste.
Me paseé por el bosque al atardecer, que es la hora predilecta de los faunos, pero ninguno me persiguió siquiera medio minuto. Sólo me encontré, triscando entre roquedales, a un famoso sabio botánico acompañado por su discípulo.
A la orilla del mar, en la playa nudista, las cosas apenas mejoraron. Nadie me llamaba la atención por su belleza anatómica, salvo un empleado del hotel, de ancha espalda morena y brazos de atleta, que se paseaba pavoneándose, orgulloso de los dones que, en efecto, la naturaleza le había otorgado.
Fue entonces cuando decidí modificar mi punto de vista, consciente de la inutilidad de la búsqueda: la desnudez, a menudo barriguda o con michelines, resultaba antierótica; los arrumacos de algunas parejas, convencionales, e incluso los furtivos abrazos de unos gays, a quienes sorprendí en la glorieta, apropiados para un anuncio de boxeo.
Como si ya nada del comportamiento sexual me interesara, procuré observar a la gente olvidándome de que estaba entre ellos para convertirles en protagonistas de unos cuentos eróticos. Traté de fijarme en aspectos que antes no me hubieran llamado la atención en absoluto. Un pie apoyado de modo indolente sobre el césped junto a la piscina, la mano que retira con gesto gracioso un mechón de cabello, la curva de un hombro contemplado en escorzo.
Una pregunta cruzó por mi cabeza inmediatamente: ¿cómo hacían el amor las personas que formaban parte de aquel pie, de aquella mano o de aquel hombro? Naturalmente, no se trataba de iniciar una encuesta, ni de, violando su intimidad, espiarlos por el ojo de la cerradura, menos aún de intentar mantener con ellos relaciones sexuales. Se trataba de un problema de imaginación. Eso era todo. Y empecé por ahí. El resultado son estos cuentos. O casi todos…
En honor a la verdad, debo puntualizar que un atardecer confesé al recepcionista del hotel el motivo por el que me paseaba con un bloc de notas bajo el brazo y mi confidencia le llevó a contarme algo que me limitaré a transcribir. En consecuencia, una de las narraciones incluidas coincide con la realidad. Dos más nunca hubieran visto la luz de no contar con el poderosísimo estímulo de B. V., que, al percatarse de mis propósitos literarios, abandonó el material bélico con el que intentaba hacerme entrar en combate, para poner a mi disposición unos oídos confidentes y unos labios casi clericales.
Una mañana se me acercó muy misterioso y me dio un folleto. Consistía en una delgada separata del Modern Languages Journal of Baltimore University, de título sugerente y muy apropiado para mis planes puesto que incluía la palabra «eróticos». Lo leí de inmediato. Sin embargo se trataba de un pésimo artículo, algo así como una especie de comentario de texto, un tanto pornográfico, de unos poemas de una poeta, poetisa o poetriz de Uruguay, que, si me interesó, fue por los interrogantes que el artículo, firmado por otra mujer, dejaba abiertos. B. V. me informó de que, en efecto, Victoria Rossetta, al parecer reconocida escritora, se había suicidado en la piscina del hotel el verano del 68 y que antes había mantenido relaciones con un joven de dieciocho años, camarero de profesión y pariente, para más señas, del musculitos que yo había encontrado en la playa. Su muerte había atraído, durante una época, al hotel de Lluc-Alcari a admiradores y estudiosos de su obra, entre los que se encontraba Barbara Huntington, la autora del trabajo.
Según B. V., lo que verdaderamente deseaba la erudita señora Huntington era conocer al joven amante de Victoria Rossetta para comprobar —no tenía otra intención— si los textos en los que la escritora se refería a los portentosos atributos y capacidades eróticas del muchacho se basaban en la realidad o eran pura fantasía.
Parece, siempre según B. V., que la constatación fue tan evidente y perturbadora que la ilustre americanista propuso al prodigioso camarero que se fuera con ella a Estados Unidos. Si él no aceptaba, sólo le quedaba una solución: el suicidio. Lo tenía meticulosamente planeado. Para que no pudiera decirse que imitaba a Virginia Woolf o a Alfonsina Storni, no buscaría sepultura en el mar y menos aún nicho en la piscina como la Rossetta, sino que moriría igual que las langostas en la cocina del hotel, metiendo la cabeza en una olla de agua hirviendo. Pero no fue necesario un final tan grotesco. El camarero, seducido por la pujanza del dólar, entonces en alza, más que por los maduros encantos de la señorita Huntington, se marchó con ella a Baltimore.
Una noche de finales de agosto invité a cenar a B. V. para que pudiera contarme con calma algo que, a su juicio, habría de interesarme. Mientras saboreábamos en Ca Es Patró Marc, en la cala de Deià, un estupendo mero a la mallorquina, B. V. se refirió a su vida sentimental. Estaba muy ilusionado con un nuevo ligue: una jovencita de apenas catorce años que se hospedaba en el hotel con su madre y su hermana. Habían quedado para ir a bailar el próximo sábado.
—Tenemos un secreto compartido —me advirtió—. Soy su cómplice… ¡Creo que he topado con un material de primera! Me gustan las adolescentes un poco lolitas… No puedo evitarlo.
B. V. no dejaba de hablar. En el fondo disfrutaba como una vaca rumiando un manojo de jugosa alfalfa. Como pasa con muchos hombres, sus experiencias eróticas sólo adquirían pleno sentido al contárselas a los demás. Y B. V., igual que la mayoría, exageraba de manera escandalosa. Si todo lo que llegó a confiarme hubiera sido cierto, dudo mucho de que se atreviera siquiera a mencionarlo sin temor a que más de un padre o marido le despellejara.
A los postres, decidí hablarle de los cuentos que ya tenía escritos. Quería que me diera su opinión. En el fondo, los protagonizaban personajes que ambos conocíamos, aunque él no supiera que uno de ellos había sido Juan antes de convertirse en Juanita y yo sí. Y que otro, una anciana viuda dicharachera, se manifestara contraria al amor en compañía y defendiera su tesis con argumentos de peso en cuanto trababa conversación con cualquiera.
Seguimos refiriéndonos a los clientes del hotel después de cenar, mientras tomábamos copas en Deià. B. V. se mostró de acuerdo con mi versión sobre la educación sentimental recibida por el vizconde de Boumond-Foullat, un huésped reincidente desde hacía diez años, pero no creyó que la periodista Lidia Márquez hubiera podido tener una vida sentimental tan agitada y se tomó a chirigota las sorpresas que, según ella me había contado, los hoteles de la competencia eran capaces de inventar. Le pareció correcta, e incluso divertida, mi interpretación de los amores de Mister Flower, pero no estuvo nada conforme con el carácter pusilánime que yo atribuía a Àngels Ruscadell, la profesora de historia de la Universidad de Barcelona que trabajaba sobre la Inquisición.
—Te juro que en la cama es un diez…
—¿Cómo lo sabes?
—¡Hemos dormido juntos!
—Sí, claro, en el mismo hotel…
B. V. disimuló. Por un momento pensé que el pobre, como muchos de los que presumen, no se comía un rosco… y opté, aquella noche, por hacerle un favor. En el fondo me había ayudado muchísimo. Gracias a él, además, pude localizar a Helmut, la experiencia erótica más insólita de mi vida, con la que se inician estos cuentos que, uno por uno, fueron enviados a la mujer de mi amigo. Sin embargo nunca supe si le sirvieron de algo y tampoco me pareció correcto preguntárselo a él. Me consta sólo que al finalizar aquel verano ella le abandonó fugándose con el profesor de bridge, con quien, al parecer, mantenía desde hacía tiempo una apasionada relación.

Carmen Riera, El Hotel de los Cuentos

PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS 2015

domingo, 22 de julio de 2018

MIS PRIMEROS PASOS CON EL CIEGO


En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole como era hijo de un buen hombre, el cual por ensalzar la fe había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano.
Él le respondió que así lo haría, y que me recibía no por mozo sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo. Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y ambos llorando, me dio su bendición y dijo:
«Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto. Válete por ti».
Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba. Salimos de Salamanca, y llegando a la puente, está a la entrada della un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y allí puesto, me dijo:
«Lázaro, llega el oído a este toro, y oirás gran ruido dentro dél».


 Yo simplemente llegué, creyendo ser ansí; y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:
«Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo», y rió mucho la burla.
Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que como niño dormido estaba. Dije entre mí:
«Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».
 Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza, y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho, y decía:
«Yo oro ni plata no te lo puedo dar, mas avisos para vivir muchos te mostraré».
 Y fue ansí, que después de Dios éste me dio la vida, y siendo ciego me alumbró y adestró en la carrera de vivir.
Lazarillo de Tormes

viernes, 20 de julio de 2018

REBELIÓN EN VERNE



            Enviado por Sara:
           
En 1886, Jules Verne está desanimado y acaba de abandonar su novela Dos Años de Vacaciones.

 Los protagonistas de la historia se hallan atrapados en una isla del Pacífico, donde el tiempo se ha detenido y el invierno se eterniza. Cansados y desesperados porque la historia no avanza, Briant y Doniphan deciden explorar qué hay más allá del abismo oscuro que interrumpe su aventura y aterrizan en el gabinete de trabajo del escritor.

E intentando encontrar una solución a su problema, se irán introduciendo en diferentes novelas de Verne e interactuando con diferentes personajes emblemáticos de Verne.

Marisol Ortiz de Zárate en esta novela nos ofrece por una parte la biografía de Julio Verne, y por otra un repaso a algunas de sus obras y sus personajes, lo que nos permitirá conocer las novelas de este escritor francés. Así, junto  a Briant y Doniphan que buscan a un misterioso Nadar que les puede ayudar a solucionar su problema, iremos recorriendo Cinco Semanas en Globo, Un Capitán de Quince Años, La Vuelta al Mundo en Ochenta Días (donde nos encontraremos con Phileas Fogg y Auda, que no se siente valorada por su papel pasivo en la historia), Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino (con Nemo al frente del Nautilus, desempeñando un papel importante en la novela), Miguel Strogoff, De la Tierra a la Luna (cuyo protagonista, Michel Ardan, juega un doble papel en este relato). De esta forma los dos jóvenes cuando salen del libro en busca de respuestas, y se introducen en otras obras de Verne animan a distintos personajes a que se rebelen con ellos para que concluya su historia.

jueves, 19 de julio de 2018

LA GORGONA


Se interrumpió, clavado en el sitio y mirando a un punto detrás de mí. Si no hubiera sido por el color oscuro de su piel, habría dicho que a él también lo habían convertido en piedra. Y no era nada descabellado, reconocí la silueta de la sombra que se proyectaba desde detrás de mí. La madre de Álex había llegado.
—Parabellum, ¿te importa que me lleve a mi hijo? —dijo una voz heladora a mi espalda—. Está un poco intranquilo desde que su chica lo ha dejado, no dice más que tonterías…
Sofía Cantero. La voz, grave y aun así, chirriante que sonaba a mi espalda, era inconfundible. Sofía era descendiente directa de una de las tres gorgonas originales. Por mucho que había intentado sacar información de ella nunca había sido capaz de averiguar cuál de las tres, ni tampoco qué grado de parentesco las unía. Yo llevaba años investigando criaturas sobrenaturales, Sofía llevaba siglos ocultando su rastro.
Todo lo que había podido averiguar había sido a través del método humano. Sofía estaba muy bien integrada en la sociedad barcelonesa y era dueña de una potente cementera, así como de varias empresas más. Eso la obligaba a existir en los registros, y estos son los que me contaron la historia de su vida. Hija de Sofía Cantero, nieta de Sofía Cantero… La gorgona no se había matado a la hora de inventarse nombres, y estaba claro que todos los registros que pude encontrar y que se remontaban hasta finales del siglo XIX hacían referencia a la misma Sofía Cantero, por mucho que ella sobornase a funcionarios del registro civil para convencerles de que era su propia hija.
Lo más lejos que llegué hurgando en su pasado fue hasta una inmigrante griega recién llegada a Barcelona que había amasado una fortuna vendiendo obras de arte: estatuas de un realismo sobrecogedor, que normalmente mostraban rostros desencajados y transmitían una sensación de pavor demasiado real. La famosa Sofía Cantero llamó la atención de todos los críticos de arte de finales de siglo, y también la de un inspector de policía que aseguraba que las estatuas se parecían demasiado a personas que habían sido declaradas en paradero desconocido. Con su última obra, Inspector de policía llorando de rodillas, Sofía dejó el arte e invirtió todo su dinero en el sector de la construcción, donde su hija, de sorprendente parecido, tomó su relevo.
Sofía guardaba con recelo su pasado, y yo mantenía bajo llave lo averiguado sobre su vida como artista, por si en algún momento podía ser útil explotarlo. La gorgona era demasiado poderosa en Barcelona, así que esperaba que ese momento no llegase nunca.

miércoles, 18 de julio de 2018

VISITANDO UNA LIBRERÍA



¿Cómo sabemos que una cosa es importante o no? Una nimiedad, pongamos por caso, como seguir a un hombre de unos cuarenta años por las calles de Madrid, en principio para matar el tiempo en una soleada tarde de junio en la que no te apetece nada encerrarte en casa. Cuando le perdí podía haberme dado la vuelta, pero no lo hice; entré en la calle —un lugar absurdo para tener un comercio, porque digo yo ¿quién demonios va a pasar por un lugar que no lleva a ninguna parte?— y en el mismo instante en que vi la tienda, una librería de viejo con el escaparate lleno de lápices de colores, pinturas al pastel y libros de Julio Verne, en ese mismo instante, supe que estaba ocurriendo algo extravagante, y que dependía de mí la importancia que este hecho tuviera en el futuro. Podía darme media vuelta y olvidarlo todo. O podía entrar en aquel portal y hablar con él.
Entré.
           He visitado el interior de la tienda en dos o tres ocasiones. Es un sitio muy raro para poner una librería. Demasiado pequeño, demasiado apartado y al principio me pareció, incluso, algo inadecuado para el barrio. Seguramente fue eso lo que aumentó mi curiosidad. ¿Quién era este hombre que mantenía un negocio de apariencia tan ruinosa? Desde luego yo estaba firmemente decidida a descubrirlo. Los libros son mi religión; así que, bien mirado, no es tan descabellado mi empeño.
Esa vez solo compré una goma de borrar, la más barata que tuviera, le pedí. Total no la necesitaba para nada... Pude verle de cerca. Su mirada era interesante, profunda, un poco melancólica. Quizá porque tenía las pestañas negras y largas y unas ligeras ojeras de color marrón alrededor de los ojos. La nariz era grande, un poco aguileña, y los labios anchos. Lucía una sombra de barba y, no sé por qué, pensé en el roce de aquel mentón en mi piel. No, desde luego que no, no fantaseaba con una aventura romántica; es simplemente que me trajo el recuerdo de algo que hubo en mi vida en el pasado: las tardes perezosas del Mediterráneo, con los primeros calores, Valencia ardiendo en las calles y las sábanas húmedas en las que Henry y yo intentábamos escapar del miedo y el ruido. El roce de su barba contra mi piel...
En fin, recuerdos que duelen. No quisiera irme por las ramas, no se trata de eso; necesito concentrarme si quiero explicar cómo sucedieron realmente las cosas.
Tengo que reconocer que soy testaruda; cuando me empeño en algo, no cejo, no soy capaz de abandonar, ni de ceder. En fin, cada uno es como es, eso hace tiempo que lo he aceptado. Estuve observando al hombre de la librería durante un tiempo, casi todo el verano. Es muy trabajador, siempre está haciendo algo además de atender a sus clientes: lee mucho, clasifica y rellena fichas, a veces escribe en un cuaderno negro de tapas de hule que lleva consigo, un cuaderno exactamente igual al que tenía Henry. A mí, cada vez que le veo con esa libreta en las manos me da un vuelco el corazón.
Los martes y los jueves su mujer se queda en la tienda y él sale a repartir sus libros a los que supongo son clientes especiales. Tiene cuatro o cinco a los que visita a domicilio. Uno vive en el portal al que bajó la mujer del mandil y otro en aquella calle en la que me senté el primer día.
Su mujer me gusta. Es joven y muy guapa, tiene una melena ondulada que siempre lleva perfectamente peinada. Eso me da cierta envidia, debo confesarlo. Un día le compré un lapicero de la marca Faber-Castell, del 2B, y me fijé en que tenía unas manos muy bonitas, ágiles y armoniosas, de dedos largos, como las de una pianista.
La tercera vez que entré en la librería era sábado. En esa ocasión quería un libro, y no era una excusa. Pensé que este pequeño local medio escondido en una calle cortada podía proporcionarme en el futuro muchos momentos felices.


Le pregunté si tenía algún libro en inglés. Él me sacó The Black Arrow y un ejemplar desencuadernado de Oliver Twist. Estuve a punto de explicarle que no era precisamente eso lo que yo buscaba, pero no me dio tiempo porque en ese momento entró en el portal un hombre bajito y feo con una pesada maleta que, según pude saber después, estaba llena de libros de segunda mano. En realidad fue ese anodino personaje el que encendió la luz en mi cabeza. El librero levantó el mostrador, le hizo pasar al interior de la tienda y le pidió que esperara un momento, mientras me atendía. El hombre se llamaba Garrido, según pude escuchar.
Cuando tuve la oportunidad le pedí algo menos... digamos juvenil. Era una petición, si quieren, un tanto ridícula, porque ¿dónde está escrito que Stevenson o Dickens sean autores juveniles? Creo que estaba nerviosa, simplemente. Pero él pareció entenderme.
—Pase usted dentro —dijo levantando de nuevo la encimera del mostrador y abriendo la compuerta—. En aquel rincón, en la segunda balda, tengo unos pocos libros en inglés y francés. Puede encontrar algo y, si no, enseguida estoy con usted.
Tres personas dentro de aquel estrecho habitáculo eran demasiadas. Ahora bien, me sentí en la gloria. Tenía muy pocos libros en inglés, pero todos eran curiosísimos; ediciones norteamericanas de autores a los que había leído en el pasado, como Edith Wharton, Faulkner o John Dos Passos. También encontré los cuentos de Katherine Mansfield, una autora que siempre me acompaña. Eran libros que una no podía esperar encontrarse en un lugar como este. Creo que fue esto, sumado a todo lo anterior y al hecho de que llevaba el libro en el bolso por casualidad, lo que me dio la idea.
Vi cómo ese hombre que se llamaba Garrido vaciaba su maleta en una silla, una torre de libros bastante nuevos, todos de autores españoles, y escuché sin poderlo evitar cada palabra de su conversación, aunque no pude averiguar de dónde sacaba el tal Garrido los libros.
—¿Ha encontrado algo que le interese?
Era una pregunta redundante, porque yo tenía ya en la mano The Age of Innocence, de Edith Wharton, y The Garden Party, de Katherine Mansfield, y los apretaba contra el pecho como auténticos tesoros. Garrido se había marchado apenas hacía un minuto, el librero le había pagado veinte pesetas y ahora había venido a atenderme.
—¿Ha visto este? —me enseñaba un ejemplar de A passage to India, de E. M. Forster bastante bien conservado—. Es un buen libro.
Me lo tendió. Lo cogí.
—Te transporta a la época colonial como si fueras en alfombra voladora —añadió sin el más mínimo deseo de convencer.
Me hizo gracia la observación. Era bastante acertada.
—Te alivia de la realidad, ¿no es eso?
Él me miró sorprendido. Luego asintió con naturalidad.
—A veces buena falta nos hace —respondí asintiendo también y devolviéndole el libro—. Lo he leído ya, muchas gracias.
Decir que entre los dos se creó una corriente de mutua simpatía no es fantasear; yo lo noté y él lo notó. Mientras envolvía los libros me acerqué al montón que había dejado Garrido en la silla y lo hice. Nadie se dio cuenta. En mi mente sonaron las palabras que Ezra Pound le escribió a Walt Whitman: «Tenemos la misma savia y la misma raíz. Haya comercio, pues, entre nosotros».
Lo hice, sí. Sin dudarlo. Saqué el libro que llevaba en el bolso y lo puse junto al montón que había traído el tal Garrido. Seguramente esta pequeña tienda era un buen lugar para él.

Marian Izaguirre, La Vida cuando Era Nuestra

martes, 17 de julio de 2018

GRAN LIBRO DE LOS RETRATOS DE LOS ANIMALES


            Enviado por David:

En 1484, la hermosa Armiño decidió encargar un retrato al mejor pintor de Florencia, y probablemente del mundo. Por su parte, un pingüino de origen aristocrático se complace en ser retratado, y alardea de su poder, como un orgulloso animal renacentista.

Con esta libro, Svjetlan Junaković nos propone un juego entre fantasía y realidad, una particular galería, en la que los animales tienen un protagonismo hasta ahora desconocido en el arte. Recoge cuadros, que en estilo, composición e iconografía nos recuerdan obras de arte famosos pintores de los siglos XV al XIX, pero se diferencian de los originales en un aspecto: los personajes representados no son humanos, sino animales. Además, pequeños detalles en las pinturas y el tono de los textos explicativos nos da idea del sentido del humor del autor.



Junakovic crea una verdadera incitación a la imaginación a través de un juego creativo que acerca el mundo del arte a los niños alejándolo de todo convencionalismo.  A la vez que estimula a buscar las verdaderas fuentes que posibilitaron su creación mediante cada texto que acompaña a las imágenes, en un tono  cercano, sencillo y que brinda pistas claves para quien desee profundizar en el conocimiento de los cuadros originales, pertenecientes a los más, indiscutible punto de inspiración y partida de los retratos. Un modo de brindar conocimiento sobre una obra pictórica infrecuente en los libros de arte destinados a la infancia.




En la introducción del libro se nos advierte: “La semejanza que se pueda encontrar con alguno de los más famosos retratos del género humano es puramente casual”. Como también resulta casual, claro está, la coincidencia entre algunos datos dados acerca del autor, de la obra o de su retratado en los textos que acompañan las ilustraciones y las referencias que podamos hallar de los originales parodiados.



Entre los retratos expuestos, vemos como en el Retrato del duque de Urbino de Piero della Francesca este es sustituido por un pingüino. En La lección de anatomía, de Rembrandt, los seres humanos han sido sustituidos por ranas. O el león que podemos contemplar en el Autorretato de Durero; o el pollo, por Marat, en la pintura de David.

1º PREMIO LIBRO INFANTIL Y JUVENIL MEJOR EDITADO 2007 MINISTERIO DE CULTURA 

lunes, 16 de julio de 2018

LA PLAZA DE SAN MARCOS



En los últimos minutos había clareado bastante. Raffaele miró al cielo nocturno, que se cernía sobre ellos como una anguila entre las estrechas calles. Las estrellas palidecían, la oscuridad del cielo se aclaraba.
–¡Vamos a la plaza de San Marcos a ver salir el sol! –dijo Sofía en un tono que no admitía réplica.
–La piazza está al otro lado de la ciudad –gimió Raffaele–. Tardaremos una eternidad en llegar.
Se sentía cansado y estaba deshecho tras dormir sobre el duro suelo.
–¡Pero merece la pena! Cuando los primeros rayos de sol caen sobre el león de San Marcos y el sol de la mañana hace resplandecer su melena, se puede oír su profundo rugido.
La estatua del león de San Marcos, el símbolo de la ciudad, se encontraba sobre una enorme columna de granito que daba al Gran Canal, el más grande de Venecia. Raffaele adoraba aquel león alado. El animal dominaba tan majestuoso y noble la ciudad, que el chico tenía la sensación de que parte de esa fuerza pasaba a él cuando estaba el tiempo suficiente a sus pies.
–¿En serio? ¿Se oye su rugido? –preguntó, entusiasmado. Al momento se arrepintió de su reacción. ¡Cómo iba a ser verdadera la historia de Sofía! No obstante, nunca había visto un león de verdad, y la idea de oír el rugido le daba escalofríos...
Raffaele se levantó. A pesar del frío, se quitó la chaqueta con el símbolo que le identificaba como judío y se la colocó bajo el brazo.
–Pues venga, ¡vamos a la piazza!
Corrían silenciosamente por las callejuelas, se escondían en portales y se asomaban en cada esquina antes de aventurarse a cruzar un espacio abierto. A Raffaele, la ciudad le recordaba a veces a la cara de una anciana, recubierta de arrugas aquí y allá. De la misma forma se bifurcaban las callejas y los callejones por Venecia. La mayoría de los viajeros se perdían en aquel caos de calles, y por la noche se solía oír el salpicar del agua y las maldiciones de la gente que se caía por girar en la esquina equivocada.
–No se ve a ningún guardia sobre el puente de Rialto –le susurró Sofía por encima del hombro.
Avanzó agachada, la cara enrojecida por los nervios. Para ella, aquello era como un juego, pero para Raffaele iba muy en serio. Sus ojos captaban el más mínimo movimiento, aunque se tratase de una simple rata en los canales. Sentía una presión desagradable en la tripa que le recordaba lo peligroso de su propósito. ¡Hubiera sido más inteligente esperar a la luz del día en su escondite!
Sin querer, se acordó de su padre. Le había prohibido encontrarse con la niña traviesa y contestataria del orfanato. Pero Sofía desbordaba de ideas y locas ocurrencias, y Raffaele disfrutaba hasta el último segundo que pasaba con ella. Con su pelo despeinado, la piel morena y los ojos verdes brillantes, era muy distinta de las demás niñas que conocía. Pero a lo mejor tenía razón su padre cuando decía que no le traería más que desgracias.
Se colaron por un pequeño pasaje a un espacio abierto. La brisa marina acariciaba la cara de Raffaele. Frente a ellos se extendía la plaza de San Marcos. Como siempre, la vista lo dejó paralizado un momento. A la tenue luz del amanecer, reconocía la sombra del campanile, el campanario de más de doscientos metros de altura, las cúpulas de la basílica, el palacio del Dux justo detrás y los mástiles de los numerosos buques mercantes anclados en el puerto del Gran Canal. Lo que más le llamaba la atención, tras haber caminado entre las altas y apiñadas casas del casco antiguo, era la magnitud de la plaza, perceptible incluso ahora, en la semioscuridad. Raffaele se detuvo, encantado. Nunca antes había visto la plaza de San Marcos a esa hora. El cielo, todavía azul oscuro, se extendía como una cúpula divina sobre la piazza, y las estrellas de la noche se despedían de este lugar tan bello con un último centelleo. Al aspirar el aire impregnado del olor a sal y algas, se vio invadido por una sensación de absoluta libertad.
Esa sensación se desvaneció en cuanto Sofía le condujo apresuradamente a la sede administrativa de los procuradores, y se acordó de que debía ser precavido. El majestuoso edificio, denominado Procuratie Vecchie, poseía una larga galería de columnas en la que encontraron refugio.
Se escondieron detrás de una de ellas y se asomaron discretamente hacia el centro de la plaza. A pesar de lo temprano que era, ya había algunos comerciantes montando sus puestos para vender frutas, verduras, pescado y pollo, especias y frutas confitadas. La mayoría de ellos se habían juntado en el centro de la plaza y mantenían una acalorada discusión con dos guardias.

Janine Wilk, La Maldición Veneciana

domingo, 15 de julio de 2018

LAOCONTE Y SUS HIJOS



En ese momento un nuevo prodigio mucho más terrible
aparece ante los desgraciados y turba sus pechos confiados.
Laocoonte, elegido por suerte sacerdote de Neptuno,
Solemne degollaba en el altar un toro enorme.
Y en ese momento, me horrorizo al contarlo, dos grandes serpientes
se lanzan al mar desde Ténedos por la quieta superficie
con curvas inmensas y buscan la costa;
sus pechos se levantan entre las olas y con crestas
de sangre asoman en el agua, el resto se dibuja
en el mar y retuercen sus lomos enormes en un torbellino.
Suena el silbido en la sal espumante, y ya a tierra llegaban,
inyectados en sangre y en fuego sus ojos ardientes,
sacudían sus bocas silbantes vibrando las lenguas.
Escapamos exangües ante la visión. Aquéllas en línea recta
buscan a Laocoonte, y primero rodean con su abrazo
los pequeños cuerpos de sus dos hijos y a mordiscos devoran
sus pobres miembros; se abalanzan después sobre aquel
que acudía en su ayuda con las flechas y abrazan
su cuerpo en monstruosos anillos, y ya en dos vueltas
lo tienen agarrado rodeándole el cuello con sus cuerpos escamasos,
y sacan por encima la cabeza y las altas cervices.


Él trata con las manos de deshacer los nudos,
con las cintas manchadas de sangre seca y negro veneno;
lanza al cielo sus gritos horrendos,
como los mugidos cuando el toro escapa herido del altar
sacudiendo de su cerviz el hacha que erró el golpe.
Se escapan luego los dragones gemelos hacia el alto santuario
y buscan el alcázar de la cruel Tritónide
y a los pies de la diosa, bajo el círculo de su escudo, se esconden.
Entonces fue cuando un nuevo pavor se asoma a los pechos
temblorosos de todos y se dice que Laocoonte había pagado su crimen,
por herir con su lanza el caballo de madera sagrado
y llegar a clavar en su lomo la lanza asesina.

Virgilio, Eneida

viernes, 13 de julio de 2018

PROHIBIDO CREER EN HISTORIAS DE AMOR


Enviado por María (S2C)

Cuando tienes diecisiete años y toda tu vida pasa en YouTube, llega un momento en el que ya no sabes quién eres. Eso es precisamente lo que le sucede a Cali: su familia tiene un canal con dos millones de seguidores y su novio es el youtuber más conocido del momento.

Por su parte, Héctor vive en una residencia de menores y lucha por averiguar de dónde proviene. Pero el único recuerdo que conserva de su pasado es una cinta de casete con una canción que toca siempre en el metro con la esperanza de que algún día alguien la escuche y la reconozca.

Y ahí es donde se cruzan sus miradas.

Las vidas de ambos quedarán entrelazadas para siempre cuando descubran el origen de la canción, el póster de una película olvidada y un cine abandonado lleno de secretos… Todo sin romper la única norma que Héctor sigue a rajatabla: Está prohibido creer en el amor.

Desde que el escritor, Javier Ruescas, anunció que iba a sacar este libro, yo tenía muchas ganas de leerlo, ya que, imaginaba que lo iba a disfrutar mucho, y no me equivocaba, ya que este libro cuenta con una trama sencilla rodeada por un aura de misterio que te sumergen totalmente en la historia.

Y aunque la historia está muy bien lo que más me ha gustado han sido los personajes, sobretodo Héctor, ya que todos son muy diferentes y cada uno de ellos tiene una forma muy distinta de ver la vida debido a lo que han tenido que pasar.


Verdaderamente recomendaría este libro.

jueves, 12 de julio de 2018

LAS TERMÓPILAS


—Sé que, como espartanos, no precisáis arengas que os infundan valor.
El pecho de Leónidas y su poderoso cuello formaban una caja de resonancia tan ancha y profunda que no necesitaba desgañitarse como otros generales para que su voz llegara a todos sus hombres.
Por eso y porque, contando con los cincuenta sirvientes que completaban las filas de su pequeña falange, tan sólo tenía trescientos hombres a los que dirigirse.
Desde la época de las guerras contra los arcadios, se había extendido la costumbre de que, antes de la batalla, el enomotarca de cada sección formara un corro con sus hombres —treinta o cuarenta a lo sumo— con el fin de impartirles alguna consigna final, o simplemente para recordarles el código de honor espartano. Ahora Leónidas decidió olvidar por un momento que era rey —cargo que nunca había deseado—, recordar su pasado como simple oficial y compartir aquel instante decisivo con sus hombres.
Puesto que un corro de trescientos habría sido demasiado grande, los soldados formaron varios anillos concéntricos ordenados por alturas. Leónidas se colocó en el del centro, abriendo los brazos para enlazarse por los hombros con los guerreros que tenía al lado. Los demás, desde el círculo interior hasta el exterior, hicieron lo propio. Ahora todos formaban un gran organismo, un único cuerpo alimentado por los latidos de trescientos corazones.
El rey se puso en cuclillas y los hombres del círculo interior lo imitaron. Los músculos de las piernas de Leónidas y las articulaciones de sus rodillas se quejaron amargamente por lo incómodo de la posición, pero era el modo de que los soldados de atrás pudieran verlo todo.
—No, no necesitáis arengas —repitió—. Pero quiero daros las gracias, porque ha sido un honor combatir a vuestro lado.
Todos ellos estaban ya armados, con los yelmos colgados de los barbuquejos o a medio embutir sobre la frente, los escudos apoyados en el suelo. Las lanzas las habían dejado fuera de la formación, apoyadas unas con otras en grupos de tres, formando un pequeño bosque de madera y hierro. Cada uno sabía bien cuál era la suya, ya que los nombres de los dueños estaban grabados a cuchillo en las astas de fresno.
—Sabéis que hoy no va a ser un día como los anteriores —dijo Leónidas. «Porque vamos a morir todos», añadió para sí, pero sabía que no era necesario decirlo—. Por eso, hoy no vamos a defender la posición. Hoy no vamos a aguardar al enemigo en el muro focense. ¡Hoy, espartanos, vamos a atacar!
—Eleléeeuuuu!!!
—¿Qué vamos a hacer espartanos?
—¡Atacar! (…)

—¿Qué es lo que pide el espartano? —preguntó Leónidas.
—¡Siempre combatir! —respondió el corro de guerreros.
—¿Le importa al espartano si es viejo?
—¡No!
—¿Le importa si está enfermo?
—¡No!
—¿Le importa si acaba de luchar y está malherido?
—¡No!
—¿Qué es lo que pide?
—¡Luchar, luchar y luchar! (…)

—Recordad nuestro código, espartanos. ¡No hay emblema más glorioso…!
—¡Que el escudo de Esparta!
—¡Mi escudo no me protege a mí…!
—¡Sino a mi compañero!
—¡Jamás abandonaré el escudo…!
—¡A no ser que ya no me quede otra arma y lo rompa aplastando a mi enemigo! (…)

—¿Le importa al espartano quiénes son los enemigos?
—¡No!
—¿Le importa cuáles son los enemigos?
—¡No!
—¿Qué es lo único que le importa de ellos?
—¡Dónde están! (…)

—¿Qué busca siempre el espartano?
—¡Acortar la distancia con el enemigo!
—¡Mejor que la flecha…!
—¡La lanza!
—¡Mejor que la lanza…!
—¡La espada!
—¡Y cuando toda arma se haya roto…!
—¡A puño y a pie, a uña y a diente! (…)

—Hasta ahora os habéis contenido, habéis guardado energías para aguantar y combatir al día siguiente. Hoy no tenéis que reservar nada. ¡Hoy tenéis que darlo todo!
—¡Hoy lo daremos todo! —clamó el corro de guerreros.
—¡No os vayáis a la otra orilla de la Estigia lamentando haberos guardado fuerzas, pues de nada os van a valer en el infierno! (…)


Tras disolver el corro, con los corazones enardecidos por las palabras de Leónidas, los guerreros embrazaron los pesados escudos de roble, empuñaron las lanzas y ocuparon sus puestos en la formación. En la primera fila sólo se veían las lambdas de Laconia, y lo mismo sucedía en la segunda, pero en la tercera y última los broqueles espartanos alternaban con otros arrebatados en el campo de batalla a los soldados griegos de Artemisia, la reina guerrera, e incluso con algunos escudos persas de mimbre y cuero.
Esas armas abigarradas las habían dejado para los cincuenta ilotas que rellenaban la última fila y que —más por azar que por intento— completaban el número de trescientos hoplitas, los mismos que habían partido de Esparta. Si esos hombres estaban allí era por propia voluntad: por orden de Leónidas, todos los guerreros espartanos habían firmado documentos para emancipar a sus criados y los habían despachado de regreso a Laconia. En agradecimiento a los servicios prestados en las Termópilas, a partir de ese momento se habían convertido en hombres libres. No espartiatas, por supuesto, no miembros de la élite de los Iguales: ciudadanos de segunda fila, mas al menos ya no serían siervos de nadie.

Javier Negrete, El Espartano